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Guaviare, tierra de nadie

La deforestación ha sido una constante en la historia de colonización de este departamento amazónico, pero desde que salieron las Farc se multiplicó. Sin la suficiente presencia estatal, cada quien busca sacar provecho de la selva inerme.

Juan David Olmos
26 de junio de 2018

José Ibáñez se levanta los fines de semana temprano en la mañana con una difícil tarea en mente: convencer a sus vecinos de que la selva sí sirve de algo y de que hay que dejar de tumbarla. Llegó en 2008 a la vereda Patio Bonito, en el municipio de Calamar, Guaviare, con el sueño de crear la granja agrícola que no le había resultado rentable en su tierra natal. Como tantos otros, lo sedujo el hecho de que la tierra por allá “era muy barata, casi que la regalaban”. Vendió su finca familiar de siete hectáreas en Casanare y con eso compró unas 270 hectáreas en el Guaviare.

El área exacta no la tiene tan clara, porque, como él mismo cuenta, allá las ventas se hacían más por el número de plantas de coca que por el número de hectáreas. Por entonces, esta era básicamente el único producto de la región (junto al ganado, que era más un suplemento al negocio cocalero, una forma de guardar e invertir los excedentes de la coca). Aunque a José nunca le interesó. Prefirió tumbar las matas y apostarle al sacha inchi, una semilla autóctona de la Amazonía, de la cual se extrae aceite vegetal con fines domésticos, cosméticos e industriales.

El reto era grande, pues por esos lados (Patio Bonito queda a cuatro horas de trocha destapada de la capital departamental) las únicas líneas productivas rentables han sido la coca y la ganadería. “Pensar en un producto perecedero era un ‘camello’, porque mientras llegábamos al pueblo las cosas ya estaban vueltas nada”, cuenta. Por allá solo ‘pegan’ productos como el caucho, el cacao y el mismo sacha, que resisten el tiempo con un procesamiento mínimo.

En 2015 logró financiar su proyecto con Hilfswerk Austria y, el año pasado, con Visión Amazonía. Hasta ahora va en la fase inicial del proyecto, que ya cuenta con más de 40 beneficiarios, a quienes les exigen el requisito de no deforestar más. Por eso los fines de semana se dedica a recorrer las veredas en su moto, a hablar con los presidentes de las Juntas de Acción Comunal y a tratar de convencer a la gente de que se una a su proyecto y no tumbe más el bosque.

Eso le ha significado estrellarse contra un muro cultural. Para la mayoría de sus vecinos, la selva no es un recurso (bajo la lógica simplista pero entendible de que, hasta ahora, nunca les ha servido para nada). “Me decían: hermano, usted qué nos va a venir a decir que tenemos que cuidar unos palos. Será que nosotros nos vamos a alimentar del oxígeno o de la cáscara de los árboles”.

No es fácil. Desde la firma del acuerdo de paz con las Farc, la deforestación aumentó considerablemente en el Guaviare. El verano pasado (entre noviembre, diciembre y enero, cuando el clima es más seco) fueron cerca de 16.000 hectáreas deforestadas en el departamento, según la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico (CDA). Mal que bien, la guerrilla hacía de autoridad ambiental en la zona. Tenían prohibido deforestar y, si permitían quemas, era máximo tres hectáreas por familia, y solo para sembrar comida. Pero después del acuerdo se cayó ese control. Y la gente aprovechó.

Un ciclo perverso

La colonización campesina ha sido una causa constante de deforestación durante prácticamente toda la historia del departamento. Desde hace más de 33 años, cuando Carlos Muñoz llegó a fundar La Cristalina, una vereda contigua a Patio Bonito y al borde de la frontera agrícola. Él fue el primero en llegar a colonizar allá. Se fue de La Floresta, una vereda más cerca a El Retorno, vendió su propiedad y se echó al monte a hacer una chacra, cuando era todo bosque y no había ni trochas para andar.

