Liderazgo

Hermana Zoila Cueto: una vida dedicada a sanar y empoderar desde la educación

Desde su natal Dajabón, en la frontera entre República Dominicana y Haití, hasta el Pacífico colombiano y los barrios del sur de Bogotá, la hermana Zoila Cueto ha hecho de la educación un camino de transformación. Hoy lidera programas de formación integral, empoderamiento femenino y educación para adultos en barrios populares de Bogotá.

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Yenny Rodríguez Barajas
25 de noviembre de 2025, 12:15 a. m.
En 2017 fundó, junto a un grupo de voluntarios, una escuela en Ciudad Bolívar para que jóvenes y adultos pudieran terminar su bachillerato por ciclos. “Antes de la pandemia teníamos setenta estudiantes.
Su camino la llevó primero a Puerto Rico, donde realizó el noviciado, y luego de regreso a República Dominicana para tomar sus primeros votos. “Fue una fiesta en el pueblo, algo inolvidable”. Poco después, su destino se cruzó con Colombia. Llegó en 1987 para estudiar Teología en la Pontificia Universidad Javeriana, en Bogotá, junto a otras hermanas de su congregación. | Foto: Fundación Fe y Alegría - A.P.I.

A orillas del río Masacre, en el límite entre República Dominicana y Haití, está la comunidad de Los Arroyos, una localidad en Cayuco, Dajabón, una tierra cálida donde la vida se teje entre el trabajo, la fe y la esperanza. Allí, hombres y mujeres aprenden desde niños a abrirse camino con esfuerzo y a transformar cada reto en una oportunidad. Allí nació la hermana Zoila Cueto, coordinadora regional de Iniciativas de Desarrollo y Empoderamiento de la Fundación Fe y Alegría, quien desde pequeña entendió que la fe también se siembra con el esfuerzo y que la educación puede ser el milagro más grande.

“Soy campesina y crecí en un lugar donde prácticamente nos faltaba todo, menos amor”, recuerda. Hija de una familia humilde, fue una niña curiosa, fuerte y decidida. Cada mañana caminaba catorce kilómetros para asistir al liceo público. “Lo hacía todos los días, bajo el sol o la lluvia. Era la única forma de seguir estudiando”. Aquella travesía diaria marcó su destino: desde entonces supo que quería abrir caminos de oportunidad para otras mujeres que, como ella, soñaban con una vida más digna.

Antes de ingresar a la vida religiosa trabajó como jornalera y fue testigo de las desigualdades que afectaban a las mujeres de su entorno. “Nosotras teníamos claro que debíamos prepararnos para no ser utilizadas. La dignidad no se comercializa”, dice con la convicción de quien ha visto de cerca la pobreza y la injusticia.

Su vocación, sin embargo, no nació en un hogar religioso. “En mi familia nadie pertenecía a la iglesia, todo lo contrario, pero en algún momento sentí que Dios me llamaba a servir desde otro lugar. A los 24 años ingresé a la comunidad. No fue fácil que lo aceptaran; no lo entendían. Con el tiempo, cuando uno de mis hermanos también entró a los jesuitas, todo cambió. Empezaron a verlo como un orgullo”, cuenta con una risa discreta.

De Dajabón a Colombia

Su camino la llevó primero a Puerto Rico, donde realizó el noviciado, y luego de regreso a República Dominicana para tomar sus primeros votos. “Fue una fiesta en el pueblo, algo inolvidable”. Poco después, su destino se cruzó con Colombia. Llegó en 1987 para estudiar Teología en la Pontificia Universidad Javeriana, en Bogotá, junto a otras hermanas de su congregación.

El cambio no fue sencillo. “Soy caribeña, de gestos, de abrazos, de alegría. Bogotá era distinta, más fría y silenciosa. Además, en ese entonces casi no había mujeres negras en espacios de liderazgo o visibilidad social. Me costó adaptarme, pero también me enseñó mucho”.

Cuenta que cuando iba a Corabastos, muy temprano en las mañanas, la gente se persignaba al verla pasar. “Al principio no entendía por qué, hasta que alguien me explicó que, según una creencia popular, ver a una persona negra en la mañana era de buena suerte. Me pareció curioso, porque imagínate si fuera lo contrario. Son creencias que vienen de una historia larga de desconocimiento y que solo se transforman con educación y convivencia”, señala con voz firme.

Durante trece años vivió en Bogotá, en el barrio Palermo Sur, hasta que pidió ser enviada a un lugar donde pudiera servir directamente en comunidades apartadas. Su destino fue el Pacífico colombiano, más exactamente el municipio de Mosquera, Nariño, una pequeña isla rodeada de selva. “Era un lugar al que solo se podía llegar por vía fluvial. Viví allí nueve años y aprendí más de lo que enseñé”, dice entre risas.

