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Popeye, el ‘youtuber’ de la mafia

Nadie entiende la desfachatez ni la simpatía que despiertan los provocadores videos y mensajes en las redes del ex jefe de sicarios de Pablo Escobar. ¿Que refleja este influenciador de la cultura traqueta en Colombia?

16 de diciembre de 2017

Desde que John Jairo Velásquez, alias Popeye, salió de la cárcel, tras pagar 23 años de condena por múltiples crímenes, la piel de cordero con la que se arropó se ha ido deshaciendo en la medida en que ha protagonizado todo tipo de escándalos como supuesto youtuber. Sus acciones lo acercan más al oscuro mundo al que perteneció que a la senda de perdón y reconciliación que prometió tomar al salir de su celda por las excesivas bondades del sistema penal colombiano. Su cuenta de Twitter dice: “Ex bandido en busca de una nueva oportunidad en la Sociedad, Activista político y defensor de Derechos Humanos”. ¿Cierto o falso?

El nuevo capítulo de su historia comenzó hace dos semanas cuando, en un operativo policial, apareció entre los familiares y amigos que departían en el cumpleaños 50 de Juan Carlos Mesa Vallejo, alias Tom, máximo cabecilla de la Oficina de Envigado, por quien las autoridades de Estados Unidos ofrecían 2 millones de dólares. Popeye luce en las fotos del allanamiento una gorra anaranjada, una chompa del mismo color y, sobre todo, la cara de aburrido de quien asiste a una situación rutinaria. Y dijo después en su cuenta de Twitter, cuando lo dejaron en libertad, que por casualidad estaba ahí: “Era una fiesta de cumpleaños. En un hotel. Yo estaba en el hotel. En el lugar equivocado”. Después se defendió diciendo que no es ningún delito ir a una fiesta, y que era “escritor, documentalista y ‘youtuber’”.

Esta vez las autoridades tampoco le creen y, por el contrario, piensan que podría ser una de sus últimas apariciones como ‘influenciador’ antes de que regrese tras las rejas. Pero más allá de su cinismo y su desfachatez, resulta increíble que un personaje tan siniestro tenga tantos seguidores en las redes, colombianos como extranjeros que incluso viajan a Medellín para fotografiarse con él, como el boxeador argentino Marcos ‘el Chino’ Maidana y algunos artistas. Lo ocurrido en esta nueva etapa debería invitar a reflexionar sobre los valores y la cultura que hoy imperan en algunos sectores sociales.

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“Es verdaderamente lamentable que los máximos representantes de la cultura de la ilegalidad puedan seguir siendo referentes en nuestra sociedad. No es un secreto el daño que Popeye causó y no nos ayuda para nada, como sociedad, que algunos jóvenes quieran ser como él. Popeye representa todo lo que rechazamos para nuestros jóvenes y para nuestra ciudad”, dijo a SEMANA Federico Gutiérrez, alcalde de Medellín.

Además, añadió que “hay algo sumamente preocupante respecto al fenómeno del narcoterrorismo: las nuevas generaciones lo perciben como algo ficcional, y esto contribuye a que lo consideren un personaje y no una persona de carne y hueso que dejó miles y miles de víctimas, no solo de huérfanos y viudas, sino por el miedo que causó durante tantos años. Popeye no es una leyenda ni un héroe. Los verdaderos héroes le hicieron frente a personas como él, con valor e integridad”.

Y más después de las bochornosas escenas que ha protagonizado, como en noviembre de 2016, cuando una mujer le reclamó en el barrio El Poblado por pasearse ante las cámaras como si fuera un héroe después de haber matado a más de 200 personas. El exsicario, que iba con un grupo de realizadores chilenos que rodaban un documental sobre su vida, se bajó del carro que conducía, celular en mano, y la fotografió varias veces. Luego dijo a los periodistas: “Yo les tomo foto y con eso se le daña la vida. Eso de estar en el teléfono de Popeye, eso no es fácil... Pero no pasa nada, estoy retirado”. Sin embargo, advirtió que la foto sí tenía un fin: “Hacer inteligencia”. “¿Hay personas que te protegen?”, le preguntaron, a lo que Velásquez respondió: “Sí, claro, a esos les paso la foto y averiguan quién es”. En el aire quedaron flotando las palabras del jefe sicarial. No solo sigue usando el miedo como arma, sino resguardado por presuntos asesinos, como en los viejos tiempos.

