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DIM: Testimonio de un creyente

Darío Jaramillo Agudelo
26 de diciembre de 2004

Domingo, Agosto 30 1998

Me monto en la máquina del tiempo y retrocedo hasta 1955. Tengo seis años y hace pocos meses hemos llegado de Santa Rosa a vivir a Medellín. Es domingo y de la mano de mi padre, he ido a conocer el estadio.

Jugaba el DIM, ya no recuerdo contra quien - todos los rivales de los rojos son un mero accidente, un intento efímero, fallido de participar de la gloria -, y un sol picante iluminaba el verde de la gramilla (lo único verde que merece estar entre ese rectángulo) confiriéndole ese irrecuperable esplendor que poseen todos los colores cuando uno tiene siete años, reverberaba o, mejor, reverderaba.

Hay un primer paso en la seducción, que resume un inefable sentimiento de belleza que golpea esa frontera entre el cuerpo y el alma situada en el plexo solar: Me fascinó el contraste de las camisas rojas - en 1955 eran camisas y no camisetas -, de un rojo pasional, sangre de toro lo he oído llamar, que cortaba a la perfección con las pantalonetas de un azul que Platón situaría en el topos uranos como paradigma de lo azul. Era hermoso aquel espectáculo, me gustaban el rojo y el azul sobre el verde asoleado de la tarde, pero este encantamiento era apenas disposición favorable a lo que vendría minutos después.

El flechazo se produjo recién empezado el partido. José Manuel Moreno tomó la bola y la acarició con su pie derecho. Yo sentí que también la acarició con la mirada y supe, más allá de toda duda, que aquel hombre podía comunicarse con el balón con un lenguaje indescifrable para los demás que veíamos el milagro, que la pelota le entendía amorosamente y, rendida, estaba dispuesta a hacer lo que él quisiera. Ignoro si observé la expresión de su rostro, pero puedo jurar que José Manuel Moreno sonreía como si con esa sonrisa nos confirmara que sí, que él podía hablarle a la de cuero y hacerla copartícipe de su voluntad de mago.

Moreno recibió la pelota y le cayeron dos adversarios que él eludió con un giro inesperado todavía con ella pegada a su pie derecho. Adelantó el balón acomodándolo para su pierna izquierda y sacó un pase de profundidad que llegó milimétricamente a la cabeza de Felipe Marino, quien aplicó un testazo tan duro que sólo vi el balón de nuevo, inmóvil, en el fondo de la red rival.

No canté ese gol y nunca he podido cantar ningún gol del poderoso. Un cielo instantáneo me explota en el pecho, recojo una bocanada de aire, alcanzo una mezcla de visión beatífica y placer sexual, un éxtasis, un paraíso a mi medida, llego a una plenitud tan incomunicable que no la puedo volver voz o ruido. Un instante después esta exultación se transforma en la serenidad que confiere la certeza de que el mundo sigue el orden debido, que las leyes del destino funcionan con la misma concluyente fluidez de la ley de gravedad, que Dios es justo.

Desde el primer instante en que José Manuel Moreno tocó el balón ante mis ojos atónitos, tocó no, me corrijo, acarició y conversó con la bola, mi alma se tiñó de un rojo inconsumible y eterno, supe que mi universo de pasiones se había llenado con un amor constante y atento por el destino cotidiano del Deportivo Independiente Medellín. Se completó mi religión.

En mi santoral, José Manuel Moreno es el santo mayor, el cuasidios en cuanto causa eficiente de mi culto sagrado, primera persona de la Dim-vinidad. Moreno jugaba, ante todo jugaba, quiero decir que nunca perdía el sentido lúdico del fútbol, que realizaba las proezas más inverosímiles con una naturalidad que las hacía parecer sencillas. Era notorio que disfrutaba enormemente con el balón entre sus pies y, en cada jugada, era capaz de hacer ostensible la noción más viva de la poesía que hay en el fútbol. No pretendo hacer una lista de los que, después de Moreno, he canonizado, pues la memoria es flaca y, por eso, injusta.

