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El retorno de lo sacro

El Alto Comisionado para la Paz, Luis Carlos Restrepo, acaba de lanzar "El retorno de lo Sacro", una reflexión de la nueva sacralidad como un método para el mejor manejo social de la violencia. Lea un capítulo completo.

13 de junio de 2004

Un nuevo pacto de convivencia

Al propiciar un retorno de lo sacro no tratamos de recuperar la autoridad de las instituciones, ni buscamos salvaguardar las bases morales de la sociedad convocando a la conciencia religiosa para que se posesione de la vida cotidiana y discipline a la cultura laica dominante. Mucho menos intentamos provocar una nueva mezcla entre jerarquías religiosas y jerarquías partidarias, para recuperar un estado de alma proclive a la obediencia.

Tampoco se trata de un rearme moral para ganar legitimidad cultural y gobernabilidad en una sociedad acostumbrada a ofrecer lealtad a cambio de compensaciones económicas. Sólo un seguidor vehemente del siglo de las luces -como J. Habermas- puede insistir en relacionar lo sagrado con una estrategia dirigida a obtener mayor obediencia de los gobernados. Así sería si siguiésemos pensando en una teocracia, donde lo sagrado puede ser manipulado en beneficio de un poder autoritario.

El retorno a lo sagrado que proponemos no es el ensalzamiento acrítico de un sentimiento de obediencia. En una democracia liberal el retorno de lo sacro tiene que ver con el libre asentimiento y no con la obediencia, pues tomamos como precepto inviolable contar con el otro -como lugar sagrado-, provocando su decisión mas no su subordinación.

El lugar sagrado es ahora el lugar de la decisión y de la libertad, la encrucijada donde nos encontramos con la gracia, donde las emergencias maléficas pueden transformarse en potencias benéficas. Lugar para el necesario comercio con los dioses subterráneos, cuidándonos de no dar paso a visiones polarizadas que pretenden expulsar lo sucio en nombre de lo limpio, negándose así la necesidad de confrontar los principios éticos con la heteronomía de las pasiones.

Al abogar por un retorno de lo sacro no pretendemos entregar el poder a una nueva iglesia, pues una de las grandes ganancias de la modernidad está en considerar que el poder es público y que nadie puede decir que lo ejerce en nombre de Dios. Ya los reformadores políticos de izquierda y de derecha nos han mostrado lo peligroso que resulta manipular la vivencia religiosa con fines profanos, y comprendemos bien la necesidad de diferenciar los intereses institucionales de las jerarquías religiosas del contexto sutil y vaporoso que reviste la experiencia de lo sacro.

Desde Hobbes y Locke la conciencia civil se afianza afirmando que ningún poder político proviene de una fuente absoluta. Hace rato el poder dejó de ser una función mística para convertirse en un contrato mundano y limitado, quitándosele así gran parte de su componente despótico. El poder es laico en su naturaleza y sus procedimientos. Ninguna jerarquía religiosa puede argumentar razones teológicas

para ejercerlo. Mal haríamos en poner en entredicho este legado fundamental de la Ilustración que sirve de base conceptual a la democracia.

No queremos volver a la época en que la Iglesia Católica pretendía manejar a su amaño el poder político. Época en que los papas emitían encíclicas condenando como «libertades de perdición» muchos de los que hoy llamamos derechos fundamentales.

A buena hora la Iglesia entendió la importancia de la separación de los poderes terrenales y espirituales, dejando de levantarse como amenaza totalitaria. Pero si el gran peligro para la formación de la conciencia civil no proviene ya de la Iglesia Católica, ¿quiénes se imponen ahora con el uso del terror para impedir el libre ejercicio de las libertades ciudadanas?

Las nuevas amenazas provienen del Estado autoritario y de los grupos que recurren a la violencia invocando una causa social, política o religiosa para justificar sus operaciones. Es el caso de la insurgencia guerrillera, que desconoce los más íntimos resortes de la democracia al fusionar poder político y poder militar, confundiéndose entre sus militantes un fervor mesiánico de sesgo religioso con la lujuria de las armas. Nuevo fundamentalismo que suele ser alentado por los sectores más radicales de la izquierda política, los que parecen más ateos y menos «eclesiásticos». Los mismos que convirtieron al marxismo en una herejía armada.

