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MEMORIAS DEL JARDIN

Con técnicas fotográficas modernas, Becky Mayer le imprime a su obra un cierto aire a lo Monet.

25 de junio de 1984

A partir del uso de película infrarroja manejada con cámaras que no tienen mayores subterfugios, y con toma de fotografías que tampoco han sido ni complicadas ni truculentas, Becky Mayer se aproxima a diferentes temas, como situaciones arquitectónicas, paisajísticas y, en ciertos casos, figurativas. Una vez frente a ellas deja que el lente capte imágenes que posteriormente, a través de un proceso de laboratorio intenso y complejo, van a quedar modificadas para poetizarse en visiones marcadas por el sentido de la nostalgia y el misterio.
El proceso de laboratorio consiste en dejar que la exposición sobre papel fotográfico actúe solamente sobre aquellos sectores donde ella aplica, brocha en mano como cualquier pintor, el líquido de revelado. Solamente esos sitios del papel quedarán impregnados de imagen. El resto de la superficie queda abierta al blanco original que se convierte en deslumbrante zona negativa, planísimo vacío, del no ver nada, de la oscuridad hecha de blanco a través del cual asoman reconocibles vistas. En parte por su carácter fragmentario y en parte también por el tema al cual se refieren, ellas se convierten en rememoradoras de situaciones pasadas que pertenecen a una realidad nunca ocurrida, por lo menos en el sentido estricto de su materialidad.
La otra técnica que utiliza Becky Mayer para realizar la obra que nos muestra en su actual exposición de la Galería Garcés y Velásquez, es el trabajo con la máquina de reproducción Xerox, que procesa las fotografías. Estas fotos también han sido tomadas con película infrarroja y traducidas a un revelado en blanco y negro. De ellas saca xeroscopias sobre papel plástico, el cual es dibujado por su cara posterior con lápiz de color, en este caso amarillo, que atraviesa el papel para dejarse ver por el lado positivo de la hoja, manchando la reproducción en blanco y negro que de por sí ya muestra las características de la película infrarroja.
Esto último quiere decir: el modo sincopado de un lenguaje plástico en stacatto, narrado por medio de una visión taquigráfica, hecha de abreviaciones en negro sobre gris y blanco, con manchas, borrones y rayones que configuran la imagen salpicada con el amarillo ácido, todo lo cual produce un conjunto descarnado, esquemático y por ello mismo contemporáneo con el que se redondea la síntesis de la imagen.
Con base a estas técnicas de fotografía, y sobre todo de laboratorio, conforma las resultantes de su proceso post-fotográfico. En su presente exposición se acerca al jardín de la casa de Giverny, donde vivió el insigne pintor francés Claude Monet durante sus últimos años. En el gran jardín de esta casa, en las afueras de París, está el estanque con sus lirios acuáticos, o nenúfares, con el puente japonés y con los sauces que lo rodean. Todos ellos, en su época, sirvieron de motivo a algunos de los cuadros más destacados de la carrera del pintor. Muchos de esos cuadros fueron sumatorios y paradigmáticos de la producción del impresionismo. Hoy por hoy, los de mayor tamaño se conservan en la casa de naranjas de las Tullerías.
Claude Monet ha ejercido una especial fascinación sobre varios artistas colombianos entre los que se debe mencionar a Beatriz González, quien con su actitud pop intenta revelar la manera de ver de la gente colombiana, a través del enfoque particular que dicha gente hace de la cultura que hasta la provincia llega desde sitios como Europa. No hace mucho la González fabricó una gran cortina plástica de baño, desmañadamente pintada con los mencionados lirios. También Ana Mercedes Hoyos ha hablado en repetidas ocasiones, sobre todo cuando pintaba su serie de las Atmósferas, de la manera en que Monet la impactaba y de cómo en su trabajo de cielos casi blancos se hacía referencia llena de veneración al trabajo del gran francés, desaparecido en las primeras décadas del siglo XX.
Becky Mayer se aproxima al tema con otra actitud y otra tecnología; con otra herramienta mental, manejada con el supuesto e implícito automatismo de la cámara frente a aquellos paisajes sugestivos. Cuando más tarde en su proceso de creación se encierra en el laboratorio para llegar a un particular sentido de la vejez, casi que de la antiguedad de la foto, genera vistas que relatan un deambular extraño por la historia del arte, como de quien desea escapar, y en efecto lo hace, hacia la fantasía particular que reinterpreta la realidad.
El enfrentamiento de Becky Mayer con la obra de Monet permite una lectura a varios niveles. Por una parte el Impresionismo, antes de ser absorbido por el consumo, fue el movimiento por excelencia de la objetividad y trató de captar la imagen física del mundo tal como se entendía que podía ser en aquel momento, por parte de artistas que desafiaban las nociones convencionales de la trascendencia e inmanencia de objetos y fenómenos. Para mostrar la mutabilidad constante y la inestabilidad de todo, los pintores impresionistas inventaron técnicas con las qué referir la visión que carecía, a propósito, de premeditación y composición, e insistía en la espontaneidad e instantaneidad perceptiva, para desprejuiciar sus opiniones. Sin embargo, la obra de Mayer está cargada de nostalgia y esta aparente contradicción con su excelente técnica en el manejo de los recursos fotográficos, y su creatividad evidente, hace que nos preguntemos al respecto de su verdadero aporte. Es posible que él mismo esté contenido en los términos con que romantiza lo que es, nominalmente, clásico.
Para decirlo con palabras más elementales, la actitud objetivista y la seguridad con que el líder de los impresionistas, Claude Monet, llevó al grupo de artistas a quienes comandaba hasta la elaboración de una nueva academia regimentada por formas estrictas y claras de comportamiento y ejecución pictórica; y de comportamiento y visión estética, queda ahora cuestionada por esta artista colombiana. Ella se pasea por el último escenario de la producción del francés, interrogando a árboles, agua, objetos, reflejos y a todo lo que cambia en la naturaleza, en términos de su curiosidad y su inquietud, para así patentizar su duda con respecto a las antiguas seguridades, que se desvanecieron en este jardín, convirtiéndolo apenas en escenario, pero que en otras tantas situaciones se vuelven a vivir a diario intentando dogmatizar la vida e impedir la articulación dialéctica con qué medir adecuadamente las experiencias.
Si la obra de Becky Mayer tiene alguna trascendencia, ella se debe a la evocación llena de añoranza con que se refiere a aquella época de inocente seguridad con respecto al si y al no, y al bien y al mal, y a la manera en que suma al romanticismo de su pregunta, la carga de los matices de la duda sobre el maniqueismo de tantas etapas de la historia. Todo ello da un considerable nivel de inteligencia al oficio con que esta fotógrafa, laboratorista, artista, manipula imágenes que en primera instancia parecen sólo referirse a los asuntos de la memoria. Sin embargo, y quizá precisamente porque utiliza la memoria como un leit motif con qué engañar a los incautos, las que produce son imágenes que mantienen significativas conexiones con la urgente realidad.