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Frida Kahlo

La historia de la famosa pintora mexicana, ahora en cine,se convierte en una parábola de la realidad latinoamericana del último siglo.

Héctor Abad Faciolince
7 de diciembre de 2002

El primer dolor, en la escuela primaria, es una rima burlona: "Frida Kahlo / Pata' e palo", porque la Pintora Adolorida, era coja desde antes de ser coja. Lo fue tres veces: a los 6 años, cuando le dio poliomielitis y su pierna derecha quedó delgada y frágil; a los 18 años, cuando el accidente que marcó su vida le produce 11 fracturas en la pierna derecha; y un año antes de morir, en 1953, a los 46 años, cuando el pie se gangrena y tienen que amputarla.

La pierna es lo de menos. Ella dijo: "Pies para qué los quiero si tengo alas pa' volar". En el devastador accidente de 1925, pasan cosas peores: se lesiona tres vértebras de su columna vertebral, que nunca sanarán y serán una compañía de dolor durante 30 años. Además, el pasamanos del bus en el que iba le penetra por la cadera, le rompe en tres pedazos la pelvis y le sale por la vagina, desgarrando el labio izquierdo. La Dolorosa no podrá concebir, y se dice que como consecuencia de esta herida no logró tener hijos. Tuvo tres abortos espontáneos, a los pocos meses de embarazo, que aumentaron su sensación de no estar completa, de estar desintegrada: "Yo soy la desintegración", pone en uno de sus dibujos. Y pinta una y otra vez las partes de su cuerpo y la sangre que brota. Hace de su pintura una biografía, desde el padre judío, la madre analfabeta, pasando por el útero y el nacimiento, la leche de la nodriza mexicana, su vida con Diego, algunos y algunas de sus amantes, su militancia de izquierda, hasta el sueño de su muerte.

En los 30 años que siguieron a su accidente será sometida a 39 operaciones: injertos de columna, ensayos de médicos, tracciones torturantes, amputaciones de dedos, convalecencias de meses, corsés de yeso, de cuero, de barro, de metal, sillas de ruedas, aparatos ortopédicos. La Dolorosa dice: "Me acostumbré a sufrir". Lo primero, entonces, es que toma conciencia de su cuerpo como una carne sufrida, lacerada. "A mí el pasamanos me atravesó como la espada a un toro". Su obsesión por el autorretrato no es egolatría. En la soledad de la cama, en medio del dolor, Frida intenta recomponerse pintándose una y otra vez. Dice: "Nunca he pintado. He pintado mi propia realidad". Y también: "Me pinto a mí misma porque estoy sola con frecuencia. Soy el tema que conozco mejor". Y hay otra cosa: al menos esa otra Frida, la del cuadro, no sufre, como sí sufre la que sigue viva.

Carlos Monsiváis insinúa que el culto por Frida y por su obra podrían parecerse a un culto cristiano, pues ella es "un San Sebastián al que las flechas marcan con la felicidad de estar vivo, una Dolorosa que resiste al suplicio desde el más allá del arte". Además, la mayor influencia en su obra no es Rivera, ni el surrealismo, ni el muralismo mexicano sino el arte popular de los exvotos. En el exvoto, o retablo, los fieles les agradecen a la Virgen o a los santos, pintándose a sí mismos en la situación de peligro (accidente o enfermedad) superada por la milagrosa ayuda sobrenatural. Frida pinta también su dolor, pero no cree en santos. O cree en otros santos, los de la última religión del siglo XX: "El marxismo dará salud a los enfermos", es la leyenda de uno de sus cuadros. También se pinta al lado de Stalin, y tiene a Marx, Engels, Lenin y Mao como patronos. "Los amo como a los pilares del nuevo mundo comunista", escribió.