Es a estos poderes a los que debemos confrontar en el plano cultural, transmitiendo y cultivando el gusto por el combate civil, buscando contrarrestar

tanto la expresión sangrienta de la singularidad guerrera como la crueldad genérica de la sociedad tecnológica. Se trata de deslegitimar las justificaciones de los violentos, despojándolos de nuestro reconocimiento y aprobación. Que sepan que no admiramos su osadía. Que no alentamos sus actos ni aprobamo sus justificaciones. Que estamos dispuestos a desarticular en el mundo de la cultura ese componente sacrificial que inspira a muchos combatientes a mirarse como nuevos Cristos, prestos a derramar su sangre para que la justicia triunfe. Actitud herética que se convierte en coartada para justificar su tentación de matar, pues ya sabemos que todo aquel que está dispuesto a morir por sus ideas termina al fin invitando a que matemos por ellas. Bien podemos vivir la misericordia, sintiendo en nuestras vísceras el dolor del otro, sin justificar el sufrimiento que causamos o padecemos como una nueva cruz que el ser humano debe cargar, cual cordero sacrificial que es llevado ante el altar. El mensaje de Cristo no consiste en crucificar la propia vida. Su mensaje es una forma de impedir que nuevas cruces asfixien la vida e impidan el ejercicio amoroso de la justicia y la libertad. La muerte de Cristo cerró el tiempo del sacrificio de sangre y abrió la posibilidad de construir comunidad sin recurrir a los símbolos del furor guerrero. La lucha armada de los oprimidos contra los opresores no puede convertirse en una cruzada de purificación ideológica, ni tampoco en un discurso excluyente que hace de la violencia y de la muerte el núcleo fundamental de su eficacia.

De allí la necesidad de un nuevo pacto social capaz de modificar las afecciones que constituyen la clásica noción de ciudadanía. Para su formulación, no tiene sentido suponer que sólo es posible alcanzar una mayor equidad o permitir un mayor disenso si los ciudadanos comparten un mismo modelo de razonamiento. Como no existe un principio universal de obligación política, no tenemos necesidad de fundamentar nuestras propuestas a la usanza de los filósofos morales que pasaban por encima de la diversidad cultural para asignar a sus teorías validez universal. El consenso sobre lo fundamental es más un asunto del sentimiento que del argumento, de una estética social capaz de prepararnos para una gestión tentativa y sensible de la ambigüedad de las pasiones, convirtiendo la emergencia de la pluralidad en un horizonte preferible.

No podemos seguir cayendo en el error deductivo de querer derivar la realidad social de unas ideas básicas que se conectan de manera sistemática, pues la verdad de la sociedad no es sustancial sino condicional, verdad que se rige por el modelo del rompecabezas y no por el teorema de Pitágoras: verdad que vale, no tanto por sí misma, como por los efectos permutativos que logra producir en las instituciones sociales y en los sentimientos colectivos. Asumimos sin dolor que toda filosofía política es local en su ámbito de interpretación y degustativa en su

orientación, por lo que prestaremos más atención a los efectos que nuestra propuesta logre producir en la sensibilidad colectiva que a la manera de deducir nuestros argumentos a partir de una idea fundamental. Como no partimos de una idea fundamental de sociedad sino de una realidad donde de hecho ya estamos asociados, no necesitamos de una ficción que nos permita proyectar esa posición original, imaginando un encuentro entre individuos simples y puros, con poderes morales de razonamiento y juicio lo suficientemente desarrollados como para poder concebir libremente esta idea y unirse a ella de manera voluntaria. Bien ha dicho J. Rawls que para realizar este pacto ideal necesitamos un «velo de ignorancia, que al impedir a las partes saber de su posición social actual, de sus atributos de fuerza, riqueza o inteligencia, permite representarnos ese momento hipotético y ahistórico donde sí existen la libertad, la igualdad y la equidad, que no encontramos en la sociedad real.

El beneficio que se derivaría de este curioso artificio de la inteligencia, al que suelen recurrir desde el siglo xvii los grandes filósofos de la racionalidad política, radica en servir de hipótesis heurística para la reflexión pública, pues permite satisfacer un requisito básico de la racionalidad deductiva, suponiendo que contar con este supuesto facilitaría a los ciudadanos conceptualizar la realidad de la dinámica social mientras comparten ideas claras y distintas que les permiten acceder a un «equilibrio reflexivo».

