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Miércoles 23

Tras las huellas de un desaparecido del Palacio de Justicia

La familia del administrador de la cafetería, Carlos Augusto Rodríguez, cumplió 21 años buscándolo. Por fin el Fiscal General Mario Iguarán les dio la razón al ordenar la reapertura del caso por considerar que hay evidencias de que el joven, junto con otras 10 pesonas, fue sacado con vida por los militares. Este es el vía crucis vivido por sus allegados para que se haga justicia.

23 de agosto de 2006

Don Enrique Rodríguez es un hombre recio y vehemente, aunque en ocasiones se derrumba porque durante dos décadas nadie le ha dado razón de su hijo. Este abogado, a quien las dolorosas circunstancias  llevaron a asumir la presidencia de la Asociación de Familiares de los Desaparecidos del Palacio de Justicia, hoy vuelve a tener noticias. El Fiscal General de la Nación le dio una luz de esperanza al ordenar la apertura del caso porque “hay evidencias de que 11 desaparecidos salieron con vida”, entre ellos su hijo Carlos Augusto Rodríguez, quien oficiaba como el administrador de la cafetería. De paso, el ente acusador llamó a indagatoria al ex jefe de la Brigada de Inteligencia del Ejército de la época, coronel Edilberto Sánchez, para que responda por lo ocurrido con estas personas. Don Enrique le relató a las periodistas Adriana Echeverry y Ana María Hanssen para el libro Holocausto en el silencio el drama que ha vivido en este tiempo. Este es su testimonio.

“Algunas prendas de ropa estaban tiradas por ahí, esparcidas por toda la cafetería. Habían saqueado el lugar, hasta la loza se la habían robado, las ollas, todo. Pero no había rastros de que alguien hubiera muerto ahí, de manera que a mi hijo y a los demás empleados los sacaron vivos. Eso fue lo que pudieron ver mi nuera Cecilia, y César, mi otro hijo, que entraron al Palacio dos días después de finalizada la toma. En la bodega donde se guardaba el mercado encontraron la credencial que acreditaba a Carlos como administrador de la cafetería del Palacio de Justicia. Ese fue el último rastro tangible que dejaron de él.

Desde el mismo día en que comenzó la toma, mi familia y yo empezamos una tarea incansable que hoy, veinte años después, no ha terminado. Busqué, averigüé, le pregunté a todo el que pude. Cuando el enfrentamiento terminó nos fuimos al Palacio a ver qué podíamos saber. Allí nos encontramos con un investigador del DAS y me dijo que a los de la cafetería los habían sacado por la carrera octava con la ropa de trabajo y los montaron a una volqueta militar hacia el batallón Guardia Presidencial. Ahí no los dejaron ni arrimar porque no era un lugar para detenidos. Siguieron con ellos camino a la DIJIN por los lados del parque de Los Mártires y fue ahí donde los reseñaron y los acusaron de pertenecer al M-19. Con la marca injusta de guerrilleros, los llevaron a la Escuela de Caballería. Ahí, desaparecieron para siempre.

Algunas personas dicen que a Carlos primero lo llevaron a la Casa del Florero. Ricardo Gámez, un hombre de inteligencia militar que seguramente no podía dormir por todo lo que veía y debía callar, tiempo después le entregó una declaración a la Procuraduría contando todo. En ella decía que en la Casa del Florero el coronel Plazas Vega dio la orden de que trasladaran a Carlos a la Escuela de Caballería: “me lo llevan, me lo trabajan y cada dos horas me dan informe”. Después lo asesinaron y lo enterraron cerca del polígono.

Ese testimonio coincide con la llamada que recibí el viernes 8 de noviembre, de un tipo que dijo ser miembro de inteligencia militar. No me dio el nombre, pero me informó que a Carlos lo tenían en la Escuela de Caballería y lo estaban torturando. Nosotros, en medio de esa angustia, nos fuimos para allá pero no nos dejaron entrar hasta la caballería. Hablamos con unos militares que nos aseguraron que ahí no había retenidos. Después, fuimos a la Policía y allá alguien sin identificarse nos habló de un Sargento de la Policía que había protestado por el trato que les estaban dando a los de la cafetería. Nosotros tratamos de ubicarlo por todos los medios, pero incluso nos negaron que perteneciera a la Policía. Luego vinimos a saber que a ese sargento lo trasladaron a Nariño y lo tenían amenazado. También fuimos a la PM, al DAS, pero los resultados siempre fueron negativos. Yo conté todo eso en una carta que mandé al Tribunal Especial y nunca me llamaron a ratificar.

