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“Yo maté a Carlos Pizarro”: Carlos Castaño

El jefe paramiltiar reconoció en su libro haber asesinado al candidato del M-19 a la Presidencia.

10 de septiembre de 2001

Si las personas que apoyan moralmente a Carlos Castaño y a su grupo armado dejasen de hacerlo después de leer este libro, ya habría merecido la pena su publicación”, dice la periodista española Salud Hernández en el prólogo del libro Mi confesión, Carlos Castaño revela sus secretos, de Mauricio Aranguren, que publicará la Editorial La Oveja Negra esta semana.

El libro contiene una escalofriante sucesión de confesiones, en las cuales Castaño se adjudica varias decenas de asesinatos. Con frialdad relata cómo planeó, organizó y llevó a cabo algunos de ellos. Con la misma tranquilidad cuenta su participación en muchas otras acciones que definieron la vida y la muerte de varias personas. También relata su complicidad en otros delitos, como el del narcotráfico. Claro está que en todas las confesiones Castaño intenta justificar sus acciones dentro del marco de su guerra contra la subversión —o todo aquello que él ha definido como subversivo—.

Mi confesión es una mezcla de un relato en primera persona de Castaño y las observaciones del periodista Aranguren. Según el reportero es producto de 12 encuentros con el jefe paramilitar, de tres días cada uno, en los cuales lo entrevistó largamente, presenció su estilo de vida y conversó con algunos de sus aliados en la guerra, y de unos 400 correos electrónicos en los cuales el periodista le pidió a Castaño precisar respuestas, dudas, contrapreguntas, etc.

El manuscrito de este libro fue aprobado por Castaño, según explicó José Vicente Kataraín, de la editorial, porque también es una autobiografía autorizada.

Tanto en los apartes del capítulo que publica SEMANA, como en el resto del libro, las afirmaciones de Castaño contienen medias verdades. Hay que mirar este relato dentro de la guerra de informaciones que produce todo conflicto armado. Y la prologuista Hernández así lo advierte: “Es tan sólo, no lo olvidemos, su verdad y, por si fuera poco, parcial. Por tanto, todo el contenido habría que ponerlo en cuarentena y contrastarlo con otros testigos, algo que, sabemos, no será fácil”.

De todos modos como el caso del magnicidio de Carlos Pizarro, como tantos otros, está impune, la confesión de Castaño es conocer más de lo que se ha sabido hasta ahora. El jefe de las autodefensas asevera, sin embargo, que asesinó al líder del M-19 —y describe en detalle cómo planeó su muerte— porque éste, según él, había tenido tratos con Pablo Escobar. Castaño sostiene, entre otras cosas, que Pizarro había recibido dineros del narcotraficante para asaltar el Palacio de Justicia y destruir la documentación de los procesos de extradición en su contra.

Por eso, dice, estaba convencido de que si Pizarro era elegido Presidente de Colombia sería “idiota útil” de Escobar.

Este es un estracto del capítulo ‘Pizarro tenía que morir’:

Por un caso como el de Pizarro no me condenarían si no lo confesara. Y le digo una cosa, si la historia se repitiera y las circunstancias fueran idénticas, yo volvería a actuar de la misma manera. Para mí, aquella fue una verdadera acción patriótica. Cómo se hubiera enrarecido Colombia con un presidente de Escobar, y Pablo bien amigo de la guerrilla. Esto amenazaba con desaparecer el orden institucional.

Yo nunca había visto un enemigo más esquivo y astuto para impedir un atentado en su contra que Pizarro.

Era muy difícil ejecutarlo. Anduvimos tres meses siguiéndolo, y varias veces estuvo a punto de morir. Intenté atacarlo en el aeropuerto, dentro de una marcha en plena calle y en el Congreso de la República. Allí logramos entrar la subametralladora cuatro veces pero no se dio la ocasión.

Yo dije: “Este hombre es muy sagaz”. Me detuve a pensar y busqué alternativas para la ejecución: “¿Dónde me matan a mí? ¿En qué lugar soy vulnerable?”.

“!Bendito sea mi Dios. Claro, en un avión!”.

Calculé hasta el más mínimo detalle, pues no podía, de ninguna manera, arriesgar la vida del centenar de pasajeros que viajarían con él. Cité a dos pilotos privados con experiencia y les pregunté a qué altura estallaría un avión si se disparaba desde el interior. Asombrados, me contestaron: “El avión despega y comienza su presurización progresiva. Al alcanzar los primeros mil pies de altura, continúa presurizándose, y al superar los quince mil pies, se torna en una bomba de aire, como las de colores de las fiestas infantiles que con perforarlas con un alfiler, explotan.

La clave era calcular cuánto tiempo tenía el “comando” para ejecutar la acción apenas despegara el avión. Concluimos con los especialistas que el momento preciso era a partir de que los avisos luminosos que le permiten a las personas ponerse de pie, se apagaban. Aún no había presurización. Nos daban cinco minutos para ejecutar la acción. Si nos pasábamos, el avión explotaría.

