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Juan Gabriel Vásquez es hoy uno de los autores colombianos de mayor reconocimiento internacional. Sus libros han sido traducidos a catorce idiomas.

LIBROS

Vida y destino en tiempos violentos

El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez recrea en la ficción una época de miedo que marcó a su generación.

Luis Fernando Afanador
25 de junio de 2011

El ruido de las cosas al caer

Juan Gabriel Vásquez

Alfaguara, 2011

259 páginas

Si uno es un joven profesor de Derecho de la Universidad del Rosario y juega en los billares de la 14, es posible que en ese ambiente cómplice "de ruido de cosas al chocar" un día conozca y termine hablando con Ricardo Laverde, un sujeto enigmático de 48 años, de piel reseca y ojos cansados. Es posible que llegue a intimar con él, pese a su reticencia y a su pasado incierto -los clientes del billar dicen que estuvo veinte años en la cárcel y acaba de salir- o por eso mismo: el joven profesor andaba con ganas de conocer el mundo real y "la vida sin doctrinas y jurisprudencias". Y por eso es posible que -estamos en la Bogotá de 1996, recién salida del terror de los magnicidios y las bombas de Pablo Escobar-, luego de salir de la Casa de Poesía Silva; donde acompañaba a Laverde urgido de escuchar una extraña grabación, reciba en el cuerpo las balas que disparan unos sicarios en moto, destinadas en principio para Ricardo Laverde. El joven profesor se encontraba a la hora equivocada con la persona equivocada.

La dificultad para un novelista colombiano es doble: hacer convincente una realidad de la cual los lectores creen estar saturados y demostrar, además, que no la está utilizando de forma taquillera y oportunista. Para decirlo en términos de Antonio Yammara, el joven profesor de Derecho, tienen la carga de la prueba. Un hándicap del cual sale avante esta narración desde el primer capítulo. Es creíble el encuentro de Yammara y de Laverde, la forma natural en que se entretejen sus destinos. Que no por ello le cierra el paso a lo insólito. ¿Laverde escuchando en la Casa de Poesía Silva la grabación de la caja negra del vuelo 965 de American Airlines? ¿Venía su esposa, a la que no veía hacía muchos años, en aquel trágico vuelo Miami-Bogotá? El azar y el destino son absurdos, pero en un país violento lo son todavía más. Esa es la poética que subyace en El ruido de las cosas al caer, el hallazgo que muy rápido atrapa al lector y gracias a un narrador baquiano se mantiene hasta el punto final. En esa época incierta, la operación cotidiana de escoger entre una calle u otra podía significar la vida o la muerte. Lo supimos con un vacío en el estómago. Lo vivimos entre todos -pobres, ricos-, pero no lo habíamos visto representado en una ficción. ¿Cuál es la diferencia? Quizá vivirlo de nuevo, digerirlo mejor y descubrir una simpatía inesperada hacia las víctimas que pudimos ser.

Solo una cosa me molestó de esta obra. Cuando Antonio Yammara, el narrador en primera persona, que nació y ha vivido toda su vida en Bogotá, al referirse a su ciudad o a su país, escribe a veces como si le estuviera contando a un turista extranjero, con datos de altura, clima y costumbres: "Era el caso de la Dorada, la ciudad que marca la mitad del camino entre Bogotá y Medellín y que suele servir a los que hacen ese recorrido de parada o lugar de encuentro o incluso balneario de ocasión". La información no es relevante. Por andar en ese plan no pedido de reportero de Lonely Planet o Guía Michelin, se le van las luces diciendo que en el valle del río Magdalena hay algunos lugares por debajo del nivel del mar o incurre en errores imperdonables para un colombiano, como el siguiente: "El de 1995 fue un final de año típicamente sabanero, con ese cielo azul intenso que se ve en las tierras de los Andes, con esas madrugadas en que la temperatura suele bajar de los cero grados y el aire seco llega a quemar los cafetales". Unos cuantos lunares que no demeritan el conjunto. Al contrario, diría alguien, resaltan su belleza.

La novela ganadora del Premio Alfaguara 2011 es una buena novela. Me complace comprobarlo y decirlo. Lo cual, de ninguna manera, invalida mis objeciones hacia el premio de este año que no tenían ningún sesgo personal y, por supuesto, no aludían a su calidad literaria. Sigo creyendo que las editoriales no deben premiar a los autores que pertenecen a su propio sello para evitar polémicas innecesarias y suspicacias. Nunca hay que olvidar aquel sabio y viejo dicho: la mujer del César no solo debe ser honesta, sino parecerlo.