Pero no podemos confundir la forma razonada como proceden los intelectuales para justificar sus argumentos, con la manera un poco más emocional como nos adherimos a las convicciones que jalonan la dinámica colectiva. Las reglas seguidas por los racionalistas para definir su modelo de sociedad no necesariamente se identifican con los procedimientos sociales que se requieren para producir mayor libertad y mejores mecanismos de justicia e interdependencia.

Esta representación hipotética del contrato social como pacto original tiene además la desventaja de colocar en el comienzo lo que quisiéramos encontrar al final, confundiendo el punto de partida con el de llegada. Es una vieja maña filosófica convertir las abstracciones que hacemos de la vida en causa formal de la que ésta se derivaría, suponiendo así un momento original en que no existirían diferencias

ni desigualdades. Se niega de esta manera que, siempre y en todo momento, los actores sociales se encuentran en situación de desigualdad, pues lo propio de la vida es la diversidad, la pluralidad de causas materiales que actúan como fuerzas

constitutivas del campo social, fuerzas que se encuentran funcionando sin que previamente se haya consultado a los sujetos si quieren orientar su dinámica hacia una sociedad ideal que sus propagandistas identifican con el bien común.

Afirmar la necesidad de un valor no es el punto de partida sino el horizonte preferible al que debe conducirnos la alquimia desatada. Ya lo decía el evangelio: «Por sus obras los conoceréis». No tiene sentido partir de lugares imaginarios definidos como «bien común» o «buena voluntad de los asociados», cuando estos son puntos de llegada que se obtienen si hemos tenido como mediación operativa

el fortalecimiento y respeto de las singularidades.

Si queremos producir justicia y libertad como horizontes preferibles, la argumentación debe quedar integrada a la fertilidad de la operación y no a la fidelidad a una verdad previamente establecida. Más que deducir la justeza de nuestras leyes, tomando la libertad como un hecho originario, es necesario desplazar la mirada del pasado hacia el presente y preguntarnos por la manera de reorganizar las piezas del actual rompecabezas social, para ampliar el campo de decisión y producir las condiciones formales y materiales para que la libertad sea posible. La pregunta central es entonces por la manera de disponer la estructura básica de la sociedad para que pueda emerger, a partir de las condiciones actuales, mayor justicia y libertad. Pues la libertad y la justicia no son dones naturales con los que venimos al mundo, sino productos culturales que obtenemos a través de un proceso de transformación política y cultural, siempre y cuando se defina como horizonte preferible tener ciudadanos cada vez más libres e instituciones cada vez más justas. La libertad y la justicia no son sólo el fundamento teórico de la democracia, sino también la cosecha vivencial que recogemos cuando sabemos sembrar y cultivar las condiciones propias de la sociedad abierta.

Reivindicando como propia la palabra citadina y volátil que fomentaron esos tejedores olvidados de la democracia que fueron los sofistas, asumimos el compromiso social con los anhelos de justicia y solidaridad humanas, sin recurrir para ello a una fe religiosa o al fundamento del racionalismo ilustrado.

Sabedores de la relatividad de la palabra, debemos ser capaces de ejercerla sin temor al absurdo ni a las paradojas a las que su enunciación pueda conducirnos.

Es por eso que a fin de esquivar el escollo de invocar para una tarea laica y profana la garantía de una verdad revelada -lo cual choca con el empirismo propio de las sociedades abiertas-, hemos preferido recurrir a la estética como paradigma de análisis e intervención. Tarea que debe alimentarse del conocimiento acumulado durante siglos alrededor de la tradición poética y religiosa, pues sólo la posibilidad de expresar la singularidad a través de un uso ritualizado y creativo del lenguaje -propio de la poiesis- permite la vivencia del sentimiento ambivalente de dependencia -propio de la vivencia religiosa- capaz de transmitir al ciudadano los

parámetros de una estética consuetudinaria.

En coqueteo con viejas insinuaciones paganas que nos han sido transmitidas por relatos iniciáticos, la estética social se abre con timidez a un borde cultural donde el arte no ha sido todavía separado de la vivencia proteica y sugerente de lo sagrado. Como es en el plano de lo sensible donde se constituyen las afecciones grupales, aparece la necesidad de una estética social que nos permita modificar los umbrales de sensibilidad que determinan en nuestra convivencia la posibilidad de inclinarnos por el autoritarismo o de hacerlo por el uso cogestivo y libertario de la fuerza.

