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EL VIEJO Y LOS TOROS

SEMANA reproduce apartes del recientemente publicado libro de Hemingway sobre la rivalidad entre Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez

26 de agosto de 1985

Considerado como la resurrección de Ernest Hemingway, este nuevo libro cuya primera parte se publicó en forma de reportajes taurinos hace 25 años en la revista Life, recrea no solamente las capacidades periodísticas del escritor norteamericano sino también su concepción de la tauromaquia. Desde "Muerte en la tarde" ya describía y hacía reflexiones acerca del mundo que incluye la relación del torero con el animal, ambiente que siempre le produjo fascinación. A continuación reproducimos un fragmento que trata de la gran rivalidad de los dos toreros más sobresalientes de la postguerra: Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez:
"Durante dos días llovió por la mañana en Bilbao y luego el tiempo se aclaraba en el momento de la corrida. El ruedo de Bilbao se desagua bien y los que lo construyeron sabían la clase de clima que tienen y el tipo de arena que necesitaban. Ese día el suelo estaba húmedo pero no resbaloso, aun cuando al mediodía pareció que la lluvia obligaría a suspender la corrida. Por último salió el sol y empezó a hacer un calor pesado y húmedo.
Luis Miguel estaba mejor como consecuencia del tratamiento de Tamames pero se hallaba triste y preocupado. Ese día, el año anterior, su padre había muerto de cáncer después de atroces sufrimientos y Luis Miguel pensaba en eso y en otras cosas. Estaba tan amable como siempre y se notaba más apacible ante la adversidad. Comprendía cuán cerca había estado de perder la vida cuando actuó con Antonio en las últimas corridas importantes. Sabía que estos Palhas no eran nada parecidos a los viejos Palhas, super Miuras, y sabía que esa ciudad no era Linares. Pero se estaban acumulando demasiadas cosas y la suerte empezaba a fallarle. Una cosa era vivir para ser el número uno en su profesión y que esa fuese la creencia esencial de su vida, y otra cosa era estar a punto de perder la vida cada vez que salía a demostrarlo y saber que sólo sus amigos más ricos y poderosos, varias mujeres hermosas, y Pablo Picasso --que no había visto una corrida de toros en España desde hacia veinticinco años-- todavía lo creyesen. Lo importante era que él mismo lo creyese. Los demás podrían volver a creerlo si lo creía él y era capaz de trasformarlo en realidad. Lastimado y herido como estaba, ese no era un buen día para hacer una realidad de ello. Pero lo intentaría y tal vez se repitiera el milagro de Málaga El primer toro de Luis Miguel salió velozmente. Se trataba de un bello ejemplar, con buenos cuernos, y parecía más grande de lo que era. Luis Miguel lo recibió con la capa e hizo varios lances buenos. Su primer quite fue excelente. La pierna mala no parecía molestarlo para nada, pero cuando se acercó a la barrera tenía aspecto triste. Dirigó cada una de las fases de la lidia y colocó al toro justo afuera de la línea blanca para que embistiera a los picadores.
Trabajó de cerca al animal con la muleta y ejecutó unos derechazos. Los pases mejoraron a medida que avanzaba la faena, y adquirió gran confianza en el toro. Yo seguía con la mirada, lleno de preocupación el juego de sus pies, pero todo parecía marchar bien. Luis Miguel tomó la muleta con la mano izquierda y ligó una serie de naturales. Para cualquier otro matador eran buenos pero no se parecían a los de Málaga y sólo aplaudió la gente de las localidades caras, que también pidió música. Luis Miguel hizo, y muy bien una serie de pases de perfil como los que popularizó Manolete. Luego fijó al toro con un par de pases en redondo que le hicieron levantar la cabeza y lo hipnotizaron, y entonces se arrodilló frente al animal dentro de la "zona libre", a tres metros de distancia del toro, donde éste no puede enfocar con sus ojos un objeto en el suelo si su cabeza, por poco que sea, está levantada.