Pero más injusto sería no mencionar algunos dieses que luego reflejaron lo que Moreno hacía, como Ramaccioti, Agudelo, Ponciano, Sotil, El Pibe, Pareja, Giovanni. Y los goleadores que se me aparecen los dos Carlos - Arango y Castro -, Marino, El Manco, Devanni, Debrassi, Mottura, Navarro, Núñez, el Tren, punterazos legendarios como Omar Orestes - el más grande -, Lanza, Carrillo, Díaz, defensores como Ayala, Pécora, Canocho, Escobar, Molina, Ávila, Gildardo, Perea, volantes como Calonga, Pereira, Peckerman, Velásquez, Leonel, porteros como el muy emblemático Caimán. Nombres que son destellos de luz que la memoria invoca en una especie de juego pirotécnico, propenso a los olvidos, olvidos que un Dim-adicto como don Fabio León Naranjo, preciso y devoto historiador sabrá reivindicar sin omisiones.

Durante el 55 volví con frecuencia estadio, a ver los rojos, a ver a Moreno. Unas veces me llevaba mi padre y, cuando él no podía por estar atendiendo el almacén de La Alhambra, mi tío Luis Eduardo Agudelo iba conmigo.

Luis Eduardo era hincha del otro equipo, cuyo nombre me niego a escribir y que, desde hace años, y en la intimidad (para no ofender a nadie) he llamado, con minúsculas, atlético guanábana. Y Luis Eduardo, honesto convencido de su causa biche, trató de que yo apostara mi pasión escarlata. Pero fue inútil su intento, yo estaba ya poseído por mi inextinguible amor a la roja, deliraba cuando Moreno hacía de las suyas y me sentía seguro de mi fe cuando el Caimán Sánchez, epitome de la sobriedad, aseguraba el balón cada vez que el rival tenía el atrevimiento de ponerlo a prueba.

Muchos años después, ya adulto, traté de convencer de la religión escarlata a un Nicolás Londoño de cinco años, pero su alma estaba contagiada del mismo color que tienen la piel los enanitos verdes.

Conocer el estadio, frecuentarlo, significó también descubrir el menú particular que ofrecían en las tribunas. Conocí el chicharrón bogotano, que contradice todas las leyes aristotélicas, como si de lo menos, el delgado y durísimo cuero del cerdo, pudiera salir lo más, esa lámina esponjada, voluminosa, masticable. Y también conocí unos turrones de coco, tan extremadamente dulces, tan empalagosos, que Luis Eduardo me hacía reír contándome que si uno orinaba después de comerse esos turrones, corría el peligro de que las hormigas se le treparan por el chorro.

Mientras fui estudiante de primaria y bachillerato mi actividad más obsesiva y constante fue jugar fútbol. En varias ocasiones he repetido que comencé a escribir poesía cuando descubrí que nunca podría llegar a ser el puntero derecho del Deportivo Independiente Medellín, al que frecuentaba en el estadio, cada vez que jugaba al principio acompañado, ya más grandecito solo. Esto me permitió ser testigo directo de las dos estrellas, la de 1955 y la de 1957, cuestión que ahondó las certezas más hondas de mi religión escarlata, a saber, que el DIM no es el mejor equipo del mundo. Decir que es el mejor es comprarlo con otros y eso es profanación de su carácter sagrado. No, el DIM es el único y los demás equipos son solo pretextos para que el DIM se manifieste.

Después del 57, la esquiva realidad parece no corresponder a la verdad que llevo en mi corazón. Naturalmente, pienso que la realidad está equivocada y que el hecho de que el DIM no añada más estrellas a su escudo es el síntoma más obvio del despelote del mundo, un desastre comparable al armamentismo, el hambre, la contaminación y la pérdida de los valores éticos en la convivencia humana.

En otras palabras de hondo contenido metafísico, y que posiblemente del la clave a cerca de donde está la madeja que permita desenredar el nudo ciego de la realidad miserable que nos tocó vivir: Cuando el DIM vuelva a añadir estrellas a su escudo, entonces comenzará a ordenarse el caos en que se está convertido este planeta.

No vivo en Medellín desde 1966 y esto me priva del placer ritual de acompañar al poderoso en el estadio. Pero nunca he renunciado a seguirlo. En épocas remotas conseguía radios de onda corta para captar cualquier emisora que transmitiera el destino del DIM en la ciudad que se encontrara. Luego las cadenas radiales comenzaron a brindar los goles en simultánea nacional, hasta cuando apareció Todofútbol que le confiere al oyente la omnipresencia que le permite saber cómo va la camiseta escarlata. Cuando no estoy en Colombia, Margarita Castillo sabe que la primera información que requiero en mis llamadas de lunes o de jueves, es saber cómo quedó el DIM m. Con cierta frecuencia tengo que viajar a Miami a, como lo llama otro Dim-adicto, Juan Luis Mejía, enderezada y pintura de mi pata de palo, y entonces agradezco que los conglomerados radiales ejerzan el imperialismo colombiano en La Florida y transmitan el campeonato donde otros equipos se enfrentan al DIM.