“Yo fui un gran deforestador”, confiesa Carlos. “Yo conocía el terreno, entonces, cuando llegaba la gente, les decía dónde ‘descumbrar’, que era donde más agua había. Si pensaban que podían trabajar unas 50 hectáreas cogían unas 100, para dejar 50 de monte de reserva”, cuenta.

Igual que Carlos, muchos campesinos se fueron mudando selva adentro para hacer fundos y potreros. De un lado, porque allá la tierra es virgen. “Hermano, acá lo que usted eche le coge”, dice José. Los pastos son verde intenso y crecen rápido (en general, el suelo amazónico es muy malo en nutrientes y no tiene más de 15 centímetros de capa vegetal, pero el terreno nuevo es muy fértil la primera siembra). Y, por otro lado, porque les ofrecen un buen precio por la tierra una vez está llena de potreros y tiene buenas carreteras. “El campesino ya se acostumbró a que vende aquí, se mete más a la selva, se le valoriza, vuelve a vender y a ‘descumbrar’ más”.

Así pasó al norte del departamento, donde la mayoría de la propiedad está concentrada en pocos dueños, un fenómeno que se viene incrementando después de la firma del acuerdo de paz. “Grandes capitales que antes no tenían cabida empezaron a hacer inversiones. En la Zona de Reserva Campesina, donde un propietario no puede tener más de dos Unidades Agrícolas Familiares (UAF), hay zonas en las que andas 15 kilómetros y a lado y lado hay una sola finca. Están invirtiendo para meter ganado y, cuando se valorice la tierra, en algún momento venderla”, cuenta Julio Roberto del Cairo, gerente de la Corporación para la Investigación, Desarrollo Agropecuario y Medio ambiental (Cindap).

Al norte del departamento, esas grandes extensiones de ganadería extensiva ya han hecho estragos. La carretera de San José a El Retorno parece más una llanura ganadera que una vía en plena Amazonía colombiana. La tierra está tan compactada por años de ganadería extensiva que las termitas tienen que construir sus termiteros sobre la tierra para garantizarse suficiente ventilación.

A lado y lado de la vía hay aquí y allá cráteres de unos 20 metros de diámetro, pozos reservorios que han tenido que construir los ganaderos para recoger aguas lluvias y resistir los veranos, cada vez más intensos. Hay veredas enteras, como Altamira, El Tigre, La Leona, El Trueno, que ahora pertenecen a solo una o dos familias. Han cerrado escuelas rurales y rutas de transporte público porque ya nadie vive allí.

Inadvertidamente, esa dinámica empuja a los campesinos más hacia la ilegalidad. Ellos se han adentrado en Zonas de Reserva Forestal (ZRF) tipo B, como la Cristalina y Patio Bonito, que lo único que les queda de reserva es el nombre y lo engorroso que se ha vuelto llevar la institucionalidad. Por ejemplo: en septiembre, a José le negaron un crédito en el ICA para producir cacao por estar en una reserva. Los proyectos de desarrollo (que necesitarían para competir en un mercado con productos nativos) tardan una eternidad. Por si fuera poco, por ser ZRF no tienen registro catastral. La propiedad de la tierra la determina un certificado de “sana posesión” que expide el presidente de cada Junta de Acción Comunal y hay escasos controles sobre esa titulación de facto.

La ineficiencia del Estado

Por otro lado, los proyectos de infraestructura también han contribuido a esos procesos de acaparamiento. Cuando anunciaron la pavimentación de la Marginal de la Selva en la vía que conecta San José del Guaviare con La Macarena, la concentración de la tierra en esa zona se disparó, así como los casos de deforestación masiva. En marzo el gobierno anunció que ya no se haría la ampliación de la vía, pero el Ideam alcanzó a reportar más de 2.000 hectáreas deforestadas con la sola expectativa.

Lo mismo pasó en la vía entre Calamar y Miraflores, que pretendían pavimentar en 2016 y causó uno de los tres focos de deforestación en el Guaviare el año pasado, según el Ideam. La afectación fue tal que la Procuraduría abrió proceso contra el gobernador, Nebio Echeverry, y los alcaldes de Calamar y Miraflores, Pedro Novoa y Jhonivar Cumbe, por “aprovechamiento inadecuado de los recursos naturales en una área de elevada relevancia ecológica”.

