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Una imagen de Malcolm McDowell en la película.

ANIVERSARIO

'La Naranja Mecánica': o los días de un futuro pasado

Hace 45 años se estrenó, de manera simultanea en Toronto y en Nueva York, una de las películas más emblemáticas del siglo XX. Lea aquí nuestro homenaje a la obra maestra de Stanley Kubrick.

Juan Carlos Lemus
2 de enero de 2017

Desde que La naranja mecánica tuviese su premiere simultánea en Toronto y Nueva York en 1971, hace poco más de 45 años, siempre estuvo envuelta en escándalos por su uso de la violencia y el sexo explícito. Fue así que se clasificó como tipo X en Estados Unidos, fue retirada en el Reino Unido y censurada en muchos países. Factores, entre otros, que le dieron un lugar dentro de los filmes de culto. Los colegas de Stanley Kubrick, director de la adaptación de la novela homónima de 1962 de Anthony Burgess, consultados por la prestigiosa revista Sight and Sound la ubican en el puesto 75 dentro de las 100 mejores de la historia. Una obra maestra.

Este largometraje de ciencia ficción fue ambientado en un futuro 1995. Su protagonista es Alexander, Alex, DeLarge —tal vez el mejor papel de Malcolm McDowell—, un adolescente pendenciero de formas elegantes cuyo carisma y refinados gustos, en especial el musical, son máscaras con las que encubre la falta de cualquier empatía con sus semejantes. El único ser vivo que le importa es una serpiente. Kubrick, por la simbología del animal, hace una declaración de principios. Alex es violento en extremo y vive en su ley siendo el líder de una pandilla de cuatro drugos (plural de amigo en nadsat: jerga creada por Burgess con fuerte influencias del ruso y otras lenguas eslavas orientales) cuya única intención es la de ir en contra de cualquier norma social establecida de la manera más inhumanos y crueles. Ellos abusan de la buena fe de sus víctimas para abusarlos, golpearlos, asaltarlos y violarlos.

Sin embargo, contrario a lo que argumentan los críticos del largometraje, Kubrick no emplea la ultraviolencia y el sexo en vano. Con estos elementos él corre el velo que oculta a adultos que, llenos de buenas intenciones, están malcriando a sus hijos. La ambientación ayuda a enfatizar la queja del director: las áreas sociales del edificio donde vive Alexander son un chiquero; la habitación de nuestro drugo, protegida por una puerta con clave, es espaciosa con elementos de arte y diseño que la adornan y, por supuesto, cuenta con un equipo de sonido sueño de cualquier melómano. Pero ese no es el caso de los otros espacios del apartamento, más pequeños, más apretados y kitsch. El autor también emplea el vestuario para reflejar algunas las precariedades de la madre: amiga de su hijo en lugar de responsable con su crianza. Ella sigue siendo una adolescente. El papá tampoco brinda certezas, y es más una figura frágil y asustadiza temerosa del cómo reaccionará su pequeño. Los padres de Alex son incompetentes y pusilánimes en extremo, haciendo de los DeLarge el arquetipo de la familia que fracasa en su función principal: entregar sujetos que respeten a sus pares y sepan convivir con ellos en las diferencias. Ellos, en cambio, simplemente no quieren incomodarlo. Los sociópatas no salen por generación espontánea, y Alex una de las más afamadas representaciones del Síndrome de Niño Rico al que nada se le puede negar. La crítica a la familia es radical.

Pero el agua sucia no solo le cae a esa primera institución social. La Iglesia y el Estado no salen mejor parados. En La naranja mecánica, la primera es un convidado de piedra que aparece caracterizada como un ente ingenuo que discursea al aire mientras cree que todo el que recita La Biblia está salvo. Más al Estado le va aún peor. Sus fracturas se ven en la corrupción de las instituciones en especial la policía, que en sus filas acoge criminales que no pudo llevar a prisión. Esta última está atrofiada por el protocolo y las formas mientras los convictos perfeccionan sus vicios y no tienen esperanza de reforma.

Así que cualquier ayuda exterior a la familia es inexistente y no se ve salida que logre prevenir los comportamientos de monstruos como Alex más allá del encierro. El director no quiso dejar por fuera a los políticos en este caldo de cultivo deshumanizante. Ellos son la cara elegante, llena ínfulas y de petulantes maneras del Estado de opinión: más divas de los medios que servidores públicos. Su último fin es el poder por sí mismo, y el interés por resolver los problemas pasa apenas por la cantidad de votos que puedan recibir de sus mediáticos y fugaces aproximaciones a estos.

Nunca sabremos si de haber leído Kubrick la versión inglesa del libro, con un capítulo final más consolador, hubiésemos tenido otra película. Lo cierto es que en su momento La naranja mecánica fue como ir a consultar un oráculo. Uno que anticipaba cierto tipo de comportamiento por parte de jóvenes malcriados y caprichosos, porque los adultos no contarían con los elementos necesarios para evitarlo, que terminarían convertidos en tiranos y abusadores. Alex es un sociópata que culpa al entorno por no entenderle. Entonces, volver a visitar la película hoy no suscita protestas de grupos religiosos y moralistas, como en el primer momento, porque hemos sido curados por los días de un futuro pasado, parafraseando otro título. Cualquier parecido con los personajes que muestran sus caras día a día en YouTube dejó de ser, lamentablemente, ciencia ficción.