En el informe que entregó Ricardo Gámez al Procurador cuenta cómo torturaron a mi hijo: “Fue colgado varias veces de los pulgares y golpeado violentamente en los testículos mientras colgaba; le introdujeron agujas en las uñas y luego le arrancaron las uñas” .

Las calles

Mi hermano en ese entonces trabajaba con la hermana de uno de los subcomandantes de la Escuela de Caballería y nos puso en contacto con él. Nos recibió muy amablemente, pero cuando le dije que era el papá de Carlos Rodríguez, el semblante le cambió. No nos dio razón sobre nuestro hijo, pero aceptó que ahí sí tenían unos retenidos. Desde entonces, nunca más pudimos volver a hablar con él.

En esa época alguien nos dijo que a algunas de las personas del Palacio de Justicia, especialmente las de salario mínimo, los habían drogado hasta hacerlos perder la razón y los habían tirado a los botaderos de basura. Entonces empezamos la búsqueda… No dejamos de ir a un solo botadero de basura de la ciudad, incluso poniendo en riesgo nuestras vidas. Una madrugada, si más me mata un tipo con un cuchillo porque me arrimé y lo volteé para ver quién era.

Durante noches enteras hacíamos recorridos por las calles esperando encontrarlos. Éramos ocho las familias que no habíamos vuelto a saber de nuestros hijos, hermanos, esposos, padres que trabajaban en la cafetería. Con ellos también desaparecieron Gloria Anzola que era sobrina de una magistrada; Norma Esguerra, que surtía de pasteles a la cafetería y una muchacha tolimense de apellido Oviedo, que al parecer estaba buscando trabajo.

Un día, alguien me dijo que en Casa Medina, una que quedaba en el centro, habían dejado camuflados en un sanitario, unos casetes con los interrogatorios que le hicieron a los empleados de la cafetería. Pasé por ahí pero estaba lleno de Ejército, así que me fui a la Procuraduría y conté. Un funcionario se encargó de la tarea y los rescató, pero, extrañamente, desapareció el que contenía los testimonios de los desaparecidos. Al día siguiente cuando busqué al funcionario para que me contara qué había resultado de todo eso, me respondió “¡Eso era una mamadera de gallo!”. A mi me dio mucha rabia, lo agarré de la camisa y le dije: “¡A mi no me va a mamar gallo!”. Cuando el tipo vio que la cosa era en serio, me hizo subir a su oficina y me hizo un interrogatorio. De eso también escribí una carta al Tribunal, pero antes se lo conté a Jaime Serrano.

Después apareció un casete de video en el que, aparentemente, sale Carlos rodeado de soldados. Cecilia y yo pensamos, aunque no tenemos certeza, que ese era mi hijo por el suéter gris que tenía puesto el día que desapareció. La familia Oviedo dijo reconocer a su hija. Esas pruebas cayeron en manos del Juez 30 que llamó a declarar a un tipo que dijo que ese no era Carlos, sino que era él, y a una china que dijo que la del vídeo era ella y no la niña Oviedo. Pero esa familia estaba convencida de que era ella... y así quedó en el proceso.

Yo fui víctima de persecuciones, a mí me revolcaron todo lo que tenía en la oficina, me esculcaron el apartado aéreo, no se imaginan la cantidad de documentos que me robaron. Mi familia me pidió encarecidamente que yo no hablara más porque temían por mi vida. Pero yo siempre he dicho las cosas como son y pienso que si me matan me hacen un favor. De verdad, yo fui en una época más buscado que cualquier criminal sólo por el hecho de tratar de esclarecer qué había pasado con mi hijo. A mi esposa no le gusta que yo hable de esto, porque siempre es motivo de lágrimas. Pero yo no me he callado lo que pienso.

