NACIÓN

Lea aquí un fragmento del libro ‘La disciplina marcará tu destino’

El autor de este libro editado por Conecta es Ryan Holiday, considerado un ‘best seller’ en Estados Unidos.

18 de julio de 2023, 9:01 p. m.
Libro 'La disciplina marcará tu destino', de Ryan Holiday
Libro 'La disciplina marcará tu destino', de Ryan Holiday | Foto: Suministrada

Vivimos en unos tiempos de abundancia y libertad que habrían sido impensables incluso para nuestros más recientes antepasados. Cualquier persona de un país desarrollado tiene a su disposición lujos y oportunidades que, en su momento, reyes todopoderosos no pudieron disfrutar. Estamos calentitos en invierno, frescos en verano y más a menudo atiborrados que con hambre. Podemos ir a donde queramos. Hacer lo que queramos. Creer lo que queramos. Chasqueamos los dedos y aparecen placeres y distracciones. ¿Te aburres donde estás? Viaja. ¿Odias tu trabajo? Cámbialo. ¿Deseas algo? Tómalo.

¿Piensas en algo? Dilo. ¿Quieres algo? Cómpralo. ¿Sueñas con algo? Ve a por ello. Casi todo lo que quieras, cuando lo quieras y como lo quieras es tuyo. Es nuestro derecho como seres humanos. Como debe ser. Pero… ¿en qué se traduce todo esto? Sin duda, no en la prosperidad general. Estamos empoderados, liberados, y somos más afortunados de lo que cabría esperar… ¿Por qué somos tan infelices? Porque confundimos libertad con libertinaje. La libertad, como dijo Eisenhower, solo es la «oportunidad para la autodisciplina».

A menos que prefiramos ir a la deriva, ser vulnerables, desordenados e inconexos, somos responsables de nosotros mismos. La tecnología, el acceso a todo, el éxito, el poder y los privilegios solo son una bendición cuando van acompañados de la segunda de las virtudes cardinales: el autocontrol.

Temperantia.

Moderatio.

Enkrateia.

Sophrosyne.

Majjhimāpatipadā.

Zhongyong.

Wasat.

Desde Aristóteles hasta Heráclito, desde santo Tomás de Aquino hasta los estoicos, desde la Ilíada hasta la Biblia, en el budismo, en el confucianismo y en el islam, los antiguos tenían muchas palabras y muchos símbolos para lo que equivale a una ley eterna del universo: debemos mantenernos bajo control o arriesgarnos a la ruina. O al desequilibrio. O a la disfunción. O a la dependencia. No todos nuestros problemas son consecuencia de la abundancia, por supuesto, pero a todos nos benefician la autodisciplina y el autocontrol. La vida no es justa. Los dones no se reparten de forma equitativa. Y la realidad de esta injusticia es que los que parten con desventaja deben ser aún más disciplinados para tener una oportunidad. Han de trabajar más duro y tienen menos margen de error. Incluso aquellos con escasez de libertades siguen enfrentándose a un sinfín de decisiones diarias sobre qué deseos satisfacer, qué acciones llevar a cabo, qué aceptar o qué exigirse a sí mismos.

En este sentido, todos estamos en el mismo barco. Tanto los afortunados como los desafortunados debemos descubrir cómo controlar las emociones, abstenernos de lo que debemos abstenernos y elegir qué valores queremos observar. Hemos de dominarnos, a menos que prefiramos que nos domine alguien o algo. Podemos decir que todos tenemos un yo superior y un yo inferior que están en lucha constante. El poder contra el deber. Lo que más nos conviene contra lo que es mejor. La parte que sabe centrarse contra la parte que se distrae con facilidad. La parte que se esfuerza y consigue lo que quiere contra la parte que se inclina y cede. La parte que busca el equilibrio contra la parte a la que le encanta el caos y el exceso. Los antiguos griegos llamaban a esta batalla interna akrasía, pero en realidad es, una vez más, la misma encrucijada hercúlea. ¿Qué elegiremos?

¿Qué parte vencerá? ¿Quién serás? La principal forma de grandeza En el primer libro de esta serie sobre las virtudes cardinales se definió el coraje como la voluntad de arriesgarse por algo, por alguien o por lo que sabes que debes hacer. La autodisciplina, la virtud de la templanza, es aún más importante: la capacidad de mantener el control. La capacidad de… … trabajar duro. … decir que no. … tener buenos hábitos y establecer límites. … entrenarse y prepararse. … pasar por alto las tentaciones y provocaciones. … mantener tus emociones bajo control. … soportar dificultades dolorosas. Autodisciplina es dar todo lo que tienes… y saber qué debes retener. ¿Hay alguna contradicción en ello? No, solo «equilibrio». Nos resistimos a unas cosas y perseguimos otras. Actuamos siempre con moderación, de forma deliberada y razonable, sin obsesionarnos ni dejarnos llevar. La templanza no es privación, sino dominio de uno mismo, físico, mental y espiritual. Exigir lo mejor de mi persona incluso cuando nadie me mira, cuando no es necesario tanto. Para vivir así se necesita coraje, no solo porque es difícil, sino también porque te distingue en este mundo moderno.