El arma, una metra Mini Ingram, calibre 380, la entró un civil por la salida de los vuelos nacionales del aeropuerto El Dorado. Se consiguió una escarapela que lo identificaba como mayor de la Policía Nacional. Al portero, con voz autoritaria, sólo le dijo mostrando el carnet: “Voy a esperar a un personaje”. Se escogió esta arma porque si se le limaba el mecanismo disparador, la ráfaga saldría sin cadencia. Es decir: rraaaaaas y no, ta, ta, ta, ta.

Yo tenía interceptados los teléfonos de los escoltas de Pizarro. Los guardaespaldas del “M” eran los más “hablantinosos”. A las diez de la noche, uno de ellos le informó al otro sobre un cambio de vuelo y que viajarían hacia Barranquilla. A las doce de la noche, yo verifiqué el último casete de la Empresa de Teléfonos de Bogotá y me enteré del nuevo itinerario. Esa mañana, madrugamos al aeropuerto y se compraron cuatro pasajes para Barranquilla. El vuelo se retrasó unos cuarenta minutos y como la aerolínea asignaba las sillas, pedimos que nos dieran de la fila uno a la ocho donde siempre viajaban los personajes. Los cuatro muchachos del comando quedaron dentro de las diez primeras filas.

Cuando mis hombres llegaron al segundo piso y pasaron los controles de la salida de vuelos nacionales del aeropuerto El Dorado, el falso mayor de la Policía subía las escaleras que más adelante unen la salida de pasajeros con la llegada. Entró en el baño más cercano al abordaje y allí esperó al jefe del comando. Le entregó el arma, quien a su vez se la dio al encargado de ejecutar la acción militar en el avión. Este se la escondió en la cintura. Cuenta el jefe del comando que el muchacho parecía tan seguro de su misión, que se le veía dar pasos largos hasta llegar al avión.

Yo me encontraba en el aeropuerto y desde el gran ventanal del segundo piso observaba el avión. Escuchaba por radio la última entrevista que Pizarro concedió desde el carro o desde un lugar muy privado en el aeropuerto, que nosotros aún no detectábamos. La entrevista se llevó a cabo con Caracol Radio, cuyo director, Yamid Amat, al terminar, le dijo: “¡Suerte, comandante!”. Pizarro no contestó nada y después de ese silencio, Yamid le dijo: “Cuídese”. Al saber lo que pasaría, sólo susurré: “Caramba, como si lo presintiera. Así son las cosas de la vida”.

Pizarro entró en al avión sonriente, saludó a los pasajeros y se sentó con su escolta adelante. Subió también un miembro de la tripulación que después de discutir en vano con los guardaespaldas la inconveniencia de que viajaran armados, optó por permitir que volaran “pero en las sillas de atrás”. El jefe del comando se inquietó, pues la acción tenía que ser milimétrica y aquello podría cambiarlo todo.

Yo entrené al muchacho que realizó la acción. Con sillas de plástico, lo situé como si estuviera en un avión. Lo hice parar, caminar y después, disparar con precisión. Se quemaron centenares de tiros. Todos con la misma arma.

Al apagarse los avisos, el jefe operativo se pondría de pie, entraría al baño y luego se devolvería armado para atentar contra Pizarro que estaría en la primera o segunda fila. Allí se había sentado en todos los vuelos que le hicimos inteligencia. Sin embargo, con el cambio de sillas todo se replanteaba. El jefe del comando pensó en levantarse y decirle a su compañero que hiciera exactamente lo mismo pero en el baño de atrás. Ya no se tomaría un minuto sino tres y la vida de los cien pasajeros correría peligro. El muchacho, a pesar de estar en ventanilla, realizó la operación de manera mecánica. Se apagó el color rojo y amarillo de los avisos —prohibido fumar y ajustarse los cinturones— caminó hacia el baño de atrás asegurando con su mirada a Pizarro. Alistó el arma, respiró profundo y oró por la patria. Salió de allí y en segundos ejecutó a Carlos Pizarro.

La escolta de Pizarro lo dio de baja de inmediato. No se contaba con que a Pizarro le permitieran llevar armas en vuelos comerciales. El final de la operación hubiera sido distinto si al morir Pizarro, los demás miembros del comando se hubieran tomado el avión, simulando portar granadas.

El muchacho que ejecutó a Pizarro hubiera controlado a la tripulación para dirigirla a una pista que ya se tenía preparada para la fuga. Yo sé los detalles de lo que pasó porque del comando sobrevivieron tres. Uno murió después en la guerra de los Pepes contra Pablo Escobar, en la liberación de un secuestrado; y los otros dos hoy hacen parte de la Autodefensa.

Cuando vi el avión de regreso, me volvió el alma al cuerpo y recé un Padre Nuestro. No conocía el desenlace pero estaba seguro de que había pasado algo y que las vidas de cien personas estaban a salvo al aterrizar la aeronave. Si les hubiera sucedido algo malo, yo era más peligroso que Pizarro. Al conocer que había muerto, pensé: “¡De lo que se salvó Colombia!