Después de su muerte hay dos decenios de relativo silencio. Sus cuadros no cuestan mucho, no se organizan exposiciones en México. Pero a partir de la década del 80 el culto empieza a crecer. Frida se vuelve un ícono, una leyenda, "La Virgen de los Abortos", como le dice Monsiváis. Hoy, con ayuda de Hollywood, hemos llegado más lejos: se divulga por Internet una nueva religión: el kahloísmo. "Adorarás a Frida como a una Diosa verdadera. Tu vestido reflejará tu veneración por ella, no serás conformista. Practicarás un arte. No habrá lugar de culto, pero tendrás un altar en tu casa con un cuadro suyo. Al menos una vez en tu vida harás un peregrinaje a la Casa Azul, en Coyoacán. Santificarás algunas fiestas: 25 de noviembre, muerte de Diego; 7 de julio, nacimiento de Frida; agosto 20, asesinato de Trotsky; 13 de julio, muerte de Frida...". Este delirio, fronterizo entre lo real y lo surreal, es alimentado por el culto y la disputa de algunas divas de nuestro tiempo que dicen inspirar sus vidas en la de ella: la italoamericana Madonna, la veracruzana irremediablemente agringada, Salma Hayek.

Hija de un fotógrafo, supo siempre cómo ser fotogénica, y lo fue como nadie. Mira siempre derecho a la cámara, seria, con convicción. Los labios apretados y la mirada intensa. Así salió en las fotos, innumerables, inolvidables, y así mismo se pintó, cejijunta (dos alas de cuervo sobre los ojos), adusta, con su bigotico meticuloso, pintado pelo por pelo. ¿Por qué no sonreía? Los que la conocieron dicen que cuando se reía echaba la cabeza hacia atrás, entreabría la boca, y escondía la dentadura detrás de la lengua. Tenía los dientes negros, podridos.

Después de su propio cuerpo y su dolor, tuvo otra obsesión, el gigante-sapo, el artista portentoso (y arbitrario y sectario y machista) al que amó: Diego Rivera. Hay algunos cuadros, Diego en mi pensamiento, Diego y yo, que son el testimonio de esa obsesión. Más explícitos todavía son los diarios. Allí lo llama mi padre, mi niño, mi madre, mi esposo, mi amante, mi amigo, mi hijo, mi todo, hasta llegar a la ecuación más rara: Diego = Yo. Pensando en él se exalta: "El hueco de tus axilas es mi refugio. Mis yemas tocan tu sangre. Toda mi alegría es ver brotar tu vida de tu fuente-flor, que la mía guarda para llenar todos los caminos de mis nervios que son los tuyos".

Bendición y catástrofe en su vida, Frida llegó a decir que Rivera había sido también su segundo accidente. Así lo define Elena Poniatowska, después de la felicidad de los primeros tiempos en el primer matrimonio (se casaron dos veces); la voz es la de Frida: "Siempre hay un negrito en el arroz de la felicidad y Diego era muy enamorado. Diego era un macho, Diego tenía otras viejas, y tuve que apechugar, toda la vida amante tras amante, una vieja y otra vieja, muchas amantes". Hasta la hermana menor de Frida, Cristina, estuvo entre las amantes, pero incluso esto la pintora acabó por perdonárselo a los dos.

De las muchas parejas emblemáticas de la historia (Abelardo y Eloísa, Juana la Loca y Felipe, Simón Bolívar y Manuelita, León y Sonia Tolstoi) la de Frida Kahlo y Diego Rivera, encarnó una época y varios sueños. Por unos 20 ó 30 años después de 1922, con el 'Renacimiento Mexicano', se pensó que el arte e incluso la sociedad de estos países habían encontrado un camino de orgullo y autenticidad, ya no de imitación, fracaso y marginalidad. Esa pareja libre, promiscua, comunista, no tenía la conciencia eurocéntrica de los intelectuales de la burguesía, ni el arrodillamiento gringófilo de los empresarios con los ojos siempre puestos en Estados Unidos. Parecían, de verdad, una tercera vía.

