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Provocaciones de Norcorea, un juego peligroso

El régimen no detiene sus amenazas. Esta semana lanzó un misil que voló sobre Japón y revivió odios del pasado. La comunidad internacional intenta, con excepción de Donald Trump, privilegiar las salidas diplomáticas.

2 de septiembre de 2017

Corea del Norte ha provocado al mundo entero con sus armas nucleares, desde que construyó su propio reactor en 1965 con la ayuda de la desaparecida Unión Soviética. El raciocinio de sus dirigentes ha sido siempre el mismo: mientras más armas nucleares acumulen, menor riesgo asumirán de que los invadan. Kim Jong-un, actual jefe supremo del país asiático, ha seguido dicha estrategia al pie de la letra, y el reciente lanzamiento de un misil de mediano alcance que sobrevoló territorio japonés volvió a ponerle los pelos de punta a la comunidad internacional.

Hace unas semanas, la tensión había crecido entre Corea del Norte y Estados Unidos. Los dos países se amenazaron mutuamente, y todo terminó en una promesa incumplida de Kim de lanzar un misil de prueba que aterrizaría a escasos metros de la isla estadounidense de Guam, en el Pacífico. Sin embargo, el líder supremo decidió esperar alguna otra acción de los norteamericanos antes de lanzar su cohete, y todo quedó en amenazas belicosas de lado y lado.

Pero después de unos días de relativa calma, el martes un misil Hwasong-12 de mediano alcance, lanzado desde algún lugar en la capital, Pyongyang, voló un total de 2.700 kilómetros, con la particularidad de que sobrevoló Hokkaido, una de las tres islas principales que constituyen el territorio de Japón. Si bien ya en 1998 y 2009 este país había denunciado el paso de misiles norcoreanos por su territorio, en dichas ocasiones Corea del Norte afirmó que no se trataba de misiles sino de satélites, lo cual impidió que la situación pasara a mayores. Pero esta vez Kim afirmó que en efecto se trató de un misil lanzado en protesta por los ejercicios militares que sostuvieron tropas norteamericanas y surcoreanas en el Pacífico. Añadió en los medios estatales que no se ha olvidado de la isla de Guam, y que un próximo lanzamiento podría pasar muy cerca de allí.

De nada sirvieron las siete sanciones que Naciones Unidas le ha aplicado a Corea del Norte desde 2006, ni la tibia influencia que China ejerció para mantener a raya a Kim. El misil alarmó enormemente a surcoreanos y japoneses (los más cercanos geográficamente a Corea del Norte) e infló de orgullo a los norcoreanos, quienes están permeados por la filosofía juche, la cual exige un compromiso total con el régimen a cambio de alcanzar la inmortalidad. En un país donde hay 40.000 estatuas de Kim Il-sung (primer líder supremo del país y abuelo de Jong-un), el lanzamiento de un misil es motivo de aplausos, pues demuestra el poderío de la nación y la determinación de su líder.

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El presidente estadounidense, Donald Trump, reaccionó de inmediato, pero como ya es costumbre, sembró la confusión en su propio gobierno. Si bien durante su campaña a la Presidencia afirmó estar dispuesto a reunirse con Kim, el miércoles dijo en un trino que hablar con Corea del Norte “¡no es la respuesta!”. Aun así, su secretario de Defensa, Jim Mattis, tuvo que declarar que las “opciones diplomáticas no están descartadas”, y con malabares retóricos tuvo que suavizar la frase de su jefe, y explicar que Trump quiso decir que el diálogo con Kim es casi imposible de conseguir.

Confusión y contradicciones son lo menos conveniente en medio de una situación tan seria. La comunidad internacional no se ha puesto de acuerdo en cómo detener las constantes provocaciones, y Corea ha aprovechado esto a la perfección. ¿Qué quería conseguir el gobierno norcoreano con el misil?

Para Nicholas Eberstadt, autor del libro El fin de Corea del Norte, hubo dos objetivos concretos. “Por un lado, Kim quiere normalizar las amenazas nucleares, que un día se lance un misil y a la siguiente semana otro, y que el mundo termine por aceptar esa situación. Por el otro, quiso presionar a la comunidad internacional de una manera muy segura: Kim sabía que Japón no iba a reaccionar militarmente, y por eso escogió esa trayectoria”, afirmó Eberstadt a SEMANA.

