Entrevista
Pablo Emilio Moncayo, quien duró 12 años secuestrado, vivió un verdadero calvario: lo amenazaron, el Estado no lo indemnizó y lo retiraron “mal” del Ejército
Pablo Emilio Moncayo, el hijo del profesor Moncayo, salió de su anonimato con SEMANA y reveló la odisea que vivió luego de estar secuestrado en la selva durante 12 años. Contó cómo el Estado no lo indemnizó y, al contrario, fue “mal retirado” del Ejército.
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SEMANA: ¿Qué pasó tras su secuestro?
PABLO EMILIO MONCAYO: Traté de recuperar el ritmo de vida, de capacitarme y volver a encajar en la vida civil después de dejar el mundo militar. Vivo en el exterior, trabajo con las tecnologías de la información y me estoy desempeñando como ingeniero de configuración de Windows y Apple con la Policía de Canadá.
SEMANA: ¿Por qué optó por un perfil bajo tras salir de su secuestro?
P.M.: He tenido muchos inconvenientes. A estas alturas sigo recibiendo algunas amenazas y mensajes esporádicos. No logro entender por qué sucede, por eso he tratado de alejarme, de no meterme con nadie.
SEMANA: ¿Lo indemnizó el Estado tras su secuestro?
P.M.: No. El Estado, de forma inteligente, a casi todas las víctimas les hace firmar un documento a través del cual obliga a aceptar una pequeña ayuda o compensación monetaria, tratamiento psicológico y a no demandar al Estado. Cuando usted se retira de la vida militar, tiene derecho a una compensación médica, pero hubo un enredo espantoso, amenazas y mejor dejé así las cosas. Por eso le digo, fui mal retirado. Esa platica se perdió por ahí. ¿Quién se la robó? No sé. Solo tengo la pensión.
SEMANA: ¿A qué se refiere cuando habla de un enredo espantoso?
P.M.: En 2014 capturaron a un grupo de militares que estaban implicados en la falsificación de documentación para obtener los beneficios de salud. Fue un escándalo grande. Me contactaron, me ofrecieron la agilización de ese dinero. Me prometieron que la plata saldría en 15 días o un mes si hacía un pago, pero no. Yo rechacé. A partir de ahí me empezaron a hacer llamadas amenazantes. Me decían que no se me ocurriera acercarme a los hospitales militares porque me iban a envenenar, que me matarían. Y preferí dejar el tema quieto.
SEMANA: ¿Pero era gente del propio Ejército quien lo amenazaba?
P.M.: No tengo la más remota idea. Decidí no reclamar la compensación médica porque cada vez que intentaba averiguar algo, por algún motivo, empezaba a recibir mensajes y llamadas. Es preferible evitar. Sé que no es justo, pero había mucha corrupción; no sé si todavía esté, pero prefiero evitar.
SEMANA: Si el comandante del Ejército lee esta entrevista, ¿qué le dice? Seguramente no conoce su caso.
P.M.: Seguro que no. Mucha gente allá tiene la manera de legalizar lo que sobra y lo que falta, es algo muy normal allá; de pronto lo van a negar. Sé que muchos militares van a negarlo, pero en el fondo saben que es así.

SEMANA: ¿No le produce dolor de patria?
P.M.: No, lo veo más como un sacrificio de mi parte hacia el bolsillo del pueblo colombiano. Aunque, como le digo, esa platica se perdió. No sé quién se la ha quedado. No me hicieron exámenes, me sacaron sin más.
SEMANA: ¿Y denunció en la Fiscalía o en la Procuraduría?
P.M.: Esos son otros antros de corrupción horrendos. Cuando denuncié las persecuciones y atentados que se planeaban contra mí y mi familia, especialmente contra mi niña recién nacida en el Meta, tuvimos que salir de ese departamento e ir hasta Bogotá a presentar la denuncia en la Fiscalía porque no me la quisieron recibir. Tuvo que ir mi esposa con la niña. Luego, con el tiempo, decidieron investigar y le dan las facultades a un juzgado lejano, y pretendían que uno vaya hasta allá a rendir indagatoria.
SEMANA: ¿Por qué lo amenazaron en el Meta?
P.M.: Ocurrió algo curioso: nació mi hija y decidí llevarla a Sanidad Militar para que formara parte del seguro médico que tenía. Para inscribirla, necesitaba entregar número de contacto, correo y dirección. A partir de ahí mi vida se volvió pedacitos. Se metieron a la casa donde vivíamos y dejaron un rifle en el lado donde mi esposa debería dormir, un cuchillo en la maleta de la ropa de la bebé. Contactamos a la Policía y nos dijeron que el mensaje era claro: no nos querían ahí. “Es mejor que se vaya, salga del país”, me dijeron. Por eso salí de Colombia. Esto ocurrió hace diez años y hasta ahora lo hago público. Lo saben las autoridades competentes.
SEMANA: ¿Cuándo salió del Ejército?
P.M.: En 2014. Pedí el retiro porque me sentía acosado; había una orden del Comando Ejército de que ningún exsecuestrado debería ser enviado a zona roja o de combate. Y, por algunos inconvenientes que tuve con un coronel, él sugirió a sus compañeros que me enviaran a zona roja. Me salieron traslados a batallones energéticos y contraguerrilla a áreas de combate. Cuando solicité el retiro, estaba en la Escuela Logística, pero los problemas venían desde la Escuela de Relaciones Internacionales y Acción Integral, en el Cantón Norte.

