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Lienzos teñidos de negro

Retrato de Aseneth Velásquez por su gran amiga María Mercedes Carranza.

7 de marzo de 2003

De Aseneth Velasquez, fallecida la semana pasada, serán recordadas dos cosas. Una, su don excepcional para ser amiga, aglutinar afectos y crear alegría ajena. La otra, el trabajo iluminador y decisivo que realizó a lo largo de su vida, dirigido a consolidar el arte contemporáneo en el país y dar espacio físico y artístico a muchos nuevos y jóvenes creadores.

La primera Aseneth, la de carne y hueso, parecía pintada por Rembrandt: entre luces y sombras, perfil agudo, la mirada oscura entre pestañas arregladas con primor, boca fina casi como el dibujo de una línea, palabra viva, gesto sensual hasta la punta de los dedos, el pelo como un enjambre de tiznes, morena, sentimental y bromista y ese ademán de cercanía y lejanía al tiempo. Esta Aseneth amaba a tal punto la pintura que algún día me dijo que le fascinaba maquillarse porque era como dibujar su propia cara todos los días.

Mucha gente la quería. Sí, sé que esto se dice siempre de todos los que han muerto, pero la verdad es que ella supo ser amiga, dar hasta la misma ruina del corazón y del bolsillo. Y además fue amiga leal. O si no que lo digan sus amigos samperistas, por los cuales y con los cuales se batió a duelo para defender a su amigo y también los ideales que para ella éste encarnaba. Con igual generosidad, cuando bajó la marea, se reencontró con los que había perdido en el avatar político y la prueba de ello está en el aviso fúnebre que 66 de sus amigos suscribieron, un revoltijo entre samperistas furibundos y antisamperistas, algunos hasta 'conspis'.

Pero dejo la política, que es feo oficio, pues no sé por qué hoy no puedo verla sino en Madrid y Roma y Cartagena, a pesar de que vivió toda la vida en Bogotá y nunca pensó en irse de esta ciudad ni del país. O sí lo sé: es que Aseneth vio el mundo, cosa que muy pocos colombianos logran. Y aquí viene la otra Aseneth, aquella que pertenece ya a la memoria del país, a su patrimonio histórico, por su trabajo tan fundamental en el campo de las artes plásticas.

Dije líneas atrás que Aseneth vio el mundo: fue ella -y lo dicen los mismos pintores- quien colocó el arte colombiano en el mapa mundial cuando, por ejemplo, lo llevó a ferias tan importantes como la Fiac, en París. En verdad Aseneth fue la verdadera continuadora de la tarea de Marta Traba, quien era su amiga del alma y su profesora en la facultad de bellas artes de la Universidad de los Andes. Allí Aseneth, con una sensatez y una humildad nada usuales, entendió que lo suyo no era la creación sino propiciar el conocimiento, el estudio, la divulgación y el goce del arte.

Con las herramientas teóricas y conceptuales que le dio Marta Traba, y gracias también al magisterio de otros profesores, como Antonio Roda, inició con Alonso Garcés, su colega de varias décadas, el oficio de galerista. Había sido compañera de estudios de una generación estelar del arte colombiano, todos ellos jóvenes y desconocidos por entonces, generación que encabezaban Santiago Cárdenas, Luis Caballero y Beatriz González.

Fue con obras de ellos, precisamente, como se inauguraron las paredes de la galería Garcés Velásquez, epicentro de las artes plásticas de nuestro país durante 25 años. Aseneth y Alonso, con todo profesionalismo, apoyaron y divulgaron a muchos de los que hoy consideramos los maestros de la plástica nacional: además de Cárdenas, Caballero y González, están Antonio Roda, Manuel Hernández, Víctor Laignelet, Maripaz Jaramillo, Lorenzo Jaramillo, Bernardo Salcedo, Doris Salcedo, Alberto Soho, Ana María Rueda, John Castles, Oscar Muñoz, Saturnino Ramírez, Darío Morales, Germán Londoño... La obsesión verdadera de Aseneth fue encontrar jóvenes talentosos y para ello tenía un olfato privilegiado, además del conocimiento serio del terreno en que se movía.

Ayer no más, un día antes de su muerte, fui a conocer su nueva galería, Asenethvelásquez.arte, que abriría sus puertas el próximo 27 de febrero con la exposición de cuadros de la antioqueña Beatriz Olano. Y seguiría el también joven escultor Federico Uribe; pensaba continuar con una muestra de paisajistas nuevos, a los que veía ignorados injustamente a pesar de su calidad. Y así tenía ya copada por año y medio la programación de la sala. Todo eso se acabó. Pero cuando se haga la historia del arte colombiano de la segunda mitad del siglo XX el nombre de Aseneth Velásquez estará ahí como la generosa impulsadora de lo mejor que esas décadas produjeron.