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PASELA POR INOCENTES

Violencia y cruda realidad en "Los santos inocentes", película de Mario Camus en el Festival de Cine Español.

27 de marzo de 1989

Azarías debe pasar los setenta años, ha perdido casi todos los dientes, se orina las manos para calentarse, defeca en cualquier parte y habla un lenguaje que pocos le entienden. Cuando pequeño se golpeó la cabeza y dicen que por eso ha perdido casi toda la razón, dicen, porque siempre anda entrenando urracas y búhos y ellos comen de sus manos sucias. Cuando pierde el trabajo que tenía entonces tiene que arrimarse a la choza donde su hermana, Régula,vive con el marido y los tres hijos, esclavos (la palabra sirviente sería demasiado generosa y falsa) de los ricos que tienen una hacienda a donde van dos veces al año, los ricos encabezados por la señora marquesa y sus hijos dilapidadores.
Este retrato cruel de la vida, esta mirada violenta a una situación de dependencia feudal que viene sucediendo en España desde varios siglos atrás y se perpetúa en algunas regiones campestres, forma parte de una película española que afortunadamente se estrena ahora en varias ciudades colombianas, "Los santos inocentes", dirigida por Mario Camus sobre una de las novelas más conocidas de Miguel Delibes.
Lo que más desconcierta de esta película, protagonizada por Alfredo Landa y Francisco Rabal (quienes compartieron el premio al mejor actor en Cannes), es la forma tierna pero salvaje, directa pero también alegórica como enfrenta esta historia cruel y carente de toda esperanza, la historia de esa familia miserable y sujeta a los caprichos, intereses, egoismos y vanidades de los amos, los terratenientes que han gobernado desde hace muchos siglos, cuando sus antepasados también caprichosos y débiles sujetaban con mano de hierro a sus vasallos, disponiendo de sus vidas, utilizándolos como bestias para sus diversiones, explotándolos y haciéndolos sentir más miserables de lo que son.
La película es actual pero ha podido ser ubicada varios siglos atrás. Nada ha cambiado. Nada ha mejorado. La madera, el hierro, los animales, los siervos, el agua, el cielo, los árboles, las urracas, los caballos, las perdices, las escopetas, todo es lo mismo, inmóvil contra ese azul y ese color fango que todo lo impregna.
La distinción entre amos y vasallos es dada inmediatamente. Los unos son hermosos, rubios, elegantes, hablan cuidadosamente, son falsamente amables, no ejercen el despotismo porque no lo necesitan para ser obedecidos. Los otros son morenos, contrahechos, viven en la oscuridad, comen poco, caminan en el fango y los excrementos, no se lavan ni miran a los ojos cuando hablan: es la España analfabeta, abandonada y explotada, que ha logrado sobrevivir, porque es maliciosa y conoce cuales son los mecanismos de esa supervivencia sangrienta y se burla de los amos y en el fondo también los utiliza a su manera.
Los santos inocentes son esos campesinos sojuzgados, el padre que se romperá una pierna y así será arrastrado a la cacería por ese amo cruel que sólo se obsesiona con las perdices recuperadas; la madre, paciente y dura, siempre vestida de negro, con esa niña que nació inútil y en la oscuridad emite chillidos como una pequeña bestia que sólo puede ser atendida por el tío, Azarías, para quien el cuerpo desgonzado de la sobrina es igual al de las urracas que comen de su mano y con su voz rota sólo repite una frase: "Milana bonita, Milana bonita, ¿por qué no comes?". Y están los dos hijos, los únicos que pueden escapar a ese infierno: el uno entrará a la milicia y se dejará crecer el bigote, y la otra se hará obrera en una fábrica.
Ocasionalmente se encontrarán en la ciudad, y regresarán alguna vez a la hacienda, a contemplar la destrucción total de los padres y comprobar que las cosas siguen iguales, que no cambiarán jamás, y que ellos están vivos porque dejaron a los padres, porque era la única salida.
"Los santos inocentes" es una de las historias más duras y violentas que el espectador podrá toparse en el cine. La dureza y la violencia le nacen de su actualidad, de ese realismo inmediato que se puede oler y saborear atravesando las regiones campestres españolas donde la servidumbre de los campesinos es vergonzosa y donde los señoritos de Madrid organizan paseos con el fin de contemplar a sus pobres a quienes repartirán pesetas esquivas cuando uno de los nietos haga la Primera Comunión. Entonces, única vez en el año, los miserables tendrán vino, pan, jamones y tortilla de patatas y la sensación de estarse asomando al cielo, porque los siervos retratados por Camus y Delibes son así, ingenuos y también santos e inocentes, como ese Azarias que será capaz de colgar al amo cuando dispare contra su urraca amaestrada y después contemplará la luz que entra por la ventana de su celda en un hospital mental, encerrado por quienes deberían estar con él, acompañándolo en un castigo necesariamente compartido.