Cuando Frida adopta el traje típico de Tehuantepec, por sugerencia de Rivera, no lo hace solamente para cubrir su pierna flaca, pues para eso ya le servían sus calcetines dobles, o sus pantalones y sus trajes de hombre. Tampoco está disfrazada de folclor y color local para asistir a un baile de carnaval. Está intentando lo mismo que hace con los exvotos y retablos: recuperar, ver de nuevo la belleza del arte popular de nuestros países, y mostrarla otra vez, en el atuendo y en los cuadros. En este nuevo siglo cuando todos (desde Alaska hasta la Patagonia, desde Islandia hasta el Africa ecuatorial, pasando por Egipto, Siberia y Japón) usamos tenis Nike y calzoncillos Calvin Klein, la imagen de Frida Kahlo tiene un aire auténtico e independiente. Es triste, pierde espesor el mundo cuando todos se visten de la misma manera, pero han pasado 50 años y ya lo único que queda de local en nuestros hábitos, el último foco de resistencia, está en la comida, aunque asediada por sushi, pizzas y hamburguesas. En el vestido, aquí, resiste a veces la manta guajira, el sombrero vueltiao, alguna joya inspirada en el arte precolombino, y poco más.

Los vestidos y los cuadros de Frida son un despliegue de color. Ella misma hizo alguna vez su propia 'Teoría del color' y era esta: "Verde: luz tibia y buena. Solferino: Azteca Tlapalli. Vieja sangre de tuna. El más vivo y antiguo. Café: color de mole, de hoja que se va. Tierra. Amarillo: locura, enfermedad, miedo. Parte del sol y de la alegría. Azul cobalto: electricidad y pureza. Amor. Negro: nada es negro, realmente nada. Verde hoja: hojas, tristeza, ciencia. Alemania entera es de ese color. Amarillo verdoso: más locura y misterio. Todos los fantasmas usan traje de ese color... o cuando menos ropa interior. Verde oscuro: color de anuncios malos y de buenos negocios. Azul marino: distancia. También la ternura puede ser de ese azul. Magenta: ¿sangre? Pues, ¡quién sabe!".

Tal vez en el color es donde más se nota la máquina demoledora de la globalización, que todo lo vuelve uniforme. La cultura global, en el atuendo, le tiene miedo al color, no quiere exhibirse, no quiere llamar la atención. Ya no somos un exvoto católico o un ídolo africano, o un altar del Medioevo: se ha impuesto una moda azul, blanca, caqui, negra, de pastor protestante. Colores pasteles, sobrios, gamas de gris o de marrón, muy pocos reflejos de luz. Frida, cuando salía, no era recatada; al contrario, era exhibicionista. El mundo global ve el color como una ofensa, un grito, una disonancia. Frida Kahlo representó también la resistencia del color. Desde la imagen terrible y maravillosa de su accidente, donde ella queda desnuda, ensangrentada, y bañada en polvo de oro, hay una imagen luminosa de Frida que forma parte del culto actual: colores llamativos, luminosidad.

Pero también este culto, esta moda, parece pura obra de la globalización. Quienes conocen a fondo su vida y su obra (por ejemplo la crítica de arte Raquel Tibol) consideran que la película de Julie Taymor y Salma Hayek, Frida, es una aberración degradante, una versión edulcorada de una vida mucho más honda, problemática e intensa. Para Tibol, Hayden Herrera (autora de la gran biografía en que se basa el filme) debería renegar de la cinta y quitar su nombre del crédito final. Se dice que la película de Paul Leduc con Ofelia Medina, era mucho más fiel y también mucho mejor. Podría ser. Es posible que la película de Hayek acentúe la faceta erótica de la vida de Kahlo por motivos comerciales, pero no puede negarse que tantos episodios bisexuales se basan en la realidad, o al menos en un mito que ya se confunde con ella: la de una Frida, como dirían en México, cogelona.

Más atenuada y edulcorada parece la faceta política, y la pobreza y dificultad en que muchas veces vivieron Frida, Rivera, y muchos otros comunistas mexicanos. Tampoco, porque no le conviene a la imagen de santa, a la hagiografía laica, se ha mostrado lo sectarios y stalinistas que llegaron a ser los dos integrantes de esta pareja. Traicionaron amigos, denunciaron por revisionistas a republicanos españoles exiliados en México, e intentaron que el gobierno los expulsara del país (lo que significaba una muerte segura). Después de un período, con André Breton, en que se fascinaron física e intelectualmente por Trotsky, le dieron la espalda al revolucionario ruso hasta tal punto que hay quienes piensan que, al menos en la omisión, no fueron del todo ajenos a su asesinato. Ya esto queda envuelto en las brumas de aquello que no se sabe bien, en un período en el que el fanatismo político era el pan cotidiano, y por ende las acusaciones van y vienen.