Después de más de treinta años de vivir en Bogotá jamás he tenido el más leve asomo de simpatía por los equipos capitalinos, ambos excedidos en sus pretensiones de ser lo que no son - embajadores y cardenales -, cuestión que da pistas muy claras de cómo juzgar las apariencias del comportamiento de los habitantes de Bogotá. Esta experiencia, sin embargo, me ha enseñado a comprender la complejidad de las imposibilidades humanas que, aun siendo circunstanciales, son insuperables, como la dificultad que tendría un nativo de La Meca para ser cristiano, ejemplo que me explica, por un lado, que individuos tan lúcidos como Daniel Samper estén equivocados en sus preferencias y, por otro, por qué Borges y César Aira, siendo argentinos, detestan el fútbol; porque no supieron a tiempo que el DIM es la verdad más profunda y poética de las canchas.

Tener el alma y la conciencia del rojo y del azul verdaderos durante todos estos más de cuarenta años de sequía de títulos, poseer la certeza metafísica de que el DIM es la esencia misma del fútbol, son fenómenos íntimos que parecen estar en contradicción con los datos estadísticos que proporciona la realidad.

Este contrasentido ha contribuido a mejorarme como individuo, en primer lugar, haciendo que no me toque demasiado en serio y que tenga sentido del humor conmigo mismo: Si el equipo que amo está tan desasido de argumentos racionales, si mi más honda convicción se opone con esquizofrenia - mejor, exquisitofrenia - a la realidad, ¿cómo será con los asuntos que me parecen menos evidentes?

Este escepticismo me proporciona una coraza de buen humor para recibir los comentarios que le suscrita a mis seres queridos la aparente - solo aparente - contradicción entre la larga cuarentena del DIM y mi culto a la camiseta roja. Cuando me ve pegado al radio, mi madre me pregunta cómo va el poderoso perdedor. Y cuando me amputaron el pie derecho por dejarse hacer foul de una bomba, un amigo me espetó: Cómo será de malo el DIM, que hasta los hinchas son mochos. En parte preocupados por mi salud mental, en parte tranquilos por mi demencia inofensiva y claramente localizada en mi adicción al poderoso, mis amigos cercanos me comentan con hilaridad que el DIM sólo perdió por un gol o me felicitan como si fuera un milagro cuando gana algún partido, implicando en esto que, al fin, un escaso domingo, Darío haya tenido el privilegio de saborear el triunfo, que la casualidad hay acercado los hechos subjetivos a mi irrenunciable locura.

Debo decir que no me dan ninguna envidia los campeonatos que ganan otros equipos. Estoy seguro de que son errores del destino - desatinos -, caminos torcidos de la historia en contra de la especie humana, si acaso prueba para fortalecer el carácter. Esto me da una fuerza especial para esperar sin desesperar. Un día llegará el día de mi suerte. A veces me molesta un poco la alharaca triunfalista de los beneficiarios de esas equivocaciones del azar.

Hace poco, en una final de torneo, el DIM alcanzó a ser campeón durante siete minutos. En esos momentos alcancé a pensar cómo me comportaría con el prójimo si el DIM coronara una estrella y supe que, en todo caso, lo tomaría con una naturalidad nada estruendosa, con una íntima serenidad ajena por completo a los alardes humillantes que usan los fieles de las falsas religiones futboleras. El día llegará. El poeta Juan Manuel Roca, hincha del poderoso, cuenta de los miembros de una tribu que entraron en contacto con una desconocida flor roja. Se reunieron en círculos alrededor de ella para calentarse. "Tal vez - añade Roca - el misterio de la poesía consista en convertir flores en fuego, fundar el mito, atrapar lo imposible".

Yo me atrevo a agregar que el DIM es esa inmarchitable y ardiente flor roja.

*El texto es uno de los 15 relatos reunidos en 'Rey de corazones. Medellín una pasión crónica'