En ese rincón del país descubrió un liderazgo femenino que se expresa en la cotidianidad: las parteras, las curanderas, las cantoras, las maestras de la tradición oral. “Allí las mujeres son las que mantienen viva la comunidad. Han resistido todo: el abandono, la guerra, la pobreza. Pero siguen de pie, transmitiendo su sabiduría de generación en generación. En esos lugares, paradójicamente, las mujeres son más libres, porque han tenido que aprender a crear sus propias oportunidades”, relata.

Luego vivió seis años en Buenaventura liderando programas para el empoderamiento de las mujeres y regresó a Bogotá. Hoy dirige una de las iniciativas sociales más inspiradoras de Fe y Alegría Colombia, una organización que ha llevado educación y acompañamiento a los territorios donde el Estado casi no llega. Desde la capital lidera programas de formación integral, empoderamiento femenino y educación para adultos en barrios populares.

En 2017 fundó, junto a un grupo de voluntarios, una escuela en Ciudad Bolívar para que jóvenes y adultos pudieran terminar su bachillerato por ciclos. “Antes de la pandemia teníamos setenta estudiantes. Hoy ya son tres escuelas activas, con profesionales voluntarios en psicología, filosofía, derecho, ciencias políticas. Todos aportan desde su saber a la transformación social”, destaca con satisfacción.

Su trabajo va más allá de lo académico: busca sanar heridas, reconstruir la autoestima y romper los ciclos de violencia. “Muchas mujeres han normalizado la violencia porque no sabían que podían decir no, denunciar o reclamar. Nuestro propósito es acompañarlas, ayudarlas a reconocerse y sus derechos, a entender que merecen respeto y amor”, dice con voz firme.

“Soy campesina y crecí en un lugar donde prácticamente nos faltaba todo, menos amor”, recuerda. Hija de una familia humilde, fue una niña curiosa, fuerte y decidida. Cada mañana caminaba catorce kilómetros para asistir al liceo público.
“Querer es poder. Tenemos que levantarnos juntas, mirarnos, abrazarnos. Dejar el bulto de la desigualdad y llenarlo de dignidad, amor y orgullo por lo que somos. No se trata de brillar opacando a otras, sino de alumbrar juntas. Solo así cambiaremos el mundo”, dice con voz firme la hermana Zoila Cueto, coordinadora regional de Iniciativas de Desarrollo y Empoderamiento de la Fundación Fe y Alegría. | Foto: Fundación Fe y Alegría - A.P.I.

Sororidad es caminar juntas

Su mirada sobre la sororidad es profunda y política. “No partidista, sino política en el sentido de tejer redes entre mujeres. La sororidad es caminar juntas, escucharnos, respaldarnos, dejar la envidia y la competencia a un lado. Nosotras tenemos más determinación y resiliencia. Lo he visto en las mujeres que se mantienen firmes, incluso en los contextos más difíciles”, lo dice con la felicidad de una vida de servicio en la que ha podido ayudar no solo a mujeres, sino a hombres, niños y jóvenes.

Fe y Alegría, dice, ha sido ese puente entre la educación y la esperanza. “Estamos donde el Estado no ha llegado, y los cambios se van dando poco a poco. Lo importante es no desfallecer, seguir apostando a la formación integral, porque no se trata solo de enseñar conocimientos, sino de enseñar a vivir mejor, a sanar, a construir una sociedad más justa”.

En sus palabras hay una convicción que atraviesa toda su vida: la transformación empieza en lo pequeño, en cada gesto de apoyo y cada oportunidad que se crea para otra mujer. “Una mujer en Buenaventura me dijo una vez, muy preocupada, que quienes tenemos hoy la responsabilidad de construir una mejor sociedad no lo estamos haciendo para los que vienen. Y eso me marcó. Tenemos que hacerlo mejor por las nuevas generaciones, para que las niñas tengan más oportunidades, para que las mujeres sean más libres, más autónomas”, recalca.

Antes de despedirse se toma un momento para darle un mensaje a todas las mujeres, con la sabiduría no solo de sus experiencias, sino de sus canas, dice: “Querer es poder. Tenemos que levantarnos juntas, mirarnos, abrazarnos. Dejar el bulto de la desigualdad y llenarlo de dignidad, amor y orgullo por lo que somos. No se trata de brillar opacando a otras, sino de alumbrar juntas. Solo así cambiaremos el mundo”.

Cuarenta años después de aquella niña que caminaba kilómetros para estudiar en Dajabón, con el miedo de ser comercializada, la hermana Zoila Cueto sigue caminando y trabajando. Hoy, en los barrios del sur de Bogotá, acompañando a mujeres que transforman su historia con educación, empatía y fe; luego, a donde la vida la lleve, pero eso sí, en cada paso con la certeza de que la esperanza, cuando se comparte, también se multiplica.