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El Consenso de Washington..... Q.E.P.D

Quedó sepultado el Consenso de Washington, para algunos nombre erróneo que recibieron una serie de políticas emanadas de América Latina y que era considerado el decálogo neoliberal. Que las política y las instituciones de desarrollo económico fueron relegadas, fue una de las principales causas que llevaron al fin del consenso.

Fernando Carrillo Flórez*
1 de diciembre de 2002

El Presidente del Banco Mundial hace unos días le extendió la partida de defunción al mal llamado Consenso de Washington. Que nunca fue consenso y se forjó a duras penas en Washington. No por coincidencia lo hizo a pocas horas de reunirse con el nuevo Presidente de Brasil para reconocer que el cadáver del decálogo neoliberal había sido finalmente sepultado por los millones de votos electrónicos emitidos en del país más grande e influyente de América Latina. La victoria de Lula nos ha recordado que el pecado original del modelo económico imperante en la región durante la última década fue creer con ingenuidad que podían dejarse a un lado la política y sus instituciones.

La visión del modelo económico neoliberal ha ignorado no sólo la importancia de las instituciones políticas sino la relevancia de la legitimidad del sistema político mismo. La clásica tensión entre el cambio político y el cambio económico en el marco de la economía de mercado relegó la variable política a un asunto menor y muy "elástico" frente a la variable económica. Allí reside el mayor desafío para las democracias de América Latina hoy acosadas por muchos flancos: recuperar el valor de las instituciones políticas como condición para lograr un mejor desempeño económico y mostrar resultados sociales.

Los grandes modelos y postulados macroeconómicos se encontraron con dificultades macropolíticas y megasociales. Y esta vez la economía sucumbió frente a circunstancias políticas que nunca debieron ser excluidas de la agenda. Una democracia con instituciones políticas subdesarrolladas no puede ser la base de una economía de mercado. En un estudio que recientemente publicamos conjuntamente el BID e Internacional IDEA se llega a una conclusión rotunda: la reforma política en América Latina tiene que hacer parte de la agenda de desarrollo porque la democracia es una condición indispensable para lograr el crecimiento y luchar contra la pobreza. Parece el descubrimiento del agua tibia pero no es así pues hasta hace muy poco se vendía con éxito la teoría del autoritarismo como condición de crecimiento económico.

Los problemas del desarrollo de América Latina ?como ha quedado demostrado a lo largo y ancho de la región en estos últimos meses- o bien son de carácter político o tienen un origen claramente político. El hecho de haberle quitado la prioridad a la reforma política en la agenda de desarrollo llevó a que los intentos reformistas en la región fueran superficiales en su mayoría, de corto plazo y al servicio de intereses políticos particulares. Ese ha sido un costo muy alto que condujo además a marginalizar la política como instrumento de promoción del desarrollo. La misma Reforma del Estado que se anunció con bombos y platillos en los años noventa muchas veces terminó también como ejercicio "técnico" ajeno a lo político, incapaz de descubrir los intereses políticos detrás de la estrategia reformista; de evaluar las implicaciones políticas de la reforma; de anticipar la repercusión sobre la distribución del poder en la sociedad; y de entender la "lógica" enrevesada del ejercicio de la política en América Latina. En suma, se ha querido hacer reforma económica, reforma social e incluso reforma del Estado, sin valorar la incidencia gigantesca de la variable política.

Sin perjuicio de algunos casos excepcionales, América Latina ha pasado de luchar por la supervivencia de su sistema democrático a un escenario donde lo que importa es la calidad de la democracia y la salud de sus instituciones. Pero los signos vitales de ese enfermo arrojan cifras preocupantes que ponen en el último lugar de la confianza de los ciudadanos a los Partidos Políticos, el Congreso, el Gobierno y el Poder Judicial. Así lo ha demostrado el Latinobarómetro con cifras escalofriantes para la consolidación de la democracia en la región. La historia clínica de autoritarismo, caudillismo, clientelismo e inequidad tampoco ayuda a un paciente que en algunos casos continúa en cuidados intensivos.

El modelo económico imperante creyó que la consolidación de la democracia era un problema secundario frente a las exigencias de la estabilización económica. Se pasó de creer que la democracia se iba a ajustar sola a pedirle intempestivamente todo a la democracia. Incluso a que produjera milagros cuando apenas se ha comenzado a reconstruir el Estado como factor decisivo en el modelo de desarrollo. Lo que sí está claro es que la sostenibilidad política del modelo económico vendrá de la mano de la consolidación democrática. El punto es determinar cuánta pobreza aguanta la democracia. Y de nuevo el problema es creer que nos podemos olvidar de lo poco que se ha logrado para regresar torpemente al populismo que fracasó mucho más que cualquier otra fórmula. Por ello, la democracia no puede convertirse en el chivo expiatorio de décadas de inequidad en América Latina, cuando se le ha puesto sobre sus hombros una sobrecarga de demandas económicas que han surgido como consecuencia de pasar por alto la importancia de la política para el desarrollo.

