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Gentelos Comandantes Arriba Walter Schwieger, quien desde el submarino ordenó abrir fuego. A la derecha, el capitán William Turner, quien confiaba en esquivar los ataques.

MEMORIA

Un naufragio histórico

Hace 100 años, el transatlántico más lujoso y rápido de comienzos del siglo XX fue alcanzado por un torpedo alemán, y su hundimiento marcó la Gran Guerra.

25 de abril de 2015

“Alos viajeros que quieran embarcarse en un viaje por el Atlántico, se les recuerda el estado de guerra entre Alemania y Gran Bretaña. Toda nave que viaje con la bandera británica se expone a su destrucción. Los pasajeros abordarán bajo su propio riesgo”. El gobierno alemán publicó estas palabras en 50 periódicos de Estados Unidos antes de que el Lusitania zarpara desde la costa de Nueva York hacia Liverpool, Inglaterra, en mayo de 1915. La Gran Guerra europea había estallado en agosto del año anterior, pero aún se vislumbraba la dimensión que adquiriría. Por eso, a pesar de la advertencia, el buque de lujo dejó las costas estadounidenses con 1.959 personas confiadas en que la nave podría evadir cualquier torpedo. También creían que sería escoltada por la Armada Real cerca a las costas británicas. Nada de eso sucedió.

La línea Cunard había encargado la imponente embarcación y su hermana, el Mauritania, para hacer frente a la competencia de los buques alemanes que dominaban los océanos desde finales del siglo XIX. En 1907, año de su lanzamiento, el Lusitania le arrebató la Banda Azul al barco alemán Káiser Guillermo II, el honor de ser la nave más rápida en cruzar el Atlántico norte. Un sistema de motores de turbinas hasta entonces desconocido explicaba su velocidad. Y por dentro el lujo era notable. Salones con paneles de caoba, flamantes tapetes verde y amarillo y ambientados por chimeneas de tres metros de alto recibían a los viajeros de primera clase en el salón de los conciertos. Entre los invitados, explica la periodista Margaret Driscoll, viajaban personajes ilustres de la época como Alfred Vanderbilt, heredero de una vasta fortuna en Estados Unidos, la actriz de cine mudo Rita Jolivet, el ‘rey de la champaña’ George Kessler y Hugh Lane, un comerciante de arte irlandés. De este, se decía que cargaba obras de Rembrandt y Monet. Incluso los pasajeros de tercera clase dormían en cabinas limpias y cenaban en comedores comunales enchapados en pino.

El Lusitania dominó los mares en capacidad, lujo y velocidad desde su lanzamiento en 1907 hasta que el Titanic, de la línea White Star, apareció en 1912. Pero como este no completó su primer viaje, el Lusitania y el Mauritania continuaron dominando el Atlántico.

Quizás por eso, hasta en épocas de guerra las advertencias alemanas fueron tomadas con escepticismo. El gerente de la Cunard en Nueva York apaciguó las dudas de los pasajeros. “El ‘Lusitania’ es el barco más seguro que hay. Es demasiado veloz para los submarinos, ninguna embarcación alemana se le acercará”, aseguró. A su opinión se sumó la del capitán William Turner, un experimentado navegante que al mando de otras dos naves había superado ataques de submarinos y no tenía duda de escapar de ellos una vez más.

Erik Larson relata en su libro The Last Crossing of the Lusitania, que el 6 de mayo de 1915, tras cinco días de viaje, Turner, de 58 años, entró al salón de eventos para tranquilizar a los pasajeros. Estos habían asumido un riesgo consciente, mientras más se acercaban a aguas peligrosas más los atacaba la paranoia. Oliver Bernard, un británico diseñador de escenarios teatrales, afirmó que en esas horas los viajeros, sin importar la clase en la que viajaban, “pensaban, soñaban, dormían y comían submarinos”. Sus temores no resultarían injustificados.