A una parte del público le gustó, a la otra no. Antonio había conseguido quitarles temporalmente el gusto por ese tipo de cosas. Luis Miguel se puso de pie sin tener que usar el palo de la muleta como apoyo; la pierna se estaba portando bien. Parecía tener los labios apretados y estar desilusionado. Entró a matar bastante bien y directamente. Aunque el estoque había penetrado bastante alto el toro comenzó a sangrar por la boca y no se concedió ninguna oreja. A mí me pareció que el estoque estaba bien colocado, pero con frecuencia sale sangre por la boca aun cuando se secciona una arteria con una estocada alta. El público aplaudió mucho y Luis Miguel salió a saludar. Estaba sombrío y serio. Pero no era por la pierna, pues si no hubiera estado bien, nunca se hubiese puesto de rodillas. A pesar de las bromas que habíamos hecho acerca de los rayos ultrasónicos, éstos parecían haber reducido la inflamación. No se advertía su característico dominio sobre el toro ni la gracia fácil y la fluidez típicas de su trabajo y tenía una tristeza contagiosa. No era sólo la pierna. Era algo mucho peor.
Salió el toro de Antonio. Era casi idéntico al de Luis Miguel y aproximadamente del mismo tamaño. Era bueno de ambos lados y Antonio reanudó con él lo que había interrumpido el día anterior. Era la misma hermosa y majestuosa faena con la capa que habíamos visto toda la temporada y se podía sentir cómo volvía el entusiasmo en el murmullo de la multitud, entre los gritos repentinos. El toro se mostró bravio con los caballos pero una vez, cuando volvió a embestir, uno de los muchachos de Salas entró con la puya en el mismo lugar en que había dado antes. Era difícil que no ocurriera eso porque la primera vez había entrado en el lugar correcto. Pude ver que Antonio estaba furioso porque ello podía significar una multa y había dado orden a los picadores de que fuesen especialmente cuidadosos.
Después de un par de banderillas pidió permiso para tomar el toro con la muleta. Antonio lo dejó acercarse para guiarlo con la muñeca moviendo la tela a la velocidad exacta que le permitiría realizar una serie de naturales ceñido, lentos, perfectos. En el último pase los cuernos casi le rozaron el pecho: observé cómo el paño rojo pasaba por las astas y luego descendía lentamente hacia el cuello, las paletillas, el lomo y el rabo. Antonio clavó el estoque hasta el pomo. Lo colocó bien, tal vez unos cuatro centímetros a la izquierda del punto preciso, y quedó de pie frente al animal con la mano derecha en alto, mirándolo con sus oscuros ojos de gitano; agitó la mano en señal de triunfo y echó el cuerpo hacia atrás con arrogancia, pero siguió observando como un cirujano al animal, cuyas patas se estremecieron antes que se desplomara. Luego se volvió hacia el público. La mirada escrutadora había desaparecido y en su rostro se reflejaba la felicidad.
Un torero nunca puede ver su obra de arte. No puede corregirla como el pintor o el escritor. No la puede escuchar, como el músico. Sólo puede sentirla y oír la repercusión que tiene en el público. Cuando siente su obra y sabe que es grande, ésta se apodera de él y nada más importa.
Hay un domino mutuo entre el matador y su obra, y cuanto más hermosa es ésta y más cerca, lenta y clásicamente trabaje él, más peligrosa resulta. Pero su confianza se acrecienta al aumentar su destreza. Mientras está realizando su obra de arte, sabe que debe mantenerse dentro de los límites de su habilidad y de su conocimiento del animal. Los matadores que dejan ver que están pensando en esto son considerados fríos. Antonio no era frío y el público ya le pertenecía. Levantó los ojos hacia la multitud y le hizo notar, modesta aunque no humildemente, que lo sabía, y mientras daba la vuelta al ruedo con la oreja en la mano, contempló a los distintos sectores del público de Bilbao, ciudad que amaba. La gente se ponía de pie a su paso y se sintió feliz de que el público le perteneciera. Miré a Miguel, que estaba junto a la barrera, y me pregunté si ese sería el día o si ocurriría más adelante.
Los tres matadores fueron hasta el palco presidencial para presentar sus respetos a doña Carmen Polo de Franco. Luis Miguel, que es amigo del yerno del Generalísimo y sale a cazar con el jefe de Estado, había enviado sus saludos y sus excusas. Pero su pierna estaba lo suficientemente bien como para permitirle subir al alto palco. O si no lo estaba subió de todos modos. El toro siguiente le tocaba a él.
Era negro, un poco más grande que el primero. Sus cuernos eran buenos y entró con vigor y bien. Luis Miguel salió con la capa e hizo cuatro lentas y tristes verónicas y luego rodeó su cintura con el animal en una media verónica. El toro negro lo rodeó tan bien y tan lentamente que resultaba tan oscuro y triste como la banda de luto que Miguel había llevado en el brazo durante todo el año por la muerte de su padre.