Para el nuevo ciudadano dos desplazamientos se tornan necesarios, a fin de encauzar sus cogniciones y afectos hacia la epifanía de un nuevo pacto social: la pretensión de construir no desde la luz sino desde la oscuridad y la fractura; y el cambio del espectáculo de masas del que tradicionalmente necesita la convocatoria política por una vivencia intensa de la proximidad, donde las singularidades no se

enajenan en beneficio de un caudillo hipnotizador.

El nuevo pacto debe ser producido por fuera del reino omnipresente de la vista y en complicidad con un ciudadano que se ve obligado a degustar su soledad, sin contar con un jefe supremo que le indique el camino que debe seguir. Oscuridad en medio de la orgía visual y silencio e intimidad en medio del bullicio público, son los ejes centrales de un ejercicio de reconstrucción de la ecología interpersonal que encuentra su más firme soporte en una estética interhumana.

Más que la transmisión de una verdad definida de antemano, el eje central de la educación en las sociedades abiertas reside en poder despertar en el ciudadano habilidad para enfrentar la tarea de la decisión sin poner en peligro la trama de la interdependencia. Educar para la democracia es forjar tacto y delicadeza. Es delinear una estética interhumana que pretende superar la absurda paradoja que condena la pasión a la ceguera y el conocimiento a la frialdad. Educar para la democracia es empresa sofística que se fija como horizonte no tanto la posesión de la verdad como la degustación de la sabiduría. Pues lo que queda después de una experiencia pedagógica es la vivencia de la pasión compartida que busca expresarse en el hábito o la intelección.

Es el aprendizaje político de las emociones. Es el cruce de la información con los afectos, para abrirnos con sutileza a los contextos y a las interacciones. El ciudadano no puede seguirse definiendo como aquel que defiende sus derechos con la sangre y fundamenta la soberanía popular al enfrentar la tiranía mediante la insurrección armada. Sabemos, como deja claro la historia, que la combinación del

furor religioso o partidario con el desarrollo del aparato militar conduce a que se eclipse la democracia en favor de un poder autoritario. Llegó la hora de aprender a convivir en una sociedad de amigos, que aunque se encuentran en rivalidad condenan el desangre; comunidad de seres libres que marchan tras sus propios intereses sin poner en peligro el tejido de la interdependencia.

Es necesario cultivar un respeto a la singularidad que se complemente con la resignificación del honor guerrero. No podemos seguir rindiendo tributo al honor que se lava con la sangre. Es urgente repensar los símbolos relacionados con el ideal heroico, afianzando un honor civil que no pase por el ejercicio de las armas. Dejando atrás el ideal de la democracia en armas, es preciso concebir al ciudadano

a partir de un ejercicio delicado del poder, que permita articular la defensa de la singularidad con el cuidado de la interdependencia. El símbolo del ciudadano desarmado debe constituirse en altísima afirmación de humanidad y mediador fundamental para cambiar la mentalidad política que hace del arma y de la fuerza apabullante un recurso preferible. Una imagen tan simple, tan sencilla, como dignificar la fuerza que nace de la delicadeza, emerge como la representación más clara de la sociedad civil y se convierte en el paradigma ético y estético que con más urgencia necesitamos. No debemos, sin embargo, sobredimensionar el rostro bondadoso de este paradigma cultural, ni hacernos vanas ilusiones sobre la facilidad para controlar los brotes de crueldad recurriendo al tránsito por la zona sacra. Se trata apenas de una forma de entender nuestro viaje por el reino de las potencias infernales, para encontrar la savia que nos permita favorecer la emergencia no violenta de la singularidad, la afirmación no sangrienta de la libertad y la defensa de un honor civil que asumimos como prescripción suprema.

Al invocar el símbolo del ciudadano desarmado no pretendemos negar la realidad social de la violencia, ni refugiarnos en una idealidad purificada.

Se trata de un símbolo que destaca a su vez la fragilidad y la falibilidad humanas, reconociendo la estrecha cercanía del terror y la ternura, las dos situaciones en que a diario nos movemos y que definen el paradigma vivencial dentro del cual debemos realizar nuestra elección. Consideramos, eso sí, que tentado a la vez por el terror y la delicadeza, el ciudadano desarmado está en mejores condiciones que

el guerrero para afianzar la opción por la ternura y fortalecer los lazos de convivencia.

