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columna del lector

De 'la chimba' y otras cuestiones en la lengua

Martes 15. Camilo Uribe Posada, lector de SEMANA.COM, divaga sobre el uso de la jerga entre los jóvenes colombianos.

Camilo Uribe Posada*
13 de marzo de 2005

El lenguaje es nuestro único mundo posible; todo lo que pensemos, opinemos y hagamos está atravesado por el lenguaje. Una cosa representa algo para nosotros mientras la podamos nombrar. Es ya una verdad conocida que el uso le da origen y forma al lenguaje, y, de hecho, su movilidad y su capacidad de regenerarse le aseguran a la lengua su actualidad. El artículo 'Fresas con la jerga, parce', publicado en la revista Semana, se ocupó de un aspecto concreto de este fenómeno: la manera como habla la juventud.

Friso apenas el umbral de los 25 años, por lo que 'cacorro', 'güevón', 'marica' y, como gustamos decir en Medellín, 'gonorrea', 'hijueputa', 'malparido', 'carechimba' no son voces ajenas a mi diario discurrir. Además, desde un tiempo del que ya he perdido su memoria (aunque estos son, como sabemos, largos tiempos sin memoria), he estado obsesionado con el uso y el significado de las palabras; muy especialmente por el uso de las groserías u obscenidades.

No es muy frecuente la bibliografía sobre este tema. Fernando Vallejo hace referencia a él, comentando, en La Virgen de los sicarios, que en Medellín y Medallo (para él son dos ciudades distintas) nunca faltan estas delicadezas al hablar. García Márquez popularizó el uso del ya coloquial y poco efectivo "¡mierda!". Otros más emplean el lenguaje soez como uno de los elementos de sus obras literarias. Sin embargo, solo conozco un texto que se ocupe de manera exclusiva del empleo de una vulgaridad en el habla popular. Se trata de La palabra güevón, un librito fabuloso escrito por el chileno Cosme Portocarrero, cuya lectura recomiendo sin vacilaciones, aunque debo advertir que, lamentablemente para nosotros, su alcance se restringe a las fronteras del país austral.

Pero no es mi conocimiento académico el que me autoriza a disertar sobre esto. En realidad, las cuatro consideraciones siguientes están más basadas en la práctica que en el estudio:

- Tal como sucede en general con la lengua española, donde pululan infinidad de variaciones que rozan en el dialecto, no existe tampoco una única jerga juvenil en Colombia: son muchas, muchísimas; tantas cuantas regiones, comunidades, grupos sociales, barrios, y hasta escuelas, colegios, reformatorios juveniles y universidades haya. Esto hace que un término como 'seba' me parezca a mí, paisa de 24 años, anticuado y foráneo.

- Aunque pueda parecer sexista, es común que haya términos exclusivos para las mujeres o, cuando menos, prevalece entre ellas su uso. A pesar de no ser bogotano, creo que ese es el caso de 'deli', palabra que, por cierto, se oye deli en boca de una linda bogotana.

- Existe un fenómeno paradójico, notado por los que se ocupan de estos asuntos: las jergas juveniles pretenden hacerle honor a aquella idea de Heráclito de que todo fluye; por eso renuevan constantemente las expresiones, los giros, los verbos, los sustantivos, los adjetivos, las groserías y hasta los prefijos y sufijos. Sin embargo, la lengua popular juvenil recicla, en su proceso de innovación, términos de vieja data que habían perdido su vigencia. Tal es el caso de 'batanear', que significa molestar, joder, fregar, y con tal acepción aparece en El Quijote, en el episodio de los molinos. "No me batanees, Sancho", le ordena Don Quijote a su fiel escudero. Igual ocurre con 'parce', y sospecho que lo mismo sucede con el prodigioso 'pirobo' ('chucha', 'nea', 'gonorsovia', 'bandido', 'perro' (en Medellín ahora se usa más 'perra', tanto en masculino como en femenino. Mejor dicho, 'perra', en el lenguaje popular, es, como dice el diccionario, 'amb.'), 'puta' (éste, por obvias razones, también es ambiguo o 'ambidextro'), 'pedazo', 'panguanorrea' (arc.). y así, ad infinítum, ad náuseam y ad líbitum)

- Llego por fin al punto 4, y dudo que mis procaces líneas lleguen a mancillar esta ilustre publicación, que me he dado en leer últimamente mientras de otros menesteres me ocupo, y como dudo también de que hasta aquí haya llegado alguien, me ocuparé, ahora sí, de aquello que me disparó como una bala a escribir estas líneas: la expresión 'la chimba' que aparece en la revista Semana como bueno, guiados no sé por cuál autoridad en la materia, no significa eso, al menos no por estas tierras. Si uno quiere emplear la voz 'chimba' y decir que algo es bueno, debe decirse entonces, con manifiesta satisfacción, '¡una chimba!' (con el artículo indeterminado 'una') o '¡qué chimba!' ('qué' ponderativo, con acento prosódico y ortográfico), pero no, estimados señores y/o señoras de Semana, como ustedes afirman, 'la chimba' (con el artículo determinado 'la'). Esta última construcción, obscenidad para muchos, pan de todos los días para otros, expresa, por el contrario, un enfático rechazo a aquello que se afirma o se ordena. Permítanme proponerles el siguiente ejemplo: "-¡Ey!, marica, andá compráme unos cigarrillos a la esquina. -No, ¡la chimba!, ¿me viste cara de mensajero o qué, güevón? (se pronuncia güe'ón, pues la tímida 'v' se elide y se desvanece)". Y este otro, aún más ilustrativo: "-¡¿Que 'la chimba' significa bueno.?! ¡La chimba!" En cambio, es habitual escuchar: "¡esa vieja está una chimba!", "¡esa película estuvo una chimba!", "¡me compré unos zapatos una chimba! (sin concordancia de número)", "¡tu novia está una chimba!" e incluso, por paradójico que parezca: "¡qué tipo tan chimba!" También es frecuente que nuestras conversaciones sean fecundas en un enérgico "¡qué chimba!" . De cualquier modo, valdría la pena preguntarse a qué se debe el hábito de esta nuestra lengua juvenil de buscar compulsivamente la chimba, una chimba y chimba, en todas sus formas, todo el tiempo; el psicoanalista aludirá a la Madre; el rijoso o, para hacerme entender, el arrecho, tendrá otras ideas en mente.

*Lector de Semana.com