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Llegar a la cima: un perfil íntimo de Nairo Quintana

Combinando narraciones íntimas y públicas del pedalista boyacense y sus seres más cercanos, José Ángel Báez, exeditor de Cultura de la revista Semana, escribió un perfil de Nairo Quintana desde sus facetas emocionales y espirituales enmarcadas en la historia del ciclismo colombiano. ARCADIA comparte un adelanto.

José Ángel Báez
22 de julio de 2019

¡Vamos, ataque!

Bastaron pocos pedalazos, escasos kilómetros y una insignificante gota de sudor sobre su frente para saber que Nairo Quintana sería campeón. Ya no había mucho que cuestionarle a un muchacho humilde, del campo, por el que su papá, Luis Quintana, hizo hasta lo indecible para que triunfara sobre una bicicleta. Lo que no calcularon quienes lo veían es que sus triunfos irían más allá de los bordes de Boyacá y de Colombia, que un día también ganaría en Europa y en el país retumbaría su nombre cada vez que en la carretera apareciera una cima por conquistar. 

Ese día, como lo menciona Rusbel Achagua, su entrenador de entonces, el escepticismo fue derrotado porque pocos pueden contar, en este deporte, que ganaron solos contra todos. Nairo Quintana es uno de ellos. Hoy, casi 13 años después, muchos recuerdan cómo su padre iba de pueblo en pueblo, echando a rodar un viejo Renault 4, buscando patrocinio para un adolescente que, aunque talentoso, despertaba dudas. ¿Quién no dudaría? Sufrir es la única certeza que proporciona el ciclismo.

Aquí puede comenzar la leyenda, en el Clásico Club Deportivo Boyacá, una vieja competencia que suma 36 ediciones y se corre la segunda semana de agosto, en diferentes categorías, desde mayor hasta juvenil. Una prueba que disputaron figuras consagradas de este deporte, como Félix Cárdenas, ganador de etapas en el Tour de Francia y en la Vuelta a España; o el malhadado Mauricio Soler, a quien algunos consideran el mejor escalador que parió Colombia y quien iba rumbo a ser uno de los grandes de este deporte, pero por un grave accidente en una Vuelta a Suiza, en 2011, abandonó el ciclismo. Sus médicos le advirtieron que, debido a las huellas de un trauma craneoencefálico, sería mortal seguir competiendo. 

El clásico suele correrse en tres días con un recorrido que va, en el primer tramo, entre Sutamarchán y Tunja; luego va de Moniquirá a Tunja y, finalmente, se disputa una contrarreloj por las calles de la capital boyacense. Fue en esta carrera, en 2006, que apareció un modesto equipo amateur, con apenas dos corredores, en representación de la alcaldía de Arcabuco, un pueblo ubicado a unos 175 kilómetros de Bogotá, donde la papa es la base de la economía. Uno de ellos era pequeño y frágil, apenas tenía 16 años, vestía una camiseta roja atravesada a la altura del cuello por una franja blanca; un azul celeste se dejaba ver en sus mangas. El pantalón era rojo y tan ajustado como el de un torero. Una imagen de postal que siempre sobresale al escarbaren el pasado de Nairo Quintana.

A Rusbel Achagua, de 44 años, alto, grueso, jovial, buen conversador, nadie le quita el sello de ser el primer entrenador del quebradizo y silencioso adolescente. Su relato biográfico es corto: empezó trabajando con la alcaldía de Arcabuco como coordinador de deportes. Y decidió concentrarse en el ciclismo porque a nadie le importaba el fútbol o el baloncesto. En Boyacá es estéril luchar contra una historia y una cultura que suele moverse sobre dos ruedas. Mucho menos iba a complicarse cuando inesperadamente encontró, tras una convocatoria que buscaba deportistas por el municipio, en el Colegio Técnico Alejandro de Humboldt, a un muchacho llamado Nairo Alexander, que sobre una pesada bicicleta les ganaba, por márgenes insólitos, a todos sus compañeros.

Era una bicicleta antigua y maciza, a la que cargaba con la maleta de sus cuadernos y, a veces, con algún recado. Nairo vivía en Cómbita, pero Don Luis quiso que estudiara en Arcabuco, a unos 24 kilómetros de la casa. Achagua recuerda que el joven deportista en aquella época “tenía unos 16 años, más o menos, su familia era muy humilde y no tenía los recursos para pagar siempre un bus que lo transportara de la casa al colegio y del colegio a la casa. Pero su papá le consiguió una bicicleta en la que viajaba todos los días, aún así a don Luis no le gustaba la idea porque la vía es peligrosa, algunos camioneros no respetan al ciclista”.

A partir de ese momento, con el equipo de la alcaldía, empezaron a participar en pequeñas rutas por Boyacá, Santander y Cundinamarca, en cuanto festival de ciclismo existía y en lo que la adversidad y los rivales hacían de sus participaciones un suplicio. Pero nunca para bajarse de la bicicleta. Sin proponérselo, sin saberlo, aplicaba la parábola del mejor ciclista de todos los tiempos, el belga Eddy Merckx. “Cuando te duele, es cuando puedes marcar la diferencia”.