Pero Luis Miguel no permaneció triste. Una de sus virtudes ha sido siempre saber cómo dirigir la lidia y coordinar cada movimiento. Iba a sacar el mayor partido posible de este toro, y así lo tomó con la capa y lo inmovilizó en el lugar exacto desde donde quería que embistiese al picador. Este se adelantó, citó con la vara y el toro arremetió. El jinete picó cuando el animal embistió al caballo y pareció rectificar la posición de la pica cuando el toro embistió de nuevo. Luis Miguel le quitó el animal de encima y ligó cuatro lentas y tristes verónicas con un remate solemne. Luego regresó con el toro a fin de dejarlo otra vez en posición para embestir. Es una de las maniobras más simples del toreo y la había practicado miles de veces. Quería darle un capotazo que lo dejara parado con las patas anteriores fuera del círculo pintado. Pero al moverse cerca del caballo, de cara al toro y de espalda al picador, que mantenía la vara extendida, el animal arremetió contra el caballo y Luis Miguel quedó en la trayectoria de la embestida. El toro, sin prestar ninguna atención a la capa, hundió su cuerpo en el muslo de Luis Miguel y lo lanzó violentamente contra el caballo. El picador lo lanceó mientras Luis Miguel estaba en el aire. Pero el toro cogió a Luis Miguel aún en el aire y cuando cayó lo corneó varias veces sobre la arena. Como siempre, su hermano Domingo había saltado la barrera para sacarlo. Antonio y Jaime Ostos habían entrado en el ruedo con sus capas para alejar al toro. Todo el mundo sabía que era una cornada profunda y seria y parecía que había llegado al abdomen. La mayoría pensó que se trataba de una herida mortal. De haberlo cogido contra el peto del caballo casi seguramente lo habría sido y el cuerno probablemente lo hubiera atravesado. Luis Miguel tenía el rostro gris cuando lo llevaban por el callejón, se mordía los labios y había cruzado las manos sobre la parte inferior del abdomen.
No se podía llegar a la enfermería desde donde nosotros estábamos y la policía no dejaba entrar a nadie en el callejón, de manera que me quedé ahí mientras Antonio se hacía cargo del toro de Luis Miguel.
Lo corriente, cuando un toro ha infligido a un matador una herida tan grave, tal vez mortal, como parecía ser ésta, es que el matador que hereda el toro lo despache lo más pronto posible. Antonio no se atenía a eso. Era un toro bueno y no iba a desperdiciarlo. El público había pagado para ver a Luis Miguel y Luis Miguel había sido eliminado de una manera estúpida. Este era su público. Si no tenían a Dominguín, podían tener a Ordóñez.
Prefiero pensar que fue así o que estaba cumpliendo el contrato de Luis Miguel por él. De todos modos, no sabiendo cuán seria era la herida, excepto que estaba localizada en la parte superior del muslo derecho y que era muy mala, salió con los nervios tan tranquilos y calmados como los había tenido con su último toro y trabajó al animal que acababa de herir a Luis Miguel, tranquila, hermosa e imponentemente. Sonaron los aplausos y la música, y Antonio, entusiasmado, comenzó a ligar esos pases increíblemente cercanos. Hizo una faena excelente, mató enseguida y entró bien, pero la espada quedó a unos cinco centímetros del punto adecuado. La multitud aplaudió pero él sabía que había apuntado hacia donde lo hizo para matar rápido y no estaba contento ni orgulloso. Lo compensaría con el próximo toro.
De la sala de operaciones llegó la noticia de que la herida era en la parte baja de la ingle, del lado derecho, en el mismo lugar que la de Valencia. Subía hacia el abdomen pero aún no se sabía si había perforación. Luis Miguel había sido anestesiado y lo estaban operando.
Salió el toro. de Antonio. Era el más grande hasta ese momento. Tenía buenos cuernos y salió como si no valiese nada, mirando a su alrededor y trotando, Juan le ofreció el capote y el animal se apartó y rápidamente saltó la barrera hacia el callejón por donde se abrió camino a golpes y cornadas hasta que el portal abierto le permitió regresar al ruedo. Pero cuando aparecieron los picadores se mostró bravío al embestir a los caballos. Los picadores lo mantuvieron a distancia hábilmente y el toro hizo fuerza bajo las picas escarbando con sus pezuñas y empujando contra la punta de acero. Antonio entró al quite con la capa y se lo pasó como si fuera un toro sin defectos. Estaba midiendo su velocidad de embestida al milímetro, ajustando el capote a ella y tomando dominio del animal. Pero para el público los lances tenían el mismo aspecto de los giros de antes lentos, mágicos, y sin esfuerzo. Cuando Jaime tomó al toro con la capa, se advirtió que el animal se distraía, que podía resultar peligroso si no se le dominaba por completo. Antonio estaba dominándolo, enseñándolo corrigiéndolo.