Ciudad subterránea

La esposa de un sargento era amiga de la mamá de la niña Oviedo. Ella le contó que a los desaparecidos los llevaron a un cuartel en San Cristóbal Sur para torturarlos. Entonces, como pude, logré una entrevista con el procurador Carlos Mauro Hoyos para contarle. Hoyos mandó a un tipo de seguridad a tratar de averiguar alguna cosa y cuando volvió dijo que había detalles que confirmaban esas versiones. Entonces, el doctor Carlos Mauro llamó al Procurador Delegado para las Fuerzas Militares, que era un General. Ellos dos se fueron a ese cuartel y los tuvieron más de una hora esperando para entrar.

El sargento, terminó investigado. Pero antes de que no volviéramos a saber de ellos, la señora le dijo que la víspera de la visita de Hoyos, el Procurador delegado para las Fuerzas Militares había avisado que iba a ir el Procurador a averiguar por los desaparecidos del Palacio de Justicia. El anuncio los obligó a sacarlos a media noche, montarlos en un camión y llevarlos a la Escuela de Artillería que queda enfrente a la entrada de La Picota.

Cuando llegaron con ellos a San Cristóbal, de nuevo, la orden era “aquí no vuelve a entrar esa gente” y no los dejaron entrar. Y entonces fue cuando – después de mucho hablar – resolvieron mandarlos para los cuarteles de Facatativá. Cuando nos enteramos de eso, de inmediato le conté al doctor Carlos Mauro. Él dispuso todo para que nos fuéramos a los cuarteles de Faca.

Como desde que desapareció mi hijo yo me propuse a buscar información por todas partes, uno se encuentra con gente que se compadece del dolor aunque trabaje en la misma institución. Una de esas personas me había informado que en Faca había una ciudad subterránea. Fue el primer dato que le di a Carlos Mauro. Cuando llegamos, él hizo un recorrido común por los cuarteles y no encontró rastro de gente. De un momento a otro, con tono natural, Carlos Mauro le preguntó a uno de ahí “oiga, dónde es que queda la ciudad esa subterránea”, y el tipo le dijo. Entonces fue por mi y los otros familiares de desaparecidos que lo esperábamos en una esquina del cuartel, y nos fuimos para allá.

No se veía nada. Todo era pasto, cuadras enteras de pasto. De un momento a otro, en un lugar igual a todos, el soldado empezó a quitar la hierba que ocultaba la entrada. Lo primero que se veía era una reja muy bien asegurada. El hombre quitó los candados y nos dio paso. Nos encontrábamos frente a una ciudad de kilómetros enteros. Una ciudad oscura y maloliente, una especie de cárcel en la que no se cuela un solo rayo de sol. La luz era artificial y el único contacto que había con el exterior eran unos tubos que funcionaban como respiraderos.

De inmediato supimos que era un lugar para tener gente sin que el mundo se enterara. Un lugar para torturar y confesar. La sangre se me enfrió. Cientos de imágenes se me vinieron a la cabeza, aunque nos aseguraron que hacía mucho tiempo nadie había estado ahí. Pero había detalles tan evidentes que desmentían esa versión. Había un lugar con unas mesas con greca, seguramente para los que cuidaban. Sobre ellas todavía había granitos de azúcar esparcidos, como si alguien torpe hubiera fallado en su intento por endulzar el café. Pero lo más diciente fueron algunos pedazos de ropa y un par de sanitarios sin lavar donde todavía estaban las deposiciones frescas. Fíjese usted los detalles a los que uno le pone cuidado. Así terminó la visita, pero Carlos Mauro confirmó lo que mi corazón sabía “aquí hubo gente”.

Con esos amigos…

El único procurador que nos sirvió fue Carlos Mauro Hoyos, de resto nadie. El sinvergüenza ese que fue Procurador, Serpa, nunca nos sirvió. Todo lo contrario, hizo todo lo posible por ahogar cualquier inquietud que nosotros tuviéramos. Y eso que él y yo fuimos compañeros de pieza en Barranca. Él era juez municipal y yo Fiscal.

Alfonso Gómez Méndez, mientras fue Procurador nos ofreció ésta vida y la otra, exclusivamente para sacarnos lo que sabíamos. Como Fiscal nunca nos sirvió para nada.

El desespero nos llevó a crear la Asociación de los Familiares de los Desaparecidos del Palacio de Justicia. Necesitábamos unirnos para averiguar por