Una muestra concreta del olvido de una institución democrática en crisis es la situación de los partidos en la región. Como los certificados de buena conducta del manejo macroeconómico dejaron por fuera a los partidos, estos comenzaron paulatinamente una carrera hacia la intrascendencia. Sin duda, la decadencia de los partidos tradicionales ha sido una prueba de su incapacidad para adaptarse a los cambios sociales y culturales y por consiguiente para satisfacer nuevas demandas y expectativas de los ciudadanos. Los partidos han sido inferiores a esa responsabilidad. Tienen problemas de legitimidad, de representación y de desempeño y han perdido su autonomía y coherencia. Están ausentes, son irrelevantes, inconsistentes y han sido capturados por intereses particulares. La ciudadanía los está condenando al ostracismo y la democracia sufre como nadie esa sanción. Nunca han estado tan separados de la sociedad y sus sistemas de financiamiento se han convertido en un método escandaloso de compra e influencia por intereses privilegiados. Su rol protagónico como intermediarios del ciudadano frente al Estado se perdió a favor de otros que muestran poca representatividad del interés público. Y su reto es tratar de sobrevivir en este nuevo escenario de competencia. Su supervivencia está atada a la supervivencia de la democracia misma.

Los partidos perdieron el monopolio de la representación de los intereses que detentaron durante mucho tiempo. Otros grupos han incursionado para ocupar los espacios que han quedado abiertos. Grupos de la sociedad civil y de intereses particulares, así como movimientos sociales, han querido legitimarse para eclipsar de esa manera la función de representar y agregar intereses, competencia típica de los partidos. Muchas asociaciones han aparecido disfrazadas de partidos porque los partidos han sido incapaces de convocarlas y representarlas. Esos grupos tienen grandes debilidades y no podrán ser mas que un complemento de los partidos pero jamás un sustituto. Eso tampoco es bueno para una América Latina en cuyos glóbulos rojos todavía circula el germen del corporativismo.

La falta de transparencia y el clientelismo han sido la nota característica de los partidos en Latinoamérica porque sus éxitos han estado ligados a ese tipo de prácticas. Pero hoy es su mayor talón de Aquiles en un "mercado político" donde el ciudadano demanda cumplimiento de sus derechos y libertades frente a partidos que ofrecen poco a la ciudadanía y a un Estado que trata de responder con menores recursos a demandas cada vez mayores. Lo que no han querido ver los partidos es que el ciudadano está ahora dispuesto a entrar a exigir en el mercado de lo político, ya no como un simple sujeto pasivo de la benevolencia clientelista, sino que está dispuesto a buscar opciones de representación aún distintas de los partidos mismos.

Los partidos son esenciales no sólo por la función de representación que afecta la calidad de la democracia sino por la forma como abren o cierran espacios de gobernabilidad, especialmente en la arena parlamentaria, por lo cual son insustituibles para la estabilidad del sistema político y para generar desarrollo. Buena parte de la explicación del déficit democrático de nuestros países se explica por la crisis y la decadencia de los partidos políticos. La clave de lo que ha pasado en América Latina es el surgimiento de nuevos partidos y el declive de los tradicionales como consecuencia de la incapacidad de adaptación de los viejos partidos a las nuevas realidades.

Los partidos han sido incapaces de cambiar y por eso con dificultad logran sobrevivir. Sin embargo tareas tan importantes como la conformación y organización del Gobierno y del Legislativo, el ejercicio de la oposición, la integración y movilización de la ciudadanía, la formulación de las políticas públicas y la generación del liderazgo político, son funciones indelegables e inalienables de los partidos. Por todo ello, los partidos políticos deberán ser protagonistas de primer orden del modelo que salga una vez se "elabore" el duelo por el deceso del Consenso de Washington. Han sido dolientes del modelo pero parece que sus dirigentes nunca se dieron cuenta.

El menosprecio de la política debe enterrarse en el mismo sitio con la ortodoxia del modelo neoliberal. La globalización reclama instituciones políticas que permitan ser el punto de partida de resultados económicos y sociales que la hagan inclusiva. La política debe reconquistar el espacio que se dejó quitar y la recuperación de la credibilidad de sus instituciones viene por el lado de convocar a los procesos de desarrollo a quienes se quedaron articulando respuestas con fórmulas que naufragaron en amargas recetas que omitieron el ingrediente de la política.

* Asesor Principal del Banco Interamericano de Desarrollo en materia de Gobernabilidad. Las opiniones expresadas en este artículo no representan la posición oficial del BID.