En banderillas se pudo ver cómo el toro podía aprender a ser difícil y peligroso y me pareció que empezaba, derrumbarse. Toleré lo mejor que pude, pero sudando, la demora de Antonio en tomar la muleta y el estoque. Pude ver que él también estaba su dando, si bien desde mi asiento no podía oír lo que les decía a Ferrer y Joni.
El toro le gustaba a Antonio a pesar de la forma en que se había comportado con los banderilleros, y al salir con la muleta ya sabía todo lo que se podía saber de él. Lo citó extendiendo la muleta con la espada para darle un derechazo y atrajo hacia su pecho tres veces la mole íntegra de animal sin mover los pies. No era uno de esos toros con los que cualquier matador pudiese esperar hacer una buena faena, pero Antonio conocía el secreto de su tempo y de sus distancias y sabía cuál era exactamente su capacidad de visión y cómo trabaja para dominar y vencer sus indecisiones y su nerviosismo.
Mientras el público se maravillaba y gritaba, estallando a cada pase y aplaudiendo al final de cada serie, Antonio, mientras la música sonaba, condujo el toro que había dado la impresión de ser sólo grande, nervioso, torpe y no valer nada, a través de un proceso completo de todo lo clásico y hermoso que un hombre puede hacer con un toro bravo. Ya ni se veía luz entre él y el animal cuando los cuernos pasaban junto a su cuerpo. Atraía al toro a la velocidad que éste elegía y el dominio de su muñeca sobre la colgante tela roja formaba un plástico conjunto cuando la enorme mole y la erguida y flexible figura se unían y completaban su giro. Entonces agitó la muñeca incitando al pesado toro negro que llevaba la muerte en sus cuernos a pasar de nuevo junto al pecho en la última y más peligrosa y difícil de todas las suertes. Viéndole repetir una y otra vez el pase de pecho me di cuenta de lo que haría. Daba la sensación de ser una obra maestra en la música y de que él componía un poema con el toro. Pero no era todo. Estaba preparando al animal para darle muerte recibiendo.
Era todo lo que le restaba por hacer en Bilbao. Lo demás ya estaba hecho Había llevado el arte del capote a un punto de perfección y emoción que yo no hubiera creído posible. Su faena con la muleta fue tanto o más hermosa y efectiva que la de cualquier torero en el pasado. Había matado bien, bastante bien, y en el caso del último toro de Luis Miguel, no muy bien.
Dos veces se había aprovechado de una ventaja para matar. Lo que le quedaba por hacer después de esta faena --que mantenía hipnotizado al público como si fuera lo único que existiese en el mundo y como si los pases fueran intemporales-- era dar muerte en gran estilo.
La manera más extraordinaria de matar, si el toro todavía puede embestir, es recibiendo. Es la más antigua, la más peligrosa y la más hermosa, puesto que el matador en vez de ir hacia el toro se queda inmóvil, provoca la embestida, y cuando llega el animal lo hace pasar por la derecha con la muleta mientras clava la espada entre las paletillas. Es peligrosa porque si la muleta no domina, al toro perfectamente y éste levanta la cabeza, el matador recibe la cornada en el pecho. La cornada corriente cuando se entra a matar y el toro levanta la cabeza es en el muslo derecho. Al matar recibiendo, el hombre debe esperar a que el toro se acerque tanto, que si espera de cuatro a cinco centímetros más de lo debido, recibirá una cornada. Si se inclina hacia afuera o si da al toro una salida demasiado abierta al mover la muleta, la espada entrará de soslayo. "Espera hasta que esté a punto de alcanzarte" es el axioma para matar de este modo. Hay pocas personas que puedan esperar y que tengan además una mano izquierda capaz de guiar al toro en forma adecuada. Básicamente, en lo que respecta al toro, es lo mismo que el pase de pecho y por eso Antonio estaba preparándolo con tales pases y se estaba asegurando de que todavía tenía el empuje suficiente para seguir la tela, y que no levantaría la cabeza ni se detendría ni titubearía en la mitad del encuentro. Cuando vio que el toro estaba listo y entero, lo situó frente a nosotros y se preparó para darle muerte.