Por otro lado, hay indicios de que las disidencias de las Farc también estarían apoyando este fenómeno. “Hemos recibido amenazas continuas. En algunas regiones ellos son los que están autorizando la deforestación, entonces cuando llega un funcionario a impedirlo hay confrontaciones”, dice Wilfredo Pachón, director de la seccional del Guaviare de la CDA. Hace unos meses los sacaron de la vereda El Capricho, cuando estaban investigando la deforestación relacionada con la Marginal de la Selva (que pasaba por ahí). No han podido volver desde entonces.

Por estas condiciones, la CDA, que es la entidad encargada de imponer sanciones por deforestación, ha tenido muy poco impacto efectivo. El año pasado abrieron 40 procesos sancionatorios contra deforestadores y solo impusieron cuatro multas. Actualmente, tienen reportados 22 grandes casos de deforestación (de más de 100 hectáreas), pero solo han podido llegar a uno, según Pachón, por la inseguridad del territorio. Además, muchos de estos utilizan testaferros para comprar la propiedad o se les conoce por apodos, por lo que no es fácil identificarlos.

No andan los proyectos

Ante este panorama, la solución pasa, no solo por el control y la vigilancia, sino por cambiarle el ‘chip’ al campesino. “Yo no tengo duda de que lograremos derrotar esta tendencia”, opina José Yunis, director de Visión Amazonía. “Pero debemos generar alternativas para el bosque, que es lo que no se ha hecho. No tenemos un desarrollo turístico, que es algo que dejaría grandes dividendos. En el caso de las alternativas agrícolas sostenibles, tenemos que desarrollar créditos, asistencia, llegarle al campesino y enseñarle a mejorar el manejo de la tierra. Solo con esto último podemos generar un gran impacto”.

Pero los proyectos productivos del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS) y de las otras iniciativas que llegaron con la paz nada que arrancan. César Tovar, un campesino de San Miguel –al pie del PNN de Chiribiquete–, está viviendo con su esposa y sus tres hijos del dinero que aún le queda del penúltimo pago de los 12 millones que les dio el PNIS por sostenimiento. Como él, muchos de los 5.344 productores que hicieron sustitución voluntaria de cultivos en el Guaviare están sobreviviendo con esa plata, pues los proyectos productivos están enredados y se quedaron ya sin el ingreso de la coca. En agosto a César le entra el último pago y tiene claro que va a hacer: “Si no han empezado los proyectos productivos, yo vuelvo a sembrar coca pero es volando”.

Ante la burocratización de los programas, José Ibáñez cuenta que muchos de los vecinos que se dejaron convencer de sembrar sacha inchi y no deforestar ya se están echando para atrás. “Aquí es muy difícil, porque la gente está acostumbrada a hacer las cosas de otra manera. Esa fue la cultura que dejó la coca. Acá la gente se levantaba a las tres de la mañana –que era la mejor hora de trabajar la mata– llegaba a las ocho, desayunaba y se echaba todo el día en el chinchorro a dormir. Raspaba, se echaba sus kilos al morral y no le importa si estaba ‘picha’ la carretera y, como le producía todo los meses, siempre tenía plata en efectivo”.

Por eso lo que él busca, más que cambiar el cultivo, es transformar la cultura. Mostrarle a la gente que con tres hectáreas bien trabajadas se puede sobrevivir y no se necesitan grandes extensiones. “Hermano, en la medida en que una persona viva bien, ¿por qué necesita tumbar más?”, dijo. Pero para eso se requiere una presencia fuerte del Estado y, como van con los proyectos productivos, no va a alcanzar.

José está haciendo un esfuerzo. Él mismo está convenciendo a los productores, recaudando los certificados de sana posesión, cartografiando las fincas beneficiadas. Pero sabe que necesita un apoyo de las instituciones; que se mantengan y se agilicen los proyectos, antes de que los cultivadores se aburran, se les acabe la plata del PNIS y vuelva la coca en forma al Guaviare.