En la tarde del 7 de mayo de 1915, George Henderson, de 6 años, comía sánduches con su familia en la costa de Irlanda. Admiraba emocionado la imponente presencia de un buque con cuatro chimeneas. Pero la emoción dio paso al terror. Escucharon el estruendo de un fuerte impacto, que produjo fuego y humo. Un segundo estruendo retumbó poco después. La popa del Lusitania se elevó y el enorme buque se hundió por completo en poco menos de 20 minutos. A sus 70 años, Henderson afirmó a la BBC que el recuerdo le era claro: “Lo vi cuando tenía 6 años y se quedó conmigo el resto de la vida. La imagen de ese buque perdiéndose en las olas”.

El impacto del torpedo fue el primero de los estallidos que escucharon los tripulantes, y según el recuento de varios sobrevivientes, lo esperaban. El misil dibujó una línea blanca bajo el agua. No hubo más disparos desde el submarino, pero el lugar del impacto provocó la segunda explosión que terminó de quebrar al buque. Algunos dicen que las calderas estallaron, pero nadie lo ha confirmado. El Lusi, como le decían en Liverpool, orígen de la mayoría de la tripulación, estaba condenado.

Varias embarcaciones zarparon desde la costa de Queenstown, Irlanda, al rescate de los sobrevivientes. Pero la mayoría de los esfuerzos fueron inútiles. El ángulo en que se hundió el Lusitania inhabilitó a mitad de los botes salvavidas. En total perecieron 1.198 personas. El London Times retrató en sus páginas la indignación que causaba a los rescatistas y ayudantes ver los cadáveres de madres aferrándose a los de sus niños y a tripulantes con infantes sobre sus hombros en un último intento de salvarles la vida. “Queenstown está furiosa y piensa cómo cobrar a los alemanes esta barbarie”, decía el artículo de 1915.

El responsable de todo era el comandante alemán Walter Schwieger. Desde diciembre de 1914 había logrado el honor de comandar el submarino U20, un importante hito en su carrera. Schwieger, siguiendo órdenes al pie de la letra, se limitó, según dijo después, a atacar una nave que llevaba municiones al enemigo, un argumento válido en época de guerra, entre otras cosas porque eso era cierto. Pero no contaba con la cantidad de civiles que transportaba. Desde el periscopio observó la escena catastrófica y ordenó a su tripulación alejarse. Schwieger, a quien le corría hielo por las venas, confesó luego que la escena le había resultado demasiado fuerte para ver.

Los alemanes lo trataron de héroe. Pero haber matado a más de 1.000 civiles les representó un enorme escándalo. Hubo motines en Gran Bretaña y, tal como sucedió en el ataque de las Torres Gemelas en 2001, los estadounidenses recordaron exactamente dónde estaban cuando escucharon la noticia. La muerte de 128 de sus compatriotas hizo que consideraran la agresión como un acto de guerra que influyó en la entrada de su país, en 1917, a la que pasaría a la historia como la Primera Guerra Mundial.

Varias teorías apuntan a que el Lusitania viajaba a una velocidad menor de la que podía desarrollar, y que, además, había sido abandonado a su suerte. La inteligencia británica sabía que los U-boat navegaban en la zona y no actuó. La Armada Real no lo escoltó. El buque y sus tripulantes, para algunos historiadores, fueron sacrificados.

El presidente Woodrow Wilson había mantenido neutral a Estados Unidos desde el estallido de la conflagración. Se creía un agente de paz y temía que entrar a la guerra desatara una guerra civil en su país. En un discurso posterior al hundimiento afirmó que su nación era “muy orgullosa para pelear”. Quería establecer que Estados Unidos daría ejemplo, pero la frase le costó críticas. En Gran Bretaña le llamaron asustadizo y, en su propio patio, el expresidente Theodore Roosevelt le llamó negligente.

Wilson pareció salirse con la suya. Logró que el káiser alemán Guillermo II detuviera los ataques de sus submarinos sin previo aviso en 1916. Pero la promesa duró hasta enero de 1917. Los alemanes esperaban que una ofensiva submarina agotara las fuerzas aliadas antes de que Estados Unidos entrara al conflicto. Para ese entonces, Wilson ya no tuvo alternativa. Declaró la guerra a Alemania afirmando que “el mundo debe ser un lugar seguro para la democracia”. El orgullo había quedado de lado y, después de todo, había que vengar al Lusitania.