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Un milagro de Dios

Con la muerte de Luciano Pavarotti, a los 71 años, desapareció el tenor más importante del mundo en la segunda mitad del siglo XX.

8 de septiembre de 2007

Los críticos de música lírica solían destacar "la redondez, el esmalte y la luminosidad de su voz en el registro central y agudo". También decían que su timbre claro y su emisión ligera recordaban el estilo de los tenores decimonónicos. Pero, en palabras sencillas, lo que lograba Luciano Pavarotti era erizar la piel. Nadie que asistiera a una de sus presentaciones y le oyera interpretar Nessun Dorma, aria de la ópera Turandot de Giacomo Puccini, podía resistir la tentación de ponerse de pie, y era común que se escaparan las lágrimas aun sin entender la letra. "Tenerlo cantando a un metro de distancia era algo mágico que se sentía en todo el cuerpo, no sólo en los oídos. Casi se podía ver esa voz que lo envolvía y acariciaba todo", contó a SEMANA Valeriano Lanchas, artista colombiano que cantó junto a él en Filadelfia como ganador del concurso Pavarotti International Voice Competition. No es casualidad que Pavarotti figure en los Guinness Records por la cerrada ovación de una hora y siete minutos que en 1988 le tributó la Ópera de Berlín. Hasta recibía cartas de enfermos agradeciéndole porque su música los aliviaba. "No habrá alguien como Frank Sinatra, ni como Celia Cruz, ni como Gardel, ni como Pavarotti, cada uno en su género", dijo Fanny Mikey al comentar su muerte, ocurrida el 6 de septiembre debido a un cáncer de páncreas. Ella fue una de las encargadas de traerlo a Colombia en 1995 para realizar el primer megaconcierto que se hizo en el país. Esa noche 48.000 personas asistieron al estadio El Campín de Bogotá, y otras 8.000 se aglutinaron afuera para escucharlo en un silencio total. "Recuerdo que estaba ensayando pero a cada rato pasaban aviones y estaba incómodo. Me dijo que si esa situación seguía, tendría que detener el concierto. Entonces llamé a la torre de control del aeropuerto para pedir que por favor de 8 a 10 de la noche apartaran los aviones. Y me hicieron caso... era Pavarotti", relata Fanny.

Quizá fue el 17 de febrero de 1972 cuando él y el mundo se dieron cuenta de la enorme euforia que generaba. Habían pasado 11 años desde su debut en Italia, pero en esa fecha se presentaba en uno de los escenarios más deseados, el mismo donde reinó Enrico Caruso: la Metropolitan Opera House de Nueva York. La fille du régiment, del autor Gaetano Donizetti, le pide a su personaje Tonio, el tenor, que haga nueve veces el exigente do de pecho en el aria Ah, mes amis. Y esa noche Pavarotti lo hizo casi sin esfuerzo y con una naturalidad pasmosa, lo que le valió ser ovacionado y salir 17 veces al escenario. El público norteamericano lo bautizó entonces como el Rey del Do.

Fue el sueño cumplido de un hombre que siempre quiso cantar pero que al principio desvió su camino por temor al fracaso. Incluso su padre, un humilde panadero aficionado a la ópera, le dio su dudoso respaldo al concederle plazo hasta los 30 años para triunfar. En ese lapso le permitiría vivir gratis en casa, pero si no lo lograba, tendría que buscar los medios para salir adelante. Y aunque desde pequeño hizo parte del coro de Módena, su ciudad natal, su mamá le aconsejó dedicarse a ser maestro de escuela. Incluso contempló ser futbolista: en su juventud no tenía la exuberante presencia de 150 kilos que lo caracterizaría en la madurez. De hecho, siempre fue aficionado a este deporte y furibundo hincha del Juventus.

En los años 50 empezó a estudiar con Arrigo Pola, un respetado tenor que aceptó enseñarle gratis. Luego se puso bajo la tutela del profesor Ettore Campogalliani, también maestro de la famosa soprano Mirella Freni, hermana de leche de Pavarotti, pues fueron amamantados por la misma nodriza y compartirían muchas veces escenario. "Al parecer, algo hubo ahí porque tenían en común agudos muy sólidos y extraordinarios", comenta el crítico musical Emilio Sanmiguel.

El 29 de abril de 1961, para su debut en el Teatro Reggio Emili, a Pavarotti hizo el Rodolfo de La Bohème de Puccini. En esa década conquistaría La Scala de Milán e iniciaría su ascenso internacional en el Covent Garden de Londres, cuando reemplazó al famoso Giuseppe Di Stefano, quien canceló por problemas de salud. Aunque no era buen actor, el mundo se rindió a sus pies por su carisma, porque su voz sonaba diferente de los tenores de ese momento, de estilo declamatorio y grandilocuente. "Con Pavarotti pasaba algo similar que con Sinatra: hacía que cada persona en el auditorio sintiese que cantaba sólo para ella. A unos artistas los respetan, a otros les admiran, a Pavarotti lo amaban", explica Sanmiguel.

Sin embargo, no todo fueron aplausos. Si el final de los 60 y durante los años 70 fue su tiempo de gloria en los escenarios de ópera, a partir de los 80 cada vez los frecuentó menos. En La Scala, el mismo público que lo amó le cobró con abucheos lo que percibía como la comercialización de su arte. La razón es que en esa época comenzó a presentar sus megaconciertos, cuando sacó la música clásica de los exclusivos recintos para llevarla a estadios y parques como si fuera una estrella de rock. Incluso su imagen apareció en las revistas como publicidad de una tarjeta de crédito. La crítica, implacable, consideró que había perdido algo de su halo sagrado.

Pero para sus seguidores fue entonces cuando su nombre se convirtió en sinónimo de ópera. "Logró que esta música fuera conocida por distintas generaciones porque popularizó y masificó el género", opina Lanchas. Lo consiguió debido a sus conciertos benéficos Pavarotti and Friends, en los que cantó con estrellas como Bono, vocalista de U2; Liza Minelli, y hasta con las Spice Girls. También fueron un éxito los espectáculos de Los tres tenores que empezaron en el Mundial de Fútbol Italia 90 junto a los españoles Plácido Domingo y José Carreras. Esa grabación se convirtió en el disco de lírica más vendido de la historia.

Quienes lo conocieron aseguran que los nervios siempre le acompañaban y que aguardaba su turno, como un niño ansioso, tras bambalinas, y que para no mover nerviosamente sus manos, adoptó la costumbre de sujetar un pañuelo. Además era estricto y paciente a la vez, capaz de hacer repetir a los jóvenes ganadores del concurso que lleva su nombre una estrofa hasta que quedara perfecta. Y sencillo pese a la fama de tacaño y divo que propagó la biografía escrita por su ex mánager Herbert Breslin, El rey y yo. En una oportunidad, antes de una presentación con él, una de sus pupilas estaba agobiada por la angustia. Cuando se acercó a preguntarle qué pasaba, ella le respondió "no todos los días se canta con Pavarotti". Él, molesto, le dijo: "usted está cantando con Puccini y para el público". Pero cómo no iba a despertarle admiración si hasta Domingo y Carreras se quedaban absortos cuando con potencia, sin que se le brotasen las venas cantaba Ma n'atu sole de O solé mio, prolongando el agudo hasta lo increíble. Los aplausos confirmaban la opinión del famoso director de orquesta australiano Richard Bonynge cuando dijo que su voz "era una de esas rarezas de la naturaleza que se dan una vez cada siglo", un milagro de Dios.