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La distribución del salón de protocolo del laguito, en La Habana, reflejaba la distancia que ha separado a las FARC y al gobierno en estos últimos años de conflicto.

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El día en que comenzó el proceso de paz

María Jimena Duzán, presente en La Habana, cuenta los intríngulis de la reunión de Santos y Timochenko, que estuvo a punto de fracasar.

26 de septiembre de 2015

La distribución del salón de protocolo del Laguito, en La Habana, reflejaba la distancia irreconciliable que ha separado a las Farc y al gobierno en estos últimos 50 años de conflicto.

A un extremo del enorme salón estaba ubicado el gobierno y su numerosa comitiva presidencial. En el otro, los cerca de 30 miembros de la delegación de las Farc. El  inmenso arreglo floral que los separaba les permitía a unos y otros escrutarse sin necesidad de que sus miradas se encontraran. No había para qué esconder las prevenciones de ambos lados porque se sentían al rompe. Al fin y al cabo, en los 50 años que lleva este conflicto era la primera vez que un presidente de Colombia se encontraba cara a cara con el jefe de la guerrilla de las Farc. Lo único tangible y evidente era que ningún lado conocía el terreno que estaba pisando porque este escenario era nuevo para todos.

Del lado del gobierno estaban en primera línea los plenipotenciarios: Humberto de la Calle, Sergio Jaramillo, el general Óscar Naranjo y María Paulina Riveros. Ausencia notable, la del general Jorge Enrique Mora, la voz de los  militares en la Mesa. Como no fue, su representación recayó exclusivamente en el general Javier Flórez, delegado del gobierno en la comisión que estudia el cese al fuego y el fin del conflicto.  Flórez asistió al encuentro con su uniforme y su bastón de mando.

Del lado de las Farc, en primera fila, estaba Iván Márquez, Pablo Catatumbo, Pastor Alape, Joaquín Gómez y Carlos Antonio Lozada, todos vestidos para la ocasión con impecables guayaberas blancas. Ausencia notable fue la de Enrique Santiago, el abogado español miembro de la comisión jurídica, quien jugó un papel muy importante para sacar adelante el acuerdo sobre el nuevo sistema de justicia, la Jurisdicción Especial de Paz (JEP).

Detrás de los plenipotenciarios del gobierno, estaban los exmagistrados miembros de la subcomisión jurídica,  Manuel José Cepeda y Juan Carlos Henao, nuevos en este barco de la paz. A su lado Horacio Serpa, jefe del liberalismo, y  los presidentes del Senado, el liberal Luis Fernando Velasco, y el presidente de la Cámara, Alfredo Deluque, muy contentos de haber calificado para la foto sin haber hecho mayores méritos. Más allá, algo inquieto y nervioso, estaba el senador del Polo Iván Cepeda, quien sí ha jugado un papel muy importante por fuera de la Mesa, que el país está en mora de reconocerle.     

El senador que se veía más impactado con el acto era Antonio Navarro del Partido Verde. Su calidad de exguerrillero del M-19 pesaba en el salón y lo devolvía 25 años atrás a la época en que desistió de la lucha armada.  Era la primera vez que veía a las Farc en su condición de reintegrado a la sociedad y no podía negar que ambos se sentían incómodos. Sin embargo, Navarro era de todos los congresistas el que mejor podía comprender el paso que las Farc estaban dando.

Causó sorpresa también que Álvaro Leyva se hubiera sentado del lado del gobierno a pesar de haber sido uno de los asesores propuestos por las Farc para integrar la subcomisión jurídica. (De hecho, vino en el avión presidencial). Su decisión no causó mayor revuelo porque tanto el gobierno como las Farc reconocen que Leyva cumplió un papel clave en la construcción del acuerdo sobre justicia. “Leyva tiene la rara condición de representar a ambas partes, al Estado y a las Farc”, me dijo una fuente que me definió muy bien las ventajas que tiene el abogado sobre los otros miembros de la comisión que fue recientemente nombrada.

La ceremonia se demoró más de lo esperado y crecía la sensación de que no se iba a dar el encuentro entre el jefe del Estado y el de las Farc, sobre todo entre los periodistas que duramos cerca de una hora y media esperando que abrieran las puertas del gran salón. Luego supimos que este encuentro estuvo varias veces al borde de no producirse.

El  sábado anterior se había acordado en Bogotá, con los abogados de las Farc y del gobierno, el documento que se iba a leer en este encuentro. Por eso se dispuso que la delegación colombiana, encabezada por Sergio Jaramillo y Humberto de la Calle, viajara  a La Habana el martes siguiente con el propósito de coordinar la llegada del presidente Santos. En ese mismo momento comenzaba otro operativo desplegado para traer al jefe de las Farc de las selvas colombianas.