Así que la disciplina es tanto predictiva como determinista. Hace que sea más probable que tengas éxito y te asegura que, pase lo que pase, triunfes o fracases, eres grande. Lo contrario también es cierto. La falta de disciplina te pone en peligro y además determina en gran medida quién eres. Volvamos a Eisenhower y a su idea de que la libertad es la oportunidad para la autodisciplina. ¿No lo muestra su vida? Pasó treinta años en destinos militares sin el menor atractivo antes de alcanzar el rango de general, y tuvo que ver cómo sus colegas acumulaban medallas y elogios en el campo de batalla. En 1944, cuando lo nombraron comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas en la Segunda Guerra Mundial, de repente se encontró al mando de un ejército de tres millones de hombres, la cumbre de un esfuerzo bélico en el que al final participaron más de cincuenta millones de personas. Allí, al frente de una alianza de países que sumaban más de setecientos millones de ciudadanos, descubrió que no solo no estaba exento de seguir las reglas, sino que debía ser más estricto consigo mismo que nunca. Se dio cuenta de que la mejor manera de liderar no era por la fuerza ni por decreto, sino mediante la persuasión, el compromiso, la paciencia, el control del temperamento y, sobre todo, el ejemplo. Concluida la guerra, se convirtió en un vencedor de vencedores, pues había obtenido una victoria sin parangón en los anales de la guerra que, con suerte, no volverá a repetirse.

Después, como presidente al mando de un arsenal de armas nucleares recién descubiertas, se convirtió en el ser humano más poderoso del planeta. Nada ni nadie podía decirle qué hacer, nada podía detenerlo, todo el mundo lo miraba con admiración o apartaba la mirada con miedo. Pero su presidencia no supuso nuevas guerras, no se utilizaron aquellas horribles armas, no se produjeron escaladas de conflictos, y dejó el cargo con advertencias proféticas sobre la maquinaria que crea la guerra, el llamado «complejo militar-industrial». De hecho, el uso de la fuerza más señalado de Eisenhower como presidente se produjo cuando envió a la 101.ª División Aerotransportada para proteger a un grupo de niños negros que iba a la escuela por primera vez. ¿Y qué hay de los escándalos? ¿Del enriquecimiento ilícito? ¿De las promesas no cumplidas?

No los hubo. Su grandeza, como toda verdadera grandeza, no se basaba en la agresión, el ego, los apetitos o una gran fortuna, sino en la sencillez y la moderación, en cómo asumía el mando de sí mismo, lo que a su vez lo hacía digno de estar al mando de los demás. Compáralo con los conquistadores de su tiempo: Hitler. Mussolini. Stalin. Compáralo incluso con sus contemporáneos: MacArthur. Patton. Montgomery. Compáralo con sus homólogos del pasado: Alejandro Magno. Jerjes. Napoleón. Al final, lo que perdura, lo que de verdad nos maravilla, no es la ambición, sino el autodominio. La autoconciencia. El equilibrio. Cuando Eisenhower era joven, su madre le citó un versículo del libro de los Proverbios: «Más vale ser paciente que valiente —le dijo—. Dominarse que conquistar ciudades ». Le enseñó la misma lección que Séneca intentaba inculcar a los gobernantes a los que aconsejaba: «El hombre más poderoso es el que es dueño de sí mismo».

Y así Eisenhower conquistó el mundo en sentido literal conquistándose antes a sí mismo. Aun así, hay una parte de nosotros que celebra y acaso envidia a los que se salen con la suya, a los que no se exigen tanto: las estrellas del rock, los famosos y los malvados. Parece más fácil. Parece más divertido. Incluso podría ser la manera de salir adelante. ¿Es eso cierto? No, es una ilusión. Si lo analizamos con detalle, nadie lo pasa peor que los vagos. Nadie siente más dolor que los glotones. Ningún éxito dura menos que los de los imprudentes o los de los superambiciosos. No darte cuenta de tu potencial es un castigo espantoso. La codicia desplaza los postes de la portería y nos impide disfrutar de lo que tenemos. Aunque el resto del mundo lo celebre, en nuestro interior solo hay tristeza, autodesprecio y dependencia. Al referirse a la templanza, a los antiguos les gustaba recurrir a la metáfora del auriga. Para ganar la carrera hay que conseguir no solo que los caballos corran a toda velocidad, sino mantener controlado el tiro, calmar los nervios y los miedos, y sujetar las riendas con tanta fuerza que pueda conducir con precisión incluso en las circunstancias más difíciles. El auriga debe averiguar cómo equilibrar el rigor y la amabilidad, el toque suave y el fuerte. Debe controlar su ritmo y el de sus animales, y ganar velocidad donde pueda. Un conductor que no controla irá rápido… pero acabará estrellándose. Sobre todo en las curvas cerradas del estadio y en el camino sinuoso y lleno de baches de la vida. Sobre todo cuando la multitud y los competidores esperan justo eso.

Con disciplina, no solo todo es posible, sino también todo es mejor. Dime el nombre de una persona grande de verdad que no tuviera autodisciplina. Dime un desastre que no se debiera, al menos en parte, a la falta de autodisciplina. En la vida todo depende más del carácter que del talento. Y de la templanza. Las personas a las que admiramos y a las que analizaremos en este libro —Marco Aurelio, la reina Isabel II, Lou Gehrig, Angela Merkel, Martin Luther King, George Washington o Winston Churchill— nos inspiran con su moderación y dedicación. Los ejemplos admonitorios de la historia —Napoleón, Alejandro Magno, Julio César o el rey Jorge IV— nos aturden con su autoinfligida destrucción. Y como cada uno de nosotros alberga multitudes, a veces vemos exceso y moderación en la misma persona y podemos aprender de ambos. La libertad exige disciplina. La disciplina nos aporta libertad. Libertad y grandeza. Tu destino está ahí. ¿Tomarás las riendas?

* Con autorización de Penguin Random House

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