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AFANADOR EN BLANCO Y NEGRO

El Museo de Arte Moderno de Bogotá expone una serie de imágenes de Ruven Afanador, un colombiano que les ha enseñado a los fotógrafos norteamericanos a ir más allá de la técnica.

3 de agosto de 1992

COLOMBIA SIEMPRE ESTABA, DE ALguna manera, en el fondo de sus fotografías. Así se tratara simplemente de retratar a una modelo, sus recuerdos y sus vivencias de otros tiempos se ponían en evidencia a la hora de oprimir el obturador. Las procesiones de Semana Santa o los desfiles de campesinos que llegaban a la casa de su abuelo, con los bultos cargados de frutas, le sugerían composiciones, juegos de luces o posturas determinadas. Los fantasmas de su pasado lo acompañaban en las largas sesiones de trabajo, y se fueron convirtiendo en los cómplices silenciosos de un oficio que cada vez tenía menos de oficio y más de arte.
Cuando se hizo fotógrafo profesional, Ruven Afanador logró destacarse muy pronto en un medio tan competido como el norteamericano, gracias a que los editores encontraban en su trabajo algo que rompía con los esquemas. Era el trópico, sin duda. En un momento en el que la técnica pretendía serlo todo, ese toque de sensibilidad que le ofrecían los mágicos atardeceres de su niñez lo hacían diferente.
Precisamente fue esa mezcla equilibrada de técnica y de sensibilidad lo que llevó a los editores de la revista Time a contratarlo para realizar un trabajo sobre enfermos terminales. Después de varios días de convivir con el dolor de jóvenes desahuciados y con la desesperación de sus familias, logró una serie de imágenes que describían el problema sin caer en el amarillismo y con el toque artístico que se requería para convertir esa foto en una llamativa portada de la revista más leída del planeta. Fue entonces cuando se supo en Colombia que en los círculos artísticos de Nueva York se movía con éxito un fotógrafo bumangués, de poco más de 30 años. Y fue, también, cuando Ruven Afanador decidió que quería viajar a su país luego de 15 años de ausencia. Aquí se encontró con un pasado de imágenes difusas que había guardado en la memoria. Se encontró con sus raíces, y comprendió que a ellas les debía buena parte de esa creatividad que lo estaba ubicando en los primeros lugares. Se encontró con los campesinos de Rionegro, Santander, que todavía subían bultos con frutas a la finca que algun día perteneció a su abuelo. Se encontró con ese sol que agota todo el espectro del naranja durante su descenso a la noche. Se encontró con un mundo que sabía jugarle a las escondidas al rigor de la técnica. Se encontró, en definitiva, con una parte esencial de sí mismo.
Ahora ha vuelto todo parece indicar que seguirá viniendo a Colombia con frecuencia para estar al frente de una muestra de 58 fotografías suyas que expone, desde esta semana, el Museo de Arte Moderno de Bogotá.
Ahí están algunos de sus grandes temas. Están las fotografías de moda no de sus puntos fuertes con esa dósis de ambientación que aprendió de Richard Avedon, y con ese toque de misticismo que lo ha llevado a preferir el alto contraste del blanco y el negro. Está una serie que realizó sobre Kapax, en la que convirtió a la selva amazónica en el escenario de un ritual por medio del cual el hombre y la naturaleza se relacionan de una
manera que ha caído en el olvido de las civilizaciones de cemento y de neón. Está un estudio sobre algunos de los personajes del Grupo Athanor Danza, en el cual el gestus de un actor entregado a la representación de mundos lejanos juega con las fantasías que surgen de la aridez del desierto. Están los cuerpos pintados de hombres y mujeres desentendidos de las rutinas del mundo moderno entregados a la contemplación sin afanes con los que construye imágenes inspiradas en los motivos sacros que alguna vez sirvieron para ilustrar los pasajes bíblicos.
Están éstos y otros temás más. Pero está, ante todo esa decisión de convertir cada una de sus imágenes en una opción para inventar nuevos mundos, para adivinar lo oculto de las cosas, para mirar más allá de lo aparente. Una decisión que tomó el mismo día en que descubrió que lo suyo era la fotografía. Estudiaba Bellas Artes y estaba seguro de que se movería entre la trementina y el óleo. Pero una tarde, mientras recorría con su cámara las calles más concurridas de Washington, en busca de una imagen que le permitiera salir de una vez por todas de ese requisito del pénsum académico llamado fotografía, el azar le mostró lo que tenía reservado para él. En vez de recostarse contra un poste para retratar la ciudad desde el ángulo más obvio, se sentó en el andén y reflejó el carácter del hombre contemporáneo por medio de sus pies. En vez de llenar el negativo con los colores de la urbe prefirió pintar en blanco y negro los pasos cansados de quienes la habitan. Encontró, entonces, que la películala fotográfica podía resistir tanto arte como el lienzo.