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El águila solitaria

La historia de Estados Unidos contada por Paul Johnson.

Luis Fernando Afanador
29 de octubre de 2001

Paul Johnson
Estados Unidos (La historia)
Javier Vergara Editor, 2001
879 paginas

El 11 de diciembre de 1620 un viejo barco carguero, el Mayflower, atraca en New Plymouth, más tarde conocida como Massachusets. En él venían un grupo de calvinistas ingleses, algunos de ellos exiliados en Holanda por sus creencias y por negarse a reconocer los mandatos de Roma. Venían a Norteamérica en busca de libertad religiosa. Se veían a sí mismos como una comunidad y claramente se consideraban diferentes a los anteriores colonos dado que su propósito no era hacerse ricos sino crear el reino de Dios sobre la Tierra: “Debemos considerar que seremos como una ciudad sobre una colina, los ojos de todo el mundo nos miran”.

Este es el acontecimiento fundacional más importante de la historia norteamericana. Un acontecimiento nada difícil de detectar: la historia de Estados Unidos —nos recuerda Paul Johnson— comienza en la época de la historia escrita. Lo cual quiere decir que no puede ocultar, como otras naciones, el oscuro pecado de sus orígenes. Ahí están, a la vista de todos, su despojo a los pueblos indígenas, su enriquecimiento con el sudor y el dolor de los esclavos. Por eso iba a necesitar otro ‘acontecimiento fundamental’ para convertirse en una nación, un ‘contrato’ que los hiciera norteamericanos. Y será la guerra civil —no la Declaración de Independencia— la que verdaderamente lo consiga. Después de aquella cruenta guerra ya no pueden ignorar que si se aplica el espíritu de la Constitución hay que garantizarles a todos los habitantes —blancos o negros, ricos o pobres— la igualdad ante la ley.

Como sabemos, este sigue siendo un ideal que aún no acaba de cumplirse. La desigualdad económica que disminuyó entre 1929 y 1969, comenzó a aumentar de allí en adelante y la brecha ha seguido incrementándose. Hoy en día los norteamericanos económicamente solventes son los que más votan y los que más posibilidades tienen de llegar al Congreso. No obstante, lo que compensa todas sus contradicciones —cree Johnson— es precisamente la formación de una sociedad fundada en la búsqueda de la justicia y la imparcialidad.

Demasiados problemas que terminarán por resolverse: el punto de vista de Johnson es el de una fe absoluta en el experimento democrático norteamericano. Su libro es crítico, pero siempre desde la perspectiva de ese país. Los otros países sólo existen como obstáculos o ayudas para alcanzar sus nobles fines. Para él, por ejemplo, la bomba atómica sobre Hiroshima estuvo bien, era lo que había que hacer para acabar la guerra contra el Japón. Punto. Sin ningún asomo de culpa o de reflexión. Su historia, no cabe duda, es la versión de los vencedores.

Ya con esa claridad con esa salvedad se vuelve un libro bastante interesante. Pueden llegar a entenderse muchas cosas, entre otras, la sincera incredulidad de la mayoría de los norteamericanos ante los atentados del 11 de septiembre. ¿Cómo alguien puede odiarlos de esa manera, desearles tanto mal? Una parte muy arraigada en ellos busca el aislamiento, los bosques primitivos, la soledad. No por azar Andrew Wyeth, uno de sus mejores pintores, es un retratista de la privacidad. Es el mundo, no su imperialismo, el que desde la Segunda Guerra Mundial siempre los ha llamado a defender la libertad. Son autistas.

Tal vez ese liderazgo sin convicción explique la torpeza de sus intervenciones. En 1963 el presidente Kennedy autoriza un golpe de Estado y el asesinato de Diem, el más capaz de los dirigentes vietnamitas que hubiera podido evitar la guerra. “El peor error que hemos cometido”, diría después Lyndon Johnson. En 1990 presionado “enérgicamente” por la señora Thatcher, George Bush inicia la ‘Operación Tormenta del Desierto’ que luego de muchos aspavientos dejó intacto el poder militar de Saddam Hussein. Una larga lista de errores, esos sí, “infinitos”. A partir de Eisenhower —otra aterradora conclusión de este libro—, el nivel de los presidentes norteamericanos ha dejado mucho que desear. Bush, hijo, no parece ser la excepción.