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Exposiciones y bibliotecas: ¿nueva moda?

Las importantes exposiciones y visitas que estuvieron este año en Colombia llevaron a cientos de miles de personas, en especial de estratos medios y bajos, a los museos y bibliotecas. ¿Qué hay detrás de este fenómeno?

Jorge Orlando Melo*
23 de diciembre de 2002

A mediados del siglo XIX, un primer ministro inglés defendió en el Parlamento la entrada gratis a los museos: allí aprenderían las clases trabajadoras a compartir los valores de la nación inglesa y por eso no importaba que llevaran sus almuerzos y se los comieran en las salas de exhibición. En efecto, en el siglo XIX museos y bibliotecas convirtieron a los habitantes de Europa y Norteamérica, que hacían un paso breve por la escuela, en ciudadanos, en miembros de naciones con creencias compartidas, más o menos modernas, seculares y democráticas.

Es probable que, en escala menor, algo parecido esté pasando en Colombia. Los nueve millones de personas que fueron a las bibliotecas de Bogotá en este año, o los 700.000 asistentes a las exposiciones de arte, muestran que algo cambia en nuestra sociedad. Nuestros grupos dirigentes, por supuesto, siempre han tenido libros y, aunque no iban mucho al Museo Nacional, compraban libros de arte o, si salían del país, pretendían haber pasado algunas horas en el Louvre o el Prado.

Pero lo que se vio este año, y se está viendo hace ya algún tiempo, es un público de estratos medios y bajos que invade las salas donde se exhibe a Picasso o a Rembrandt, se sorprende con las fotografías de Cartier Bresson o el Museo Niepce, descubre en la exposición de iconos rusos las diferencias con las láminas del Sagrado Corazón que estaban en la sala de todas las casas, hace fila para ver las pinturas holandesas de la colección Rau o regresa una y otra vez a las obras de Monet, Ernst o Picasso del Museo Botero.

Una diferencia es evidente: el peso de lo que viene de fuera es mucho más grande aquí y ahora. Aunque las obras de Juan Cárdenas, Bernardo Salcedo o los jóvenes que exhiben en la Bienal de Bogotá atraen un público importante y creciente, lo que arrastra es ante todo el arte internacional. Los campesinos desplazados de la época de la violencia y la industrialización, cuya cultura tradicional, estable, religiosa y oral, se desmoronó al enfrentarse a la miseria y la incertidumbre urbanas, tienen unos descendientes que no reducen su vínculo con la cultura universal al catecismo Astete. Se han globalizado: crecen con Pokémon y manga, ven cine y televisión internacionales, oyen rock y vallenato y oscilan entre los centros comerciales y restaurantes, a los que los invitan los medios de comunicación, y museos y bibliotecas, a donde tratan de empujarlos maestros y ministerios y secretarías de cultura. Lo propio, lo nacional, si esto quiere decir algo, cada día tiene menos fronteras: nuestra 'identidad' nacional, para usar un término generosamente inexacto, se transforma cada día con trozos de todo el mundo.

Lo que está detrás de esto es sobre todo el crecimiento del sistema escolar. Gran parte de los asistentes a bibliotecas y museos son jóvenes estudiantes. Pero es que hoy Bogotá tiene un millón y medio de estudiantes y casi 400.000 en la educación superior, cuando hace 50 años tenía menos de 10.000 universitarios. Son el nuevo público masivo, las nuevas clientelas electorales, los nuevos consumidores. En la escuela y en los medios de comunicación (y en espacios comerciales, bibliotecas y museos) se van formando las actitudes y hábitos culturales que antes se adquirían en el hogar y la iglesia, y que nos dirán si el gusto por el arte se consolidará, como puede estar pasando, o será sólo una moda pasajera, apoyada en el exitoso mercadeo de algunas grandes exposiciones.

A corto plazo, las posibilidades de volver a tener exposiciones como las de la Colección Rau, Cartier Bresson, Rembrandt, Picasso, Rufino Tamayo, el arte de Vanguardia Ruso y la exposición de iconos, no es muy grande. Los costos se han disparado, y los seguros, después del 11 de septiembre, se han vuelto impagables, sobre todo para un país como el nuestro.

Esto puede obligarnos a que los colombianos descubran masivamente el arte hecho aquí, la historia más propia. El Museo del Oro logró convertir en un lugar común la idea de que la tradición y las culturas indígenas hacen parte de la cultura colombiana, contra la visión excluyente que veía en el aporte español la única base de nuestra cultura: la religión católica, el idioma castellano y hasta la raza, celebrados el 12 de octubre.

Ahora, en años menos ricos en exposiciones internacionales, los museos deberán descubrir con más fervor a Colombia, y el público tendrá que decidir si le interesan los costumbristas del siglo XIX, que ahora exhibe el Museo Nacional, o si vale la pena conocer la historia del transporte, que está mostrando el Museo de Antioquia, o pasar unas horas frente a las imágenes de Bogotá de Fidolo González Camargo o las pinturas desgarradoras de Luis Caballero, en la Luis Angel Arango, o entre las instalaciones y creaciones recientes de la Bienal de Bogotá, en el MamBo, El Tunal y El Tintal. O si prefiere ver televisión y darse una vuelta por los centros comerciales.