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‘El libro de los ojos’ es la segunda incursión de Ricardo Silva en el género infantil.

LIBROS

Álbum de familia

Esta saga, escrita por Ricardo Silva Romero e ilustrada por Daniel Gómez Henao, cuenta, a través de diversas formas poéticas, la historia de una familia de oculistas.

Luis Fernando Afanador
8 de junio de 2013

El libro de los ojos
Ricardo Silva Romero
Tragaluz editores
56 páginas 

Roal Dahl, el autor de Matilda, Las brujas y tantas joyas de la literatura infantil, dijo alguna vez: “Yo escribo mis historias y luego me dicen que he escrito para niños”. En realidad, la buena literatura infantil, como es sabido, es la que también pueden leer los adultos o la que ha sido escrita “para niños de 8 a 88 años”, según lo aclaró el escritor chileno Luis Sepúlveda en el subtítulo de su obra Un viejo que leía novelas de amor , zanjando definitivamente la discusión.

El libro de los ojos es una saga familiar escrita en verso. Juguetona y seria a la vez, con bellísimas ilustraciones de Daniel Gómez Henao que evocan un álbum familiar. Cuenta la historia de la familia Cruz, cuyo bisabuelo, José María, nacido en Palencia, España,  en 1810, fundó una estirpe de oculistas miopes: “Y fue lo que ella dijo que sería /El doctor que juró curar la vista /El gordo de mirada de oculista /Que quiso derrotar a la miopía”.

El oculista busca en vano inventar las gafas en las que podamos al fin mirarnos cara a cara frente al espejo, sin miedo. Una pasión, una tara y una bella empresa que legará a sus descendientes por varias generaciones. A lo largo de 200 años veremos las vicisitudes de hijos, nietos y bisnietos en busca de la ansiada fórmula. 

Inés, una de las nietas de don José María Cruz se casa con el espía Archibald Dixon, y la familia –y la búsqueda– cruzarán el mar y llegarán un día a la lejana Colombia a mediados del siglo XX, porque esta también es una historia de inmigrantes: “-¿Y en Colombia se habla español? / -Pero se habla pasito / -¿Y en las mañanas sale el mismo sol? /-Pero más tardecito”. Una asombrada Inés será testigo de la hecatombe del 9 de abril de 1948: –Y cuando Bogotá se volvió cenizas, / y la tienda de espejos fue una tienda hecha trizas”. 

Es clara la intención simbólica del libro con el tema de la visión, de aprender a verse a sí mismo. Pero esa búsqueda no es abstracta. Cada miembro de la familia asumirá ese destino familiar de una manera propia, imprimiéndole su estilo y su toque personal. Esto dice la mística Ana en su Canción óptica: “Nunca vencí la miopía, / pero voy a morir viendo. / Fui por la vida sonriendo / como si no fuera mía”. 

La historia contada en verso se convierte en una sucesión de formas poéticas, del mester de clerecía al romance, de los endecasílabos al verso libre, de lo culto a lo popular, de los epigramas a la enumeración caótica, esta última por cierto, una parodia al aleph borgiano: “Vi el revés de las superficies rugosas de la Tierra, vi la ex cama de mi ex mujer de mi ex cuarto en un callejón sin salida”. Y no es el único homenaje, el título del libro es tomado de El libro de los ojos, de  Alhazen Ibn al-Haytham, el padre de la óptica moderna. Homenajes, parodias, versos memorables: este libro es una fiesta de palabras y uno de los más bellos presentado por una editorial que se caracteriza por sus bellas ediciones. 

Como toda saga, llega a su final y Nicolás, el último de la estirpe Cruz, parece haber encontrado la respuesta: “Pues tarde o temprano, en la luz propia, /Cuando todos los demás siguen de largo /Con su crac crac crac de viejos, /lo único que queda por hacer, porque funciona /es verse a uno mismo cara a cara”. 

Este es un libro gozoso que exalta el amor al lenguaje. Me imagino su gran utilidad para la madre o el padre colombiano que, en el extranjero, necesita inculcar a sus hijos pequeños la música de su idioma nativo a través de rimas. Curioso país el nuestro, país de contrastes, que continuamente nos sorprende con lo malo y con lo bueno. En el mismo mes en que se publica Que la paz sea contigo, de Roy Barreras, aparece El libro de los ojos, de Ricardo Silva. A la vez, el insulto y el desagravio a la poesía. Bueno, al menos sigue existiendo la justicia poética, ya la única que nos va quedando.