Su comunismo radical queda algo desterrado en la película y en la leyenda, y cae bajo el cincel de la remoción ideológica, como cayó el Lenin del mural pagado y destruido por Rockefeller en Nueva York. Demasiada vergüenza hay en el stalinismo para poder admitir de buena gana que estos dos ídolos latinoamericanos lo fueran también. Quizá su fracaso estuvo precisamente ahí: superaron el eurocentrismo sin caer en el esnobismo de los intelectuales afrancesados; no cayeron ni por un instante en la fascinación monetaria por Gringolandia (la palabra es de Frida); intentaron ser mexicanos a carta cabal, pero de repente enfermaron de una enfermedad que venía también de otro mundo: la religión eslava de los bolcheviques, los gulag de Stalin, totalitario y despiadado como el fascismo que combatieron.

Es curioso que buena parte del culto por Frida venga ahora del norte, de Estados Unidos, y también que un buen trozo de su obra esté allí. Aunque Rivera se sentía a gusto en Estados Unidos, Frida siempre se sintió incómoda en ese país. En ese sentido ella encarna mejor nuestra mutua incomprensión. Por un lado los vemos como los sosos e ingenuos blancos, rígidos, rutinarios y sin imaginación. Y ellos nos ven como los latinos borrachos, perezosos, superficiales, parranderos, que no han sido capaces de poner orden en el colorido mestizo y tropical. Lo que Frida siente en Estados Unidos, podría escribirlo cualquier emigrante: "Yo aquí en Gringolandia me paso la vida soñando en volver a México. Ayer nevó por primera vez. No hay más remedio que ponerse los calzones de lana y aguantar la nieve. Con las famosas enaguas largas, el frío me cala menos y hasta algunas gringachas me imitan y quieren vestirse de 'mexicanas', pero las pobres parecen nabos".

A veces vuelve a Estados Unidos, y se somete a una u otra operación, que nunca sirve. O cuando sirve, ella no aguanta la quietud ni los corsés, y no sigue las indicaciones de los médicos. Se le infectan los injertos de hueso en la columna que le hacen allá. Los médicos gringos intentan ayudarla, y empeoran las cosas, como los visitantes del FMI, cuando vienen aquí. A Frida, como a América Latina en su relación conflictiva, en el diálogo de sordos con el Imperio, sólo le quedan el fastidio, la postración y el dolor. A ellos les quedan los precios exorbitantes de sus cuadros, las películas exitosas y los buenos negocios.

Frida Kahlo y Rivera, como en su momento Fidel Castro, parecieron indicar un camino para el arte, para la identidad y para la política latinoamericanas. Hubo momentos luminosos en ese intento, pero al fin todo se resolvió en un fracaso monumental. Quedamos en este limbo, con masas de miserables que no se visten como Frida, sino con harapos, pero que aspiran a comprarse tenis Nike. Con un arte agonizante o quizá muerto que ya no sabe qué relato contar entre instalaciones de basura y happenings incomprensibles. Con una política que se debate entre el populismo chavista, el desastre neoliberal argentino, el sobreaguar chileno o mexicano y el desangre colombiano, narcoguerrillero y narcoparamilitar.

Frida es una figura fascinante; no una pintora extraordinaria por su técnica o su equilibrio compositivo, pero sí por su capacidad de transmutar en obra y en símbolo su vida y su dolor. También por haber convertido en arte su propia vida. Nos queda eso, nos queda su libertad vital, artística, sexual. Nos queda como una buena imagen, con la que nos vamos arrastrando hacia el desastre. Cuando Diego Rivera estaba agonizando, tres años después de Frida, recibió la visita de una amiga de los dos, la poetisa Guadalupe Amor, y otro símbolo de la liberación femenina en Latinoamérica. Viéndolo tan mal, y recordando sus gustos de toda la vida, quiso hacerle un favor. Se abrió la blusa, le mostró los senos, y le dijo: "Mira, Diego, para que te lleves un buen recuerdo". Algo así es Frida Kahlo para nosotros, un buen recuerdo que nos llevamos en el peor de los momentos.