Para aclimatar este modelo de convivencia es preciso fomentar en las actuales democracias una instauración civil que nos permita conjugar la reflexión sofística sobre la relatividad del leguaje con la experiencia dionisíaca de la alteridad. Aunque ubicados en riberas opuestas y separados como fenómenos sociales bastante diferentes en la vida cotidiana de los griegos, la sofística y el dionisismo tienen como eje común abrirse a la dinámica de las potencias dobles, apareciendo la primera como pedagogía argumental y la segunda como pedagogía emocional de

la democracia. Si los sofistas emergen en la política ateniense como los filósofos de la naciente democracia -iniciadores del pensamiento crítico propio de la sociedad abierta-, el dionisismo lo hace como religión de masas que delinea la energética de la democracia, de la misma manera que la sofística delinea su normativa.

El sofista aparece como el primer ciudadano que asume a plenitud las condiciones que se derivan de su condición. Su gran esfuerzo intelectual se centra en tratar de integrar la ambigüedad de la palabra a un ejercicio del lenguaje que se aleja de la unidad mágica del mito, para aceptar la relatividad de las formulaciones políticas y la posibilidad de hacer de la verdad una construcción colectiva. Por su parte, el dionisismo aparece como la religión que facilita convivir con la diferencia, permitiéndonos acceder al otro sin olvidar que bien puede ser fuente de deleite

pero también de destrucción.

Creemos posible articular de nuevo sendas tradiciones, por presentarse el dionisismo como una estética de la actividad despreocupada por el asunto de la trascendencia, y la sofística como un intento no dogmático de acercarnos a la ambigüedad de la palabra. Así como Dioniso permite llegar a la prudencia a través de la vivencia del exceso, el relativismo axiológico de los sofistas permite llegar a la mesura y a la prudencia a través del escepticismo. En ambos casos el coqueteo con la incertidumbre se presenta como propedéutica para la convivencia, como un intento no dogmático por acercarnos a la ambigüedad constitutiva de lo sagrado, preparándonos para acceder a una zona sacra compatible con la filosofía liberal y la vida civil, capaz de llevarnos a la vivencia del vacío y a la riqueza del fragmento, sin caer por eso en los excesos del descuartizamiento.

Para lograrlo, debemos salvar sin embargo un abismo histórico. Pues aplastado el dionisismo y calumniada la sofística, nos quedaron en su reemplazo las versiones empobrecidas del orfismo y el platonismo. Sustituimos el aprendizaje de la ambigüedad y la elección por un pensamiento positivo empecinado en desconocer esa cara oscura del ser humano, que al ser negada se potencia y fortalece para retornar como un ladrón en la noche e imponerse a nuestra conciencia de manera brutal e incontrolada. Olvidamos desde entonces que el control cultural de la violencia es empresa que sólo resulta exitosa si partimos de reconocer la vitalidad perversa de la violencia que nos circunda.

La sacralización de la vida interpersonal exige reintegrar el mal como polaridad constitutiva de nuestro comportamiento, pues nada resulta más dañino para los resortes de la libertad que definirse unívocamente por los fines puros. El pensamiento positivo que se empecina en negar la realidad del mal termina convocando de manera silenciosa a la violencia que se ejerce en nombre del bien. De allí la necesidad de un nuevo ritual que nos capacite para la vivencia ambivalente de lo sacro, que nos enseñe a elegir mientras transitamos por un mundo plagado de tentaciones donde el terror se disfraza bajo el ropaje del amor, donde es necesario descubrir una y otra vez esa diferencia ínfima que separa a la mano que acaricia de la mano que asesina.

Resulta torpe desconocer la importancia que tiene la dinámica de lo sacro. De allí nuestro interés por zambullirnos en sus aguas fructíferas pero turbulentas, aventura que en la sociedad contemporánea se identifica con la afirmación de la singularidad y el ejercicio de la libertad. Es preciso explorar de nuevo, con cautela e inocencia, las bondades de esa vivencia arcaica, de ese tránsito iniciático en el que se pierde el yo para devenir flujo. Ingreso a lo sagrado que no tiene nada de dogmático, pues no pretendemos defender una verdad excluyente o instaurar un nuevo culto. El nuestro es un experimento abierto al libre examen de una sociedad plural, cuya principal virtud reside en permitir al sujeto dejar de ser uno para convertirse en múltiple. Paso de la identidad a la pluralidad que constituye la esencia más preciada de lo sacro.