En el Clásico Club Deportivo Boyacá, de ese 2006, Quintana estaba a punto de sublevarse contra la física y contra la lógica. En la primera etapa, Chiquinquirá-Tunja, debían pasar por Cucaita, reino y refugio de Rafael Antonio Niño, el hombre que más triunfos ha acumulado en la Vuelta a Colombia y en el Clásico RCN, con seis y cinco victorias respectivamente. Allí se asomaría el alto de Piedra Gorda, rotulado como premio de segunda categoría: 21.5 kilómetros con una pendiente media que va entre el 4.1 y el 14 por ciento.

El entrenador recuerda que aquello era tan difícil que echó de menos un equipo, un respaldo. Con su trabajo suplía el vacío de muchas figuras a la vez: la de técnico, médico, mecánico y hasta fotógrafo. Solo le faltó agarrar una bicicleta para ir al lado de su protegido, aunque lo pensó en medio del delirio de la competencia. Casi siempre contaban con la compañía y el respaldo incondicional de don Luis, con quien, a veces, contrataban un carro o se movían en un Chevrolet Jimmy prestado por el municipio. De vez en cuando iban con ellos Dayer, el hermano de Nairo, y Cayetano Sarmiento, un ciclista profesional de Arcabuco, el mejor amigo de Quintana.

Aquella jornada vieron, desde una distancia próxima, cómo Nairo aceleró en la cuesta de Cucaita, sin lograr dejar atrás al nariñense Darwin Pantoja que, finalmente, tuvo más fuerza y lo aventajó por escaso tiempo en línea de meta. Pero no hubo lugar para la frustración, a la mañana siguiente el joven ciclista cumplía la cita con su cicla de nuevo.

Para la segunda etapa, Moniquirá-Tunja, el casi irreal equipo de Arcabuco tenía que cambiar de estrategia. Sus rivales estaban bien amparados y los recursos a mano no eran los mejores para ayudar a Nairo. Achagua, antes de la carrera, prescindió de otros ciclistas porque no estaban preparados para una competencia así de exigente. Sin embargo, existía un estímulo, la etapa pasaría al frente de la casa de Quintana. “Nairo, hoy vamos a pasar por donde vive su familia y todo el mundo lo estará viendo, mire a ver si se pone pilas”, le dijo su entrenador. La orden, la táctica, más organizada con el corazón que por la razón, era lanzar su ataque poco después de salir de Moniquirá, ya rumbo a Tunja.

Los gritos de Achagua, desde el carro, eran estremecedores, “Vamos campeón, manténgase ahí; espere que empiece la subidita más paradita para atacar. ¡Vamos, ataque! Y el ciclista, a su manera, le dio una indicación: “si usted me ve mal, quítese la correa y me da juete”. Nunca tuvo que hacerlo.

Apenas se inclinó la carretera, en el Alto La Cumbre, a unos 20 kilómetros de Arcabuco, nadie pudo detener a Nairo tras un despegue vigoroso, supremo, que fue dejando a sus oponentes como postes sobre el camino. Sus compañeros de colegio hoy rememoran que lo vieron pasar solo por el pueblo, cantimplora en mano. Y quienes lo acompañaban supieron que Nairo Quintana muy pronto sería un firme campeón.

En Cómbita, en su casa, también lo vieron pasar solo, con buena ventaja sobre los demás. Su familia lo esperaba a la orilla de la carretera y cuando cruzó le lanzaron varios pétalos de rosa. Doña Eloisa, su madre, era la más tranquila en los aplausos, en los “vivas” y en los “vamos”. Rusbel Achagua, que iba con don Luis en el carro, dice que para un formador de muchachos aquel momento fue un premio grande y difícil de asimilar. Casi tres minutos de ventaja le tomó al final, en Tunja, a su más serio rival, el nariñense Pantoja, luego de haber pasado como el viento por el Alto del Sote, con una pendiente del 12 por ciento, tal vez el nido y lugar favorito de este cóndor. Desde que empezó su relación sin condiciones con el ciclismo, esta cima forjó sus cualidades de escalador, una propiedad que hoy lo ubica entre los mejores ciclistas profesionales del mundo.

Varios periodistas de provincia se preguntaban cómo logró semejante victoria, sin equipo y sobre una cicla de hierro, casi una panadera, la de los domicilios, la de los mandados, las llamadas así porque en una época se utilizaban para vender pan de puerta en puerta. La extrañeza era aún mayor al ver que algunos de sus contrincantes se subían en máquinas de carbono, más costosas y más ligeras de peso. Cuando Nairo recuerda ese momento dice, entre risas, que la suya era más bien una bicicleta de hierro colado, el mismo que usan en obras de alta ingeniería.

 En la última etapa, un cronómetro por Tunja, no fue el mejor. En aquel Clásico confirmó que subiendo era una exhalación, pero en este tipo de trayectos, individuales y frente al reloj, no era sobresaliente. Aun así, la diferencia que tenía lograda fue suficiente para ganarse la camiseta de líder y campeón.

Don Luis tiene fama bien ganada de ser un sentimental sin cura. Aquel día lloró cuando vio a su hijo con los brazos en alto y lo hizo de tal forma que contagió a todos los que estaban a su alrededor. Una escena que se repetiría, casi calcada, años después cuando su hijo venció, en 2013, a Chris Froome en los Alpes; o cuando se coronó campeón del Giro de Italia, en 2014, y de la Vuelta a España, en 2016. Sus lágrimas, quiere aclarar, no son por debilidad.


Llegar a la cima: un perfil íntimo de Nairo Quintana
José Ángel Báez
Planeta, 2019

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