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EN LA FRONTERA DE LAS DEFINICIONES

Alvaro Barrios es uno de los artistas más audaces de los últimos 50 años.

30 de septiembre de 1996

La exposición que presenta Alvaro Barrios en la galería Garcés Velázquez constituye una de las muestras más agudas que se han visto en tiempos recientes, y pone al descubierto la continua renovación que ha tenido lugar en la obra de este artista costeño, uno de los protagonistas en el desarrollo de las artes plásticas colombianas de los últimos decenios. Barrios sorprendió a la crítica a finales de los años 60 con dibujos de una habilidad impresionante que llevaron a Marta Traba a considerar que un tercer premio en su primera presentación en el Salón Nacional (1969) no le hacía justicia, y que pese a su juventud se le debía otorgar el primer premio. Desde ese entonces, sin embargo, el artista empezó a luchar contra su innata pericia, contra la elocuencia de su línea y su inclinación hacia la estética, cargando sus trabajos con conceptos cada vez más audaces. Incursionó primero en el arte visceral, y empezó poco después a 'construir' dibujos tridimensionales que ubicaba en cajas cuestionando la bidimensionalidad tradicional del medio, y controvirtiendo su ortodoxia, puesto que hilos, algodón, escarcha y pequeños muñecos y animales de plástico poblaron los espacios y conformaron escenas relacionadas con cuentos de hadas, esoterismo y ciencia ficción. Si a lo anterior se añaden la realización de grabados populares a través de los periódicos, y la construcción de espacios ambientales, es perfectamente claro que su obra se mantenía en la frontera de las definiciones, como correspondía cuando imperaba la dictadura del estilo. Lo extraordinario, sin embargo, es que una vez evidente el fin del modernismo e impugnados sus pilares vanguardistas, la obra de Barrios no se hubiera hecho obsoleta como la de tantos artistas inclusive de generaciones posteriores, sino que -sin haber cambiado de argumentos ni modificado sus objetivos- hubiera encajado de manera tan justa en los designios del arte más reciente. No en balde sus dos grandes influencias habían sido: el surrealismo que -gracias a la dependencia del inconsciente y al desdén por conceptos tan definitivos para la modernidad como lógica, pureza y progreso- es el único de los movimientos modernos que ha sobrevivido el final de su era; y Marcel Duchamp, el gran profeta que sepultó el estilo y fue fundamental en la germinación del arte de ideas. La exposición se titula Los cincuenta caminos de la vida y está compuesta por collages que involucran temas artísticos, ilustraciones cursis y tiras cómicas (como punto de partida para lucubración) cargadas de humor y sugerencias no siempre placenteras. El fondo lo constituye la reproducción, en un afiche, de un paisaje realizado en 1892 por el maestro Francisco Antonio Cano, el cual cambia de implicaciones y carácter de acuerdo con la crueldad, ironía, o fantasía de las situaciones que le asigna Barrios. Cada collage representa uno o varios sueños, en ocasiones dramáticos, como el que muestra a Supermán, viejo, calvo y agobiado por la criptonita, enfocando una mano premonitoriamente estigmatizada; pero otras veces poéticos, como el del joven alucinado y seducido por una constelación de zapatos femeninos; y otras veces apocalípticos como el que presenta una manada de dinosaurios aplastando y reduciendo a polvo no sólo las pinceladas de Cano sino el David de Miguel Angel. Los collages ostentan en los marcos los nombres de los artistas que han estimulado sus raciocinios (Magritte, Warhol, Beuys, Koon), y contienen elaborados textos que complementan el sentido de las imágenes haciéndolas más ambiguas, irónicas o poéticas, e inclusive más incisivas como comentario artístico. En una de las obras, las tiernas indiecitas pintadas por Diego Rivera, sentadas dócilmente ante el paisaje, evocan sus respectivos sueños entre los que se cuenta el de ser del período rosa de Picasso, casarme con un hombre bueno del período azul y tener muchos hijos de la época cubista; enunciado por demás ácido si se recuerda el gran influjo del español sobre el mexicano y se compara el aporte de ambos artistas. En otro paisaje, esta vez poblado por las esculturas de Botero, una de ellas sueña que habían pasado cinco mil años y que el arte era ya una cosa olvidada: donde está hoy el Museo de Andy Warhol de Pittsburgh había un taller de automóviles, y la colección de Peggy Guggenheim en Venecia reposaba en el fondo del Canal Grande congelado permanentemente por un hombre rico que había comprado la ciudad; sin duda una premonición estimulada por el arbitrario comercio del arte y por el colapso de los valores de la modernidad. Barrios no puede sustraerse a los requerimientos de la estética y en consecuencia los collages hacen gala de tanta pulcritud y precisión como sus cajas, demostrando que maneja las tijeras con igual habilidad que la tinta y la plumilla. El artista, sin embargo, ya no lucha contra ello, sino que le saca partido a sus aptitudes como complemento a la erudición y refinamiento intelectual de su obra. En uno de estos collages Barrios se ofrece a elaborar sueños de acuerdo con las necesidades de todos aquellos que no pueden soñar, y a juzgar por la variedad, sutileza y libertad de esta exposición, no le quedaría difícil.