La entrada de Japón a este peligroso juego de amenazas y misiles podría ser la consecuencia más preocupante de todo lo ocurrido esta semana. Los nipones y norcoreanos están unidos por una historia de colonialismo (los japoneses dominaron a la península coreana entre 1910 y 1945) y todavía hay muchas heridas abiertas. De igual manera, Japón no se quedará de manos cruzadas ante una amenaza que, literalmente, ya voló sobre su cabeza.

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El despertar del Leviatán

A pesar de que hoy en día Japón es un país reconocido mundialmente por su pacifismo, no siempre fue así. No solo contribuyó con millones de muertes durante la Segunda Guerra Mundial, sino que perpetró una de las masacres más violentas que se hayan cometido en el territorio chino. Durante seis semanas entre diciembre de 1937 y enero del siguiente año, el Ejército imperial mató a cerca de 200.000 chinos y violó a centenares de mujeres en la ciudad de Nanjing. Las cifras no son exactas, pues antes de declarar su rendición en 1945, el Ejército destruyó cualquier documento relacionado con ese baño de sangre.

La conclusión histórica es que cuando Japón tiene un Ejército, el panorama puede volverse nefasto. Es por eso que en 1947 nació la Constitución pacifista de Japón, la cual prohíbe explícitamente tener un Ejército nacional. Por lo tanto, hoy en día el país cuenta con 227.000 miembros de las fuerzas de autodefensa, que solamente cumplen funciones de monitoreo y muy de vez en cuando participan en operaciones internacionales de mantenimiento de paz.

Este escenario podría cambiar radicalmente. Shinzo Abe, actual primer ministro japonés, ha hecho múltiples esfuerzos por cambiar el artículo 9 de la Constitución, que precisamente evita la formación de un Ejército tradicional. La oposición a dicha reforma ha sido apabullante (82 por ciento de los japoneses se sienten orgullosos de su Carta Política), pero el temor a revivir los horrores que desataron las bombas en Nagasaki e Hiroshima podría inclinar la balanza del lado de Abe.

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Después del lanzamiento del misil, Abe puso el grito en el cielo. Calificó el hecho como una “amenaza seria, grave y sin precedentes”. Durante el paso del misil, las autoridades en la isla de Hokkaido encendieron las máximas alarmas, y les pidieron a los ciudadanos que se resguardaran bajo techo. El miedo ha crecido en los últimos meses. Tener un vecino con cerca de 60 armas nucleares y un ritmo de producción de una bomba atómica cada siete u ocho semanas ha hecho que las ventas de resguardos nucleares aumenten considerablemente.

El miedo y la amenaza de un conflicto podrían ayudar en gran medida al plan reformista de Abe, pero antes necesita que dos tercios de la alta cámara del Parlamento voten a favor de cambiar la Constitución. Todavía falta un largo camino, y el rol de Estados Unidos se volverá cada vez más importante, le guste a la comunidad internacional o no.

Junto a Corea del Sur, Japón es el aliado más importante de Trump en el noreste asiático, en parte porque desde 1950 han mantenido un acuerdo de seguridad. Incluso si Japón vuelve a tener Ejército, no podría actuar por su cuenta. El problema es que el mandatario estadounidense se ha mostrado más proclive a la confrontación (“Corea del Norte conocerá un fuego y una furia nunca antes vistos”) que al diálogo.

Tal como le dijo a SEMANA Anthony Difilippo, autor del libro Relaciones de seguridad entre Estados Unidos, Japón y Corea del Norte, “aunque Washington haya dicho que todas las opciones están en la mesa con respecto a Corea del Norte, intentar una solución militar sería catastrófico para todo el noreste de Asia”.

Kim es un provocador profesional, y disfruta ese juego de amenazas y misiles que hasta ahora domina a la perfección y que lo ha convertido en un ídolo nacional. Pero tanto Trump como Abe deberían saber, más que nadie, las heridas profundas e irreversibles del juego macabro de hacer la guerra cuando hay armas nucleares de por medio.