Sin embargo, en la víspera del 23 de septiembre surgieron nuevos desacuerdos entre las delegaciones del gobierno y de las Farc en La Habana y el encuentro llegó a ser cancelado. No obstante, a eso de las diez y media de la noche hubo humo blanco entre las partes y de un momento a otro la reunión revivió. Fue tal la incertidumbre que cuando el jefe de las Farc salió de Colombia el martes, la reunión en realidad se había cancelado y cuando arribó a La Habana en la madrugada del miércoles había vuelto a quedar en pie.

El último escollo se presentó cuando el presidente Santos y el comandante Timochenko se encontraron una hora antes del acto en un salón contiguo al gran salón de protocolo del Laguito, y se volvieron a presentar nuevos desacuerdos que por poco dan al traste con el encuentro. A escasos minutos del acto, tuvieron que sentarse a mirar con detenimiento lo que los jefes de las delegaciones respectivas habían acordado en la víspera. El centro del desacuerdo ya no era el documento sobre la justicia, sino los tiempos. Las Farc consideraban que el tema no era un problema de fechas sino de voluntad, y el gobierno pensaba que si ambas partes se ponían de acuerdo en un día para la firma se le daba una señal muy poderosa a quienes todavía no creían en el proceso. Luego de unos minutos que parecieron horas, ambas partes lograron el acuerdo para ponerle fecha al proceso y se dio inicio de inmediato al acto protocolario.

La ceremonia fue corta pero solemne y siguió las pautas acordadas: primero habló el presidente Santos, luego el jefe de las Farc, y cerró el presidente cubano, Raúl Castro. Ninguno de ellos se pasó de los cuatro minutos y ninguno respondió preguntas de la prensa. El protocolo solo se rompió una vez, cuando el propio Raúl Castro jalonó el apretón de manos entre el presidente Santos y el jefe de las Farc, pues ese saludo no estaba previsto. Sin embargo, cuando sus manos se encontraron sorpresivamente, tanto el presidente Santos como Timochenko reaccionaron de manera espontánea y se dejaron llevar por el momento.

A Santos se le vio contenido, pero contento y menos eufórico que su comitiva presidencial. Varios de ellos se felicitaron efusivamente, como cuando la Selección Colombia anota un gol, en el momento en que las partes firmaron el acuerdo. Las Farc en cambio optaron por la parquedad. En su discurso, Santos tuvo un gesto para con las Farc: le reconoció a esa guerrilla el paso grande que había dado al concertar con el gobierno un plazo de seis meses para firmar el acuerdo. En un momento dado Santos le habló directamente a Timochenko.  El jefe de las Farc se mantuvo firme y por un instante sus miradas se cruzaron sin temor a encontrarse.

A pesar de que había llegado a la madrugada de ese mismo miércoles, Timochenko alcanzó a cambiar su traje de fatiga por una elegante guayabera cubana. Se le veía descansado aunque ciudadosamente nervioso. Timo, como le llaman en la guerrilla, es de baja estatura, de tez blanca y del pelirrojo que era ya no queda mayor rastro.  Su lenguaje corporal es el de un campesino de la zona cafetera,  más parecido al de Marulanda que al de Jacobo Arenas. Ha vivido 40 años en la selva y tengo entendido que esta era la primera vez que se enfrentaba a una jauría de reporteros que lo asediaban con sus flashes.

Su discurso sorprendió por el tono ecuánime de sus palabras. Esta vez no le habló a la guerrilla como nos tiene acostumbrados sino al país; aceptó públicamente la responsabilidad de las Farc en este conflicto pero recordó que los guerrilleros no son los únicos que deben cumplir con la verdad y finalizó con un llamado a deponer los odios y las retaliaciones, con lo que desnudó el temor que tienen muchos guerrilleros de terminar asesinados como le ocurrió a Carlos Pizarro.

Varias veces se intentó hacer esta reunión, pero no se había logrado concretar porque los astros no estaban alineados. Hubo un intento en Noruega, a principios de junio de este año, pero no se pudo concretar porque el acuerdo de justicia no estaba listo. Luego vino la visita del papa a La Habana y se especuló sobre la posibilidad  de una reunión entre el presidente y  el jefe de las Farc  con el pontífice. Sin embargo, en realidad ese encuentro nunca estuvo contemplado en la agenda del Vaticano en Cuba y fue siempre más chisme que verdad.

Al final del acto, el aire estaba más descargado y se sentía una liviandad propia de las que dejan las catarsis. Los dos bandos, tan juiciosamente delimitados al comienzo, terminaron desdibujados.   La delegación de las Farc abandonó su extremo y se  pasó al otro lado para  saludar a la gente del gobierno y a la comitiva presidencial. Lo propio hicieron varios miembros del gobierno. Unos y otros estrecharon las manos y por un momento se fusionaron.  El acercamiento que más registré fue el saludo de Pablo Catatumbo y Pastor Alape con Antonio Navarro. No fue efusivo, es cierto, pero se dieron la mano.  Nadie ha dicho que la reconciliación vaya a ser fácil si se hace la paz, pero lo que pasó ese día en este salón de protocolo del Laguito en La Habana puede ser fácilmente recordado como el día en que realmente se inició este proceso de paz.