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No es un secreto en Medellín que fichas de la Oficina de Envigado protegen a Popeye. Pero esto tampoco lo ha librado de sustos, como el que se llevó el 5 de diciembre del año pasado cuando dos hombres lo atracaron y le robaron unas gafas Cartier, un celular y una manilla de oro. Resulta diciente que nunca presentó denuncia y más bien se lanzó a contar lo ocurrido como un héroe en sus redes sociales, a sus más de 52.000 seguidores en Twitter y 395.000 de Instagram.

Resulta difícil explicar cómo se convirtió Popeye en un opinador de todas las cosas, y sobre todo por qué tiene tantos seguidores. Sus trinos han indignado a más de uno, como el del 9 de septiembre de 2017, cuando el papa Francisco estaba en Medellín: “Aloooo Policía. Favor, hay un loco que anda con engañadores y está engañando una multitud. Deténgalo. Se llama Bergoglio y dice ser un Pastor”. O los intercambios que ha tenido con Gustavo Petro: “No me tirés parcerito, fuimos compañeros de trabajo, sé leal. No seas así con tu amigo popeye. Te quiero”. Y hasta del vicepresidente Óscar Naranjo y del presidente Juan Manuel Santos ha hablado. Además, también se dice experto en política internacional y narcotráfico y comenta o denuncia sin mayores pruebas.

Él mismo se autoconvoca para opinar sobre temas polémicos como la reinserción de las Farc a la vida civil, habla de las ratas que votaron por el Sí o de la increíble popularidad de Uribe. No es de olvidar que hasta se apareció en la marcha que el uribismo convocó para el 31 de marzo contra el gobierno de Juan Manuel Santos, de la que tuvo que retirarse por la silbatina de la gente. Esta fama adquirida ha hecho que muchas figuras públicas se abstengan de mencionarlo, como el periodista y exalcalde de Medellín, Alonso Salazar, quien dijo a SEMANA: “Prefiero no hablar de él porque prestarle atención ha hecho que tenga fama”.

Un reconocido académico que prefirió reservar su nombre dijo a esta revista: “Lo de Popeye es solo una expresión del tema inevitable de Pablo Escobar convertido en una figura mundial, pero desdibujado hoy por las series y telenovelas. Lo paradójico es que Popeye nunca fue un tipo importante en el cartel de Medellín. Fue más bien un secretario personal y un juglar, un tipo que lo divertía, no un general como ahora se vende. Popeye idolatraba a Escobar, un delincuente disfrazado de bandido popular, digno representante del enriquecimiento fácil, de la trampa, del ascenso social como sea, del miedo y del terror como forma de sobrevivir, y alguien que enfrentó al Estado como nunca nadie lo había hecho. Y Popeye, testigo de lo que sucedió, así muchas veces invente lo que ocurrió, es un digno representante de la posverdad, que cautiva a miles con mentiras, y de esa sociedad oscura que busca justificar su existencia como una parte importante del país”.

Para el sociólogo Max Yuri Gil, desde el mito fundacional de la cultura antioqueña hay una relación muy brumosa con la ilegalidad: “El despliegue de algo como el narcotráfico sucede porque en una parte de la sociedad el matrimonio entre legalidad e ilegalidad no genera demasiadas preguntas y sí mucha complicidad por afinidad o por temor”.

Como reconoce el sociólogo e historiador Javier Guerrero, Popeye simboliza esa cultura mafiosa que se consolidó en Colombia y destruyó la que se había tratado de consolidar en torno al trabajo, el esfuerzo o la honestidad. Él lo sabe y lo usufructúa. Por eso, busca encarnar al antihéroe del antiestado, al antipolítico, al desorden, al bandido social que debe ser admirado. El punto es que es un antivalor de la sociedad que destruye la civilidad y no crea identidad.

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El caso de Popeye debería ser el punto de partida de varias reflexiones. La primera, sobre la capacidad resocializadora del sistema penal, pues al personaje no le bastaron 23 años de cárcel para entrar de nuevo a la sociedad. La segunda, sobre el poder de las redes sociales, que permiten a cualquiera difundir un mensaje contrario a la sociedad y construir una realidad alternativa en la que el civismo y la decencia pasan a un segundo plano. Y una tercera, sobre los seguidores de ese sujeto, entregados a antivalores seguramente resultantes de un problema estructural de la sociedad colombiana.