SEMANA: El Estado no lo indemnizó. ¿Y las Farc?
P.M.: Las Farc, ¡qué! (risas). Lo único que he querido es recuperar unos cuadernos de poemas; tenía 530 que quisiera recuperar, pero no he podido contactar a alguien que me dé una pista de quién pueda tenerlos, si aún existen. Hay décimas, octavas, tienen ritmo, métrica, cadencia. Unos hablan de temas existenciales, de la vida, la muerte; en otros reflexionaba sobre la belleza de la naturaleza, del amor, textos idílicos, de la soledad, el sentimiento que cruza por la mente de las personas. Los escribí en la selva. Si los cuadernos no fueron quemados, deben estar enterrados. De pronto podría dar razón de ellos José Benito Cabrera, conocido como Fabián Ramírez. Él podría saber.
SEMANA: ¿Por qué dejó esos cuadernos en la selva?
P.M.: Los traía. El 9 de marzo de 2009 nos separaron del grupo y, cuando me encontraba solo, me informaron que tenía que irme a la cama del otro lado. Y allí me pidieron subirme a la mesa, que me quitara la ropa, quedé en bola, me pasaron ropa nueva, una maleta y se llevaron la mía. Ahí tenía mis cuadernos y la Biblia. Hasta ahí llegó todo.
SEMANA: Está escribiendo un libro desde que fue liberado. ¿Cómo va el texto?
P.M.: Por cada año secuestrado tengo un capítulo. Es el cumplimiento de una promesa que les hice a mis compañeros. Cuando estábamos en la selva, bromeábamos y especulábamos sobre el nombre con el que titularíamos nuestros libros. Cada campamento o caminata nos dejaba una enseñanza nueva. Tendrá varias anécdotas. Un día preparábamos las camas y era necesario extraer las pequeñas ramas que había alrededor, algunas plantas diminutas. La razón era porque podían subir plagas a la cama y picarnos. Y había algunas plantas que podían servir de antídoto contra la mordedura de serpiente. Un día un guerrillero nos pegó un grito e impidió que cortáramos una mata porque, según él, podía salvar nuestras vidas. En el libro también hablaré de la historia detrás de la toma al cerro de Patascoy, en Nariño, donde fui secuestrado. En la selva uno siempre se entera de cosas.
SEMANA: Y narrará las veces en las que casi pierde la vida durante los cerca de 12 años de secuestro.
P.M.: Claro. El 4 de febrero de 2007 estábamos encadenados y sobre las dos de la tarde, en pleno calor de la selva del Caquetá, nos soltaron la cadena y nos dijeron que fuéramos al baño. El campamento quedaba al pie de un río, a 15 metros de un barranco donde bajábamos y llegábamos al afluente semiseco por el verano. Llevábamos un mes en el campamento. En esa oportunidad, el agua estaba cubierta como por una capa de polvo. Agité las manos para quitarla y poder remojarme y el coronel Édgar Yesid Duarte (fallecido durante el cautiverio) me dijo: “Moncayo, ¿eso qué es? Parece un saco”. Volteé a mirar y observé como una forma de diamante flotante, como blanco cremoso, naranja y un color chocolate en forma de rombo. Él pensó que era una babilla. La cabeza estaba a menos de metro y medio de nosotros. De repente empezó a dejarse ver, a sacar su lengua bífida. Ahí caímos en cuenta de que era una anaconda. Lo peor de todo es que los días anteriores yo nadaba allí y trataba de sacar piedritas del fondo del agua. Para lograrlo, me aferraba a un tronco baboso, rugoso que había en el río. Días después volvimos a ese afluente e intenté nuevamente sacar piedras y me di cuenta de que el tronco no estaba. Lo más probable es que siempre me sujeté a la anaconda y no lo sabía. El libro está escrito, pero no he hecho el deber de contactar a alguien para publicarlo.
SEMANA: ¿Guarda algún secreto del secuestro?
P.M.: Hay cosas que no es de caballeros contar. Uno debe ser respetuoso y entender la naturaleza humana; las personas no todo el tiempo tienen que estar siempre sonrientes, detalles por ese estilo.
SEMANA: Es quizás de los secuestrados que más tiempo duró en la selva (12 años) a manos de las Farc. ¿Aún quedan secuelas?
P.M.: No. Gracias a Dios todo ha pasado. Al principio tenía pesadillas; a veces, en las noches, sentía que estaba encadenado y que la cadena se me iba a enredar. Con el tiempo, uno va liberándose de todas esas preocupaciones.
SEMANA: ¿Fue fácil perdonar?
P.M.: Sí, yo creo en el Dios cristiano, con el respeto de todas las personas que no estén de acuerdo. Una de las enseñanzas es, precisamente, el perdón. Le cuento: una muchacha que fue guerrillera de las Farc, quien nos cuidó durante dos años en el secuestro, me contactó cuando se reincorporó a la vida civil. Me pidió perdón por todo lo que pudo haber pasado. Fue un gesto muy bonito y diciente de su parte.