En los largos viajes nocturnos habíamos hablado sobre esta manera de matar y habíamos convenido en que para Antonio, con su mano izquierda, era fácil. Lo único que lo hacía difícil era el posible costo: un cuerno --como una daga del diámetro de un palo de escoba-- metido en el pecho y empujado por músculos capaces de levantar y arrojar lejos un caballo, o astillar los tablones de cinco centímetros de la barrera. A veces las astas tienen tales puntas que pueden rasgar como una navaja el forro de seda de la capa, a veces están astilladas de manera que una herida causada por ellas puede ser tan ancha como una mano. Resulta fácil si es capaz de verlas venir directamente hacia uno y quedarse inmóvil sabiendo que hay que esperar hasta que con seguridad lo alcancen a uno en el pecho en caso de que, al sentir entrar el acero en su cuerpo, el animal levante la cabeza. Por supuesto era fácil; en eso estábamos de acuerdo.

Antonio se irguió, apuntó con la espada y dobló la rodilla izquierda al mismo tiempo que agitaba la muleta ante el animal. El enorme toro embistió y la espada tocó hueso, arriba, entre las espaldillas. Antonio se apoyó sobre el toro, la espada se arqueó; el grupo que debió ser una mole única se deshizo y el movimiento de la muleta alejó al animal.
Nadie en nuestro tiempo cita dos veces recibiendo. Esto pertenece a los tiempos de Pedro Romero, ese otro gran torero de Ronda que vivió hace doscientos años. Pero Antonio tenía que matar de este modo mientras el toro pudiese embestir. De manera que volvió a cuadrarlo, apuntó con la espada, lo invitó de nuevo con la pierna y el trapo y lo atrajo hacia donde aquél tendría que alcanzarlo si levantaba la cabeza. Otra vez la espada dio en el hueso, otra vez el grupo se confundió y se deshizo y otra vez la muleta dirigió los cuernos y al gran toro íntegro hacia un lado.
El animal estaba ahora más lento pero Antonio sabía que podía contar con otra embestida limpia. El tenía que saberlo pero nadie más lo sabía, y la multitud no podía creer lo que estaba presenciando. Todo lo que Antonio tenía que hacer con este toro para lograr un gran triunfo era clavarle una espada discretamente, sin exponerse demasiado. Pero iba a pagar por cada uno de los toros con que, durante toda su carrera, se había aprovechado de una ventaja al matar, y eran muchos. A éste le había dado dos posibilidades de cornearlo en el pecho y ahora le iba a dar una tercera. Podría haber hundido el estoque un poco bajo o ladeado cada vez que el toro embistió y, como lo hacía recibiendo, nadie se lo hubiera reprochado. Sabía cuál era el punto blando y vulnerable en que podía pinchar y causar buena impresión, o una impresión regular, o no mala, en todo caso. Ese es el modo de matar por el que se conceden más trofeos en estos tiempos. Pero al diablo con eso hoy. Iba a pagar por cada una de las ventajas de las que se había aprovechado.
Cuadró al toro y la plaza estaba tan silenciosa que pude oír el ruido que hizo detrás de mí, al cerrarse, el abanico de una mujer. Antonio apuntó con la espada, echó hacia adelante la rodilla izquierda, movió la muleta hacia el toro y cuando éste arremetió, esperó hasta el momento justo en que los pitones lo alcanzarían y entonces metió la punta de la espada y el toro avanzó empujando contra ella, con la cabeza baja, siguiendo el trapo rojo. La palma de Antonio empujó el pomo y la hoja se deslizó hacia adentro lentamente, bien arriba, justo en la cima de los omoplatos. Los pies de Antonio no se habían movido. El toro y él eran una mole compacto y cuando la palma de su mano tocó la parte superior del cuerpo negro, el asta ya había pasado cerca de su pecho y el toro estaba muerto. Pero el animal no lo sabía aún y observó a Antonio que permanecía de pie delante de él con su brazo en alto, no en actitud de triunfo sino como si estuviera despidiéndose. Yo sabía en qué estaba pensando, pero por un minuto me fue difícil verle la cara. El toro tampoco podía verle el rostro, pero era el amistoso rostro del muchacho más extraño que he conocido y que por una vez revelaba compasión en el ruedo, donde no hay lugar para ella. Ahora el animal supo que estaba muerto, las patas le flaqueaban y sus ojos estaban vidriosos mientras Antonio lo observaba caer...