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¿El abrebocas?

El referendo de Alvaro Uribe apunta a reformar sólo al Congreso y pospone, por ahora, un cambio de fondo del sistema político.

11 de diciembre de 1980

Lo prometido es deuda. Minutos después de tomar posesión de su cargo el presidente Alvaro Uribe nombró, en el Salón Boyacá del Capitolio, a Fernando Londoño Hoyos como ministro del Interior y de Justicia encargado, para que en seguida pudiera radicar en el Congreso el proyecto del 'Referendo contra la corrupción y la politiquería'. Uribe cumplía así, con fecha y hora, el número nueve de los 100 puntos de su Manifiesto Democrático.

A pesar de su pomposo título la propuesta de referendo decepcionó. No ataca los diversos vicios de la política colombiana, en los partidos, en el sistema electoral, ni en la financiación de las elecciones. Redujo la consulta al pueblo a una reforma del Congreso, como si allí -y sólo allí- estuviese toda la "politiquería y la corrupción". De los 15 puntos, 10 reforman el funcionamiento del cuerpo legislativo: los obliga a votar públicamente, les impone nuevas inhabilidades y templa los requisitos para perder la investidura. De los cinco restantes, quizá sólo uno tiene que ver con el ataque a la corrupción, el que propone eliminar las contralorías y personerías locales. Los demás apuntan a una mezcla diversa de propósitos (ninguno de los cuales es la politiquería), como la austeridad, al limitar los honorarios de concejales y diputados; fortalecer el gasto social, al destinar el uso de recursos ahorrados por la reforma en saneamiento básico y educación, y profesionalizar el Ejército y fomentar el patriotismo, al proponer el reemplazo del servicio militar obligatorio por uno social que incluye adiestramiento teórico en defensa.

Desde hace rato los congresistas sabían que el grueso del sentimiento contra la corrupción que eligió a Uribe era contra ellos. Incluso se han mostrado menos reacios que otras veces a autorreformarse. Los liberales oficialistas radicaron ese mismo día un proyecto de acto legislativo y anunciaron una "cooperación crítica" mientras que las bancadas uribistas del Senado y de la Cámara de Representantes se reunían con el presidente Uribe para conocer de antemano los principales puntos de la propuesta gubernamental. Además la encuesta entre congresistas de Votebien.com, El Colombiano y SEMANA, publicada la semana pasada, reveló el abrumador consenso de puntos del referendo, como el voto público y la eliminación de privilegios pensionales.

También el discurso del presidente del Congreso, Luis Alfredo Ramos, en la posesión presidencial del 7 de agosto, estuvo orientado en esa dirección reformista. Ramos destacó las nuevas caras del Capitolio y la legitimación de los 10 millones de votos que se depositaron en las elecciones parlamentarias de marzo. Además calificó al Congreso que inicia actividades como el de la "concertación para aprobar las reformas que garanticen una agenda de recuperación de nuestro país". Muy sintonizado con el espíritu de los tiempos el senador Ramos lanzó la consigna "reforma o catástrofe" para caracterizar el dilema de los congresistas en esta coyuntura.

No obstante una cosa es adaptarse a los sentimientos imperantes y otra muy distinta estar dispuestos a suicidarse. Como lo evidencia la encuesta de SEMANA, cuando de Congreso unicameral y revocatoria se habla el apoyo parlamentario cae al abismo del 10 por ciento.

No se sabe hasta qué punto el gobierno buscará realmente revocar al Congreso. Si bien el referendo deja abierta la posibilidad de adelantar las elecciones de Congreso e incluso estipula que el nuevo Parlamento elegido tendría un período recortado hasta el 19 de julio de 2006, en la exposición de motivos insiste en la voluntad del gobierno de llegar a acuerdos con el Congreso alrededor de un texto de referendo. Y como en el texto de esa exposición se adivina la retórica del ministro Londoño Hoyos, la expresa voluntad conciliatoria de puño y letra del Ministro más aguerridamente antipolítico no es asunto menor.

Claro está que no faltan quienes interpreten la inclusión en el referendo de una eventual revocatoria como una espada de Damocles intencionalmente puesta ahí por el Ejecutivo como arma de presión. En efecto, el representante independiente Wilson Borja sostiene que en este punto el referendo no es más que "una herramienta de chantaje para que le aprueben las reformas pensional y tributaria". Y el ex ministro Armando Benedetti, en su columna del lunes 5 de agosto en El Tiempo, fue más allá y aventuró una hipótesis preocupante. Además de domesticar a los parlamentarios para que renuncien a toda crítica a cambio de no ser revocados puede que "la verdadera reforma de Uribe no tenga nada que ver con lo que se discute, ni con los partidos ni con la democracia, sino con la construcción de un Ejecutivo repleto de estados marciales, de sitio y de queda".

Puede que la hipótesis no resulte cierta pero lo que sí queda claro por ahora es que, a juzgar por sus contenidos, el referendo es sobre todo una medida con una alta dosis de demagogia: concentra todos los ánimos reformistas en el órgano más impopular de la democracia con la seguridad de que va a recibir los aplausos. Cualquier analista sabe que sólo reformar los procedimientos de los congresistas es como vender el sofá en el cuento de la esposa infiel.

"Esta reforma orientada al Congreso es superficial y no apunta a lo sustancial del problema: los cambios electorales, territoriales y de relación entre los poderes", dice el senador conservador Luis Humberto Gómez Gallo. Del otro lado, el senador José Renán Trujillo, dirigente del liberalismo oficialista, fue más enfático: "Los 14 puntos son una cortina de humo para revocar el Congreso".

Lo preocupante es que Uribe esté en realidad recorriendo los pasos de Alberto Fujimori en el Perú o de Hugo Chávez en Venezuela: explotar la pésima imagen del Congreso para hacer una especie de populismo antiparlamentario y convertir a los políticos en el símbolo de todo lo que está mal. Y de paso legitimar así un proyecto de corte autoritario. El objetivo no sería entonces reformar la política sino conseguir oxígeno mediante la aprobación rápida y contundente del referendo para obtener respaldo para las más difíciles reformas en materia de seguridad o de ajuste económico.

El riesgo de todos modos es alto. Por estar empeñado en reformas taquilleras pero inocuas en cuanto a atacar los males del país se refiere, como la creación de una sola Cámara o la reducción del número de congresistas, el gobierno de Uribe dilapidaría capital político crucial para sacar adelante el ajuste fiscal, e incluso el resto de la reforma política más sustancial.

Nadie duda que es positivo tratar de eliminar las malas costumbres de los congresistas, que son muchas, pero las reformas anunciadas no se pueden quedar ahí. Las expectativas de cambio son enormes y el país ya ha perdido demasiadas oportunidades para emprenderlo en serio.