Home

Nación

Artículo

| Foto: Fotomontaje Semana

POLÍTICA

La resistencia civil de Álvaro Uribe

Muchos están de acuerdo con el expresidente en su nueva cruzada. Sin embargo, sus tesis no son viables.

14 de mayo de 2016

Tal vez el mayor problema que tiene Juan Manuel Santos es la efectividad del mensaje del expresidente Uribe. Cada vez que habla impacta. Sin duda alguna es el mejor comunicador que ha tenido Colombia en muchos años.

Ese talante ahora se ha dirigido a lo que él denomina la “resistencia civil”. Apropiándose de un término al que Gandhi le dio una dimensión universal (quien lo acuñó para defender la no violencia), el jefe del Centro Democrático anuncia una cruzada para que el país se oponga al acuerdo de paz que está a punto de ser firmado en La Habana.

¿En qué consiste exactamente la “resistencia civil”? Ni siquiera los uribistas lo saben. Aunque en su concepción original la expresión está asociada con las protestas pacíficas de Gandhi y Martin Luther King, en este caso, y en un ambiente de polarización política, tiene un tono provocador que dio para un debate nacional. Sobre todo cuando esa resistencia civil se enarbola para resistir unos acuerdos de paz que pretenden ponerle fin a la guerra.

La nueva bandera de Uribe parece más que todo el relanzamiento de la oposición que su partido ha venido haciendo contra las negociaciones de La Habana. Es probable que esta se traduzca en una coordinación de acciones ciudadanas en varios frentes y en un sabotaje parlamentario en materia de quorum por parte del Centro Democrático. Más que una declaratoria de rebeldía civil es una hábil estrategia de mercadeo que está logrando su objetivo: instigar y revitalizar a las masas uribistas.

El expresidente argumenta para empuñar esa causa lo que él ha esgrimido desde el principio: no a la impunidad de los delitos atroces y no a la participación política de quienes los cometieron.

Esa bandera es taquillera, pero no es totalmente realista. En todos los procesos de paz de la historia se busca que los alzados en armas las cambien por votos. Y eso ha requerido un difícil equilibrio entre justicia y perdón, que es lo que se está negociando en Cuba. A pesar de que efectivamente hay una alta dosis de impunidad, esta es inferior a la de todos los procesos de paz firmados en Colombia en el pasado.

En el caso del M-19, por ejemplo, Carlos Pizarro, como comandante del grupo, dio la orden de tomarse el Palacio de Justicia con el cruento desenlace por todos conocido. Rosemberg Pabón, con el título de Comandante Uno, lideró la toma de la embajada de República Dominicana, el segundo acto terrorista más famoso de ese grupo subversivo, en el cual de entrada fue asesinado Carlos Arturo Sandoval. Everth Bustamante fue el jefe de la coordinadora nacional de base y bajo su jefatura fue secuestrado y asesinado el norteamericano Chester Allan Bitterman, quien no era más que un traductor que trabajaba para el Instituto Lingüístico de Verano.

Después de que se firmó el acuerdo de paz con el M-19 durante el gobierno de Virgilio Barco, esos tres dirigentes del movimiento, sin pasar un solo día en la cárcel, se lanzaron a hacer política. Pizarro fue candidato a la Presidencia, Rosemberg Pabón fue elegido alcalde de Yumbo y Everth Bustamante, después de varios cargos públicos, es hoy senador del Centro Democrático. No deja de ser paradójico que de los tres, dos de ellos, Bustamante y Pabón, acabaron en el uribismo.

La promisoria carrera de Pizarro quedó cortada de un tajo por su monstruoso asesinato. Los otros exguerrilleros, sin embargo, se incorporaron a la vida civil con el beneplácito de la opinión pública. Eso para no mencionar nombres como los de Antonio Navarro y Gustavo Petro, a quienes no se les conoce responsabilidad individual directa en ninguna acción terrorista pero sin duda alguna la tienen a nivel colectivo. A pesar de los altibajos en la carrera de Petro, tanto él como Navarro han tenido trayectorias importantes al más alto nivel y hoy cuentan con el respaldo de amplios sectores.

Los otros procesos de paz son idénticos. Los militantes del EPL, del PRT y del Quintín Lame tampoco pasaron un solo día presos y pudieron dedicarse al proselitismo político en sus respectivas regiones.

Por lo tanto, queda claro que la impunidad en el pasado fue la norma. Y en lo que se refiere al caso del M-19, uno de los principales promotores de esa amnistía fue el propio entonces senador Álvaro Uribe, quien en 1992, y ante la posibilidad de que los jueces pudieran revivir los procesos penales por el Palacio de Justicia, fue ponente de un proyecto de ley de indulto para los guerrilleros desmovilizados. El texto de la propuesta del senador Uribe Vélez incluía el siguiente párrafo: “Desígnese por la mesa directiva una comisión accidental con representación de todas las fuerzas políticas, la cual buscará un acuerdo con el gobierno para tramitar con celeridad un instrumento jurídico que haga claridad en el sentido que la amnistía y el indulto aplicados al proceso de paz incluyen aquellos delitos tipificados en el holocausto de la corte, a fin de que no subsistan dudas sobre el perdón total en favor de quienes se han reintegrado a la vida constitucional”.

