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HISTORIA

Los Willys: un símbolo del Eje Cafetero

Este vehículo todoterreno adoptado por el Ejército de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, es un ícono de la región. Esta es su historia en la región.

16 de mayo de 2017

*Por Juan Miguel Álvarez

El Willys es uno de los íconos más representativos del Eje Cafetero. Es común verlo en afiches publicitarios, en campañas turísticas y en cuanta cosa sirva para promocionar a esta región. Su historia puede ser la de un objeto que ya gozó de su mejor época y ahora vive del recuerdo o de su fantasma, y espera paciente que algo o alguien le traiga un mejor destino.

Su origen se remonta a la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos desarrollaba tecnología capaz de darle la victoria. Y así como llegó a crear armamento de potencia insospechada como la bomba atómica, también inventó formas de transporte que soportaran las más difíciles condiciones del clima y de la topografía. Una de esas fue el primer modelo del jeep Willys: el M-38, conocido en Colombia también como Minguerra.

Este campero resultaba ideal para avanzar por los caminos más agrestes cargando dos o tres soldados en la cabina y un cañón de ametralladora en el vuelco. Sólido y fuerte en los dos ejes, prometía no quedarse estancado en el barro acuoso. Forjado con aleaciones de hierro y acero, su latonería era capaz de resistir golpes como yunque.

A Colombia llegó al finalizar la guerra, en 1946. Por determinación del gobierno nacional, la mayoría de los ejemplares que desembarcaban en el puerto de Buenaventura iban siendo ubicados en la Región Andina, sobre todo en las áreas sembradas con café. Para ese momento, la Federación Nacional de Cafeteros adelantaba obras con las que pretendía mejorar la calidad de vida de los caficultores y dinamizar la economía. Entre ellas, la apertura de carreteras que conectaban todas las fincas productoras con las cabeceras municipales. Algunas de estas vías fueron tendidas sobre áreas planas y próximas al centro del pueblo. Otras, en cambio, fueron abiertas con dinamita y retroexcavadora a través de filos aislados de la cordillera. En ambos casos, el vehículo dispuesto para transitarlas fue el jeep Willys.

El prestigio de este campero en el país creció de la mano con la expansión y éxito del monocultivo cafetero. En los años cincuenta y sesenta, cualquier dueño de finca mediana o grande poseía uno o varios Willys para transportar la carga y moverse con su familia. Mientras tanto, el dueño de una pequeña parcela sabía que el ascenso social consistía en hacerse propietario de alguno. A finales de los sesenta los parques centrales de los municipios en Caldas, Quindío y Risaralda eran poco más que estacionamientos de Willys con parroquia.

Hoy, los Willys con suerte terminan en manos de gente pudiente que los compra para atesorarlos como pieza de colección.


La gente se organizó en torno al trabajo asociativo y dio vida a las cooperativas de transportadores. Cada pueblo, por pobre y lejano que fuera, contaba con su propia cooperativa especializada en recorrer los trayectos entre las cabeceras municipales y las veredas. Siempre en jeep Willys, salvo una que otra excepción –en Belén de Umbría, por ejemplo, predominan los Carpati–.

En los años siguientes, la gran bonanza cafetera –de 1974 a 1983–, con sus raudales de dinero, situó al jeep Willys un escalón más bajo en el estatus. Los dueños de fincas y hacendados fueron adquiriendo camperos Toyota del modelo que hoy se conoce como ‘Carevaca’ y dejaron el Willys para uso del agregado y de los empleados. En breve tiempo este campero empezó a verse viejo, rústico y anticuado. Pero como la calidad y eficiencia de su motor y la fuerza y resistencia de su chasis nunca se pusieron en duda, continuó siendo el vehículo perfecto para movilizar campesinos, café y otros productos de finca. A partir de entonces, fueron los recolectores y los agregados quienes pretendieron elevar su ascendencia social comprándose un Willys. Parecía la única forma de cambiar el trabajo de la tierra por un oficio menos agotador y más rentable: chofer de Willys.

