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MUSICA

Del buen uso del idioma

Nuevos discos de Serrat y Sabina, artífices del mejor castellano que pueda escucharse en la música actual.

Juan Carlos Garay
16 de febrero de 2003

Hay una canción rara, entrometida, en el nuevo disco de Joan Manuel Serrat. Insiste con el estribillo "qué sería de mí sin ti", que es una frase de cajón perdonable en cualquier tema pop pero no en la obra del catalán. Sobre todo porque no estamos hablando de cualquier letrista, estamos hablando del hombre que escribió Mediterráneo.

Pero hay también momentos muy buenos como el rezo al 'Señor de la noche', que es una especie de dios que permite que la gente ligue en los bares. O la descripción atinada de ese viaje en metro (en su defecto, imagínese usted Transmilenio) en que los pasajeros "de reojo se miran, de lejos se tocan, se huelen, se evitan, se ignoran, se rozan".

Los estribillos simples logran popularizar una canción rápidamente, pero sólo el buen uso del idioma la hace memorable. Eso nos lo enseñó Serrat hace mucho tiempo; se lo enseñó a los incipientes músicos que hacían los primeros intentos de rock en español, a los cantores de protesta en cierne e incluso a los aprendices de poeta. A todos sus oyentes nos enseñó el deleite del castellano, que con inspiración y buena métrica es música en sí mismo. Su álbum Versos en la boca no trae nada nuevo: la pluma impecable es su rúbrica de siempre.

Luego de tantos años le han salido a Serrat discípulos díscolos que, a la luz de hoy, parecen aventajarlo. El más encantador y el más canalla se llama Joaquín Sabina, y acaba de publicar un álbum también. Desde la carátula sabemos que es la antítesis de Serrat: allí donde el catalán se muestra amigable y abraza su guitarra, el madrileño nos ofrece una imagen de pendenciero malherido. Acaso quiere representar los golpes que le ha dado la vida y que de paso le han ido afilando la pluma.

Hace poco más de un año Sabina estuvo a punto de morirse. Sufrió un infarto cerebral leve que se lo llevó durante unas horas. A los pocos días aparecía en televisión aturdido, flaco, rapado. Con cara de mala hierba le anunció a sus seguidores que "no habrá disco póstumo" y se puso a trabajar en las canciones de Dímelo en la calle.

Así que era obvio buscar en el disco alguna alusión a su experiencia del más allá. Pero el canalla se salió con la suya. En un verso confiesa sin vergüenza que "olvidé la lección a la vuelta de un coma profundo". Y en otra canción se jacta de no haberse dejado ganar este round de la muerte: "A mi cita fui pero el horizonte se había cansado de esperar; me llamó San Pedro por mi nombre y no le quise contestar".

Sabina es un gato de siete vidas que ya ha perdido algunas, y cada vez sus letras van cambiando. Ahora son menos lógicas, más libres. A lo largo del disco van desfilando personajes maravillosos como un grupo de secretarias que lloran lágrimas de plástico azul, un novillero poeta con su mujer, Buñuel, Chopin, Fito Páez y un coro de Babel donde desafina un español.

Todo este ambiente exuberante lo va pintando Sabina sin descuidar rima ni métrica. Uno puede imaginarse una versión bohemia y malsana de Fray Luis de León: un poeta que usa la misma cadencia pero habla de vicios, no de virtudes. Sabina perdió la inocencia, conoce la calle, se enfrenta a la muerte y siempre tendrá un verso sarcástico para contestar. Sabe que lo suyo no es componer estribillos fáciles sino exprimir el diccionario, busca siempre la manera más fascinante y más canalla de decir las cosas. No tiene la serena madurez de Serrat pero es de los suyos: escribe cada estrofa en buen castellano.