En el acuerdo de paz que está a punto de ser firmado en La Habana hay aún una alta dosis de impunidad, pero menor que en el pasado. Ese cambio de tratamiento obedece principalmente a las nuevas reglas de juego que ha impuesto el Tratado de Roma, del cual Colombia es parte, que prohíbe el perdón absoluto de los delitos atroces. Los negociadores de las Farc, quienes pretendían una amnistía total, han tenido por lo tanto que aceptar la fórmula de la justicia transicional para satisfacer los requisitos de la Corte Penal Internacional.

Este mecanismo estipula que quienes reconozcan su responsabilidad y confiesen la verdad podrán no tener cárcel pero deberán pagar penas alternativas. Estas definitivamente son leves frente a la magnitud de los crímenes cometidos, pero suficientes para garantizar la aprobación de la Corte Penal Internacional y el fin del conflicto.

El expresidente Uribe ha dicho claramente que oponerse a los términos de la negociación de La Habana no es estar a favor de la guerra, sino en contra de algunas concesiones que ha hecho el gobierno y que el Centro Democrático considera inaceptables. Pero las condiciones que él presenta como mínimas para apoyar un proceso de paz en la práctica no son viables y por lo tanto no podría haber acuerdo. Por ejemplo, está el punto de considerar el narcotráfico delito conexo. Eso significa que el negocio de la droga acaba siendo parte del delito político, y por lo tanto, es tratado como tal y no como un delito común.

Aunque ese es un sapo difícil de tragar, no hay otra opción. Esto por la sencilla razón de que si el narcotráfico no fuera delito conexo, todos los negociadores de las Farc en La Habana, en su calidad de máximos responsables, deberían ser extraditados a Estados Unidos. Y como no han sido derrotados militarmente, nadie se imagina que ellos mismos pasen cuatro años negociando en Cuba para terminar firmando sus propias condenas. Ante esa alternativa preferirían morir combatiendo en el monte –como lo llevan haciendo 50 años- y sencillamente no habría proceso de paz.

La única forma de superar ese escollo es reconocer, como lo ratificó la Corte Suprema de Justicia, la conexidad del delito del narcotráfico con el de rebelión “siempre y cuando esa actividad ilegal haya sido cometida para financiar a las organizaciones insurgentes en el marco del conflicto armado”. Esa interpretación es algo acomodaticia pero no inexacta.

Otro argumento que invoca el expresidente Uribe es que, a diferencia del marco jurídico actual, la Ley de Justicia y Paz expedida durante su gobierno les daba un tratamiento simétrico a paramilitares y guerrilleros. Él reclama con razón que ese criterio sirvió para desmovilizar varios frentes paramilitares, pero metiendo en la cárcel a sus cabecillas, y posteriormente extraditándolos. De ahí que él se pregunta por qué Santos no puede hacer lo mismo con la guerrilla.

El problema es que tanto la comunidad internacional como muchos sectores políticos y judiciales de la sociedad colombiana no le dan el mismo estatus político a la guerrilla que a los paramilitares. Es cierto que tanto guerrilleros como paramilitares defienden posiciones ideológicas contrapuestas. Sin embargo, en la práctica en muchos casos los paramilitares –y ahora las bacrim– son narcotraficantes con ejércitos que se disfrazan de actores políticos para obtener el mismo tratamiento jurídico de los guerrilleros. Esa es la razón por la cual el tratamiento a los dos grupos no es simétrico. El gobierno Santos está dispuesto a hacerles a las bacrim algunas concesiones siempre y cuando acepten someterse a la justicia ordinaria, pero no a incluirlos en los beneficios de la justicia transicional.

Las banderas de la resistencia civil uribista indudablemente pueden ser muy populares. Al fin y al cabo se trata de encarcelar a los cabecillas, no permitirles participar en política y no otorgarle amnistía al narcotráfico. Pero para que eso fuera posible sería necesario derrotarlos militarmente, cosa que no sucedió en medio siglo. Lo que hay es una negociación y las condiciones son diferentes. Los máximos responsables de la guerrilla tendrán ‘restricción’ de la libertad pero no ‘privación’, que es lo que el uribismo y la opinión pública reclaman. Igualmente Timochenko, Catatumbo, Iván Márquez, Santrich y compañía están dispuestos a cambiar las armas por los votos, pero no a firmar su condena como narcotraficantes. Es innegable que en el arreglo final habrá una alta dosis de impunidad. Pero la política, y en especial los procesos de paz, consiste en manejar el arte de lo posible para llegar a acuerdos, y no la búsqueda de lo ideal, que termina por perpetuar la guerra.