Home

Cultura

Artículo

EL OTOÑO DE UNA PAREJA

7 de junio de 1982

Reunir a dos instituciones de la interpretación cinematográfica y teatral de los últimos años como son Katherine Hepburn y Henry Fonda para una película centrada en personajes al final del camino, no debe ser tarea nada fácil. Sobre sus grandes y obviamente menguadas capacidades, pesa no sólo la necesidad de sobreponerse a sus más inmediatas dolencias mal de Parkinson en ella y deficiencia cardiaca en él (por citar solo las más publicitadas), sino también el requerimiento de construir caracteres inmisericordemente obsesionados con la proximidad de la muerte. Añadámosle a todo esto la aparición de una hija en feliz añejamiento que no las tiene todas consigo, y mucho menos con su padre, para encontrar a nuestros delicados personajes embarcados en una aventura que abandona rápidamente los hechos y se hace al despropósito.
Los años dorados, es, sin duda, un proyecto audaz aunque una película modesta. Buena parte de los siete millones y medio de dólares invertidos en su realización debió parar en las arcas de las compañías que aseguraban la participación de sus achacosos protagonistas. Haciendo caso omiso de la cábalas tejidas sobre la finalización del rodaje, lo cierto es que se ha difundido recientemente la estadística sobre el envejecimiento progresivo del público americano. Los datos, a su vez, se refuerzan con el tipo de filmes galardonados en la última entrega de Oscares, tres de los cuales, es sabido recayeron sobre la película de hoy.
Se afirma que para finales de la presente década el 42% del público americano tendrá más de 35 años. Es más, aproximadamente 51 millones de personas en los Estados Unidos sobrepasarán la barrera de los 55 años. Y aunque el gélido panorama de las cifras debe tener cavilando a más de uno de los responsables de ese Fénix intermintente en que se ha convertido la industria filmica norteamericana, acerca de las características futuras de los destinatarios de sus próximas producciones, la cuestión trasciende desde ya una simple proyección de mercado. Un contingente consumidor de las proporciones descritas, asediado permanentemente por los arquetipos del telefilme, mejor aún, de los seriales televisivos, puede acceder sin mayor tropiezo a ese producto híbrido entre los dos medios cuya única diferencia, no muy sustancial, por cierto, es, en el caso del cine, la pantalla grande y una que otra licencia temática respecto al entrenamiento domestico. Así como la televisión viene estableciendo pautas clarísimas acerca de su especificidad en tanto medio y lenguaje, el cine, el buen cine ha dejado muy en claro y desde hace años su condición de perenne renovación artística. El asunto, entonces, no reside en la temática, mucho menos en que si esta sea adulta, infantil o juvenil, sino en el tratamiento que se le otorgue a una historia en concreto.
Mark Rydell, el director de la película que motiva esta nota, es una esporádico actor (Don Siegel y Robert Altman dan fe de ello) y realizador ("El Zorro", "Los Cowboys", "Los Truhanes" y "Harry y Walter van a Nueva York") de oficio. El éxito de su último filme, "La Rosa", seguramente fue la vía para este ambicioso proyecto. La cinta está basada en la obra de Ernest Thompson, joven dramaturgo cuya adaptación le mereció por parte de la Academia el Oscar, razón de más para explicarnos su típico estilo play llevado al cine. Lo cual en principio no importaría, dada la trayectoria de sus actores principales. Sin embargo, especialmente en el caso de Norman (H. Fonda) el obcecado viejo gruñón que se le impone, hace que su actuación aparezca por momentos forzada, caricaturizada. No tanto la lúcida vitalidad de Ethel (Katherine Herpburn), demasiado diplomática a veces. La incondicional veneración que profesamos a Jane Fonda (Chelsea, en el filme) no impide que impugnemos su impostado conflicto, su angustia mecánica. Y así podríamos mencionar el deliberado papel catalizador de Bill Jr. (Doug Mckeon) y la inane aparición de Bill Sr. El tratamiento del que habláramos más arriba queda limitado a la caracterización de los personajes ya que estos se convierten en comodines destinados de antemano a un "planteamiento-nudo-solución" de algo que acaso es una historia ya contada. No sorprende. A Bergman no le satisface del todo su excelente "Fresas salvajes"; ¿qué diremos entonces del "Se acabó el verano" de Rydell?