“En ese tiempo, diga usted hace 35 años, el que fuera dueño de un ‘jeep’ de estos y trabajara transportando gente y carga de las fincas, la plata le alcanzaba para mantener el hogar, para mantener a la moza con su mamá y para enfiestarse con dos o tres novias”, me dijo hace poco Henry Lozano Pérez, uno de los más queridos conductores de Willys en Pereira.

Pero entonces sobrevino el rompimiento del pacto mundial de cuotas de café, en el verano de 1989, y los precios del grano se fueron al suelo y arrastraron consigo al bienestar general de la caficultura colombiana. La década del noventa fue de depresión y ruina, reducción del área sembrada, despoblamiento de las zonas rurales, desplazamiento de campesinos a las ciudades forzados por la pobreza, ventas a menosprecio de fincas y parcelas, y cambio de la vocación en el uso de la tierra.

Muchas fincas y haciendas con larguísima tradición cafetera fueron convertidas al turismo y a la ganadería. Si en los años ochenta podían darles trabajo a cuatro o cinco campesinos por hectárea, en la década del dos mil empleaban a uno apenas por cada cinco hectáreas. A veces más: un único empleado para una finca de diez hectáreas sin frutales, sin café, sin pancoger, una finca de puro pasto y rastrojo para engorde de ganado.
Esto, por supuesto, afectó directamente al negocio del transporte en Willys. Sin campesinos en las veredas, la demanda se fue en picada. Si en su mejor época uno se podía topar en una trocha con un Willys abarrotado de costales más 25 personas colgadas de la cabina, en estos años recientes lo común es ver estos camperos con dos o tres pasajeros. Si mucho.

La Fundación Territorio Quindío, cuya sede y origen es Armenia, ha sido casi la única entidad que se ha preocupado por estudiar y documentar el valor patrimonial de estos camperos para la región. En 2009 realizó un meticuloso recuento para determinar la cantidad de Willys activos en el Quindío y encontró que no eran más de 740. En 2015 volvió a hacer el recuento y descubrió que en esos seis años la cifra había descendido, bordeaba los 600.
En la actualidad, los jeep Willys han venido siendo usados en oficios varios. Algunos con suerte terminan en manos de gente pudiente que los compra para atesorarlos como pieza de colección o de valor histórico. Otros se encuentran adaptados como cafeterías ambulantes que se estacionan en calles cerradas o en bahías de avenidas. Unos más, aunque pocos, se ven como objetos decorativos e inmóviles dentro de restaurantes y centros comerciales. Y unos pocos han tenido el privilegio de trabajar como vehículos llamativos y tradicionales para turistas. El resto sigue guerreando su futuro como medio de transporte campesino.

Los dueños y conductores de estos últimos, sin exagerar, pueden ser los empleados más vapuleados del sector. Como hay poca demanda, las cooperativas se ven obligadas a reducir a la mitad el tiempo laboral. Es decir: un conductor de Willys solo puede trabajar día de por medio en el servicio regulado de transporte. En esos 15 días que tiene por mes no alcanza a reunir un salario de 500.000 pesos. Son pocos los que pueden pagar prestaciones sociales.

Henry Lozano Pérez está próximo a cumplir 60 años y sabe que no se va a pensionar. Me dice que logra sobrevivir porque su esposa también trabaja y viven en una casa pobre pero propia. Como no deben pagar arriendo, les alcanza para comer y vestir. Su semana empieza con 25.000 pesos. Con este dinero debe tanquear el Willys y esperar que a la vuelta de dos o tres días recupere ese plante y empiece a obtener utilidades. “Uno sale del parqueadero de la cooperativa con dos o tres pasajeros. Y si está de buenas, regresa con otros dos o tres. Pero casi siempre regresa uno con nada. Entonces, no es raro que luego de dos o tres días de trabajo uno no haya podido recuperar el plante y le toque volver a la casa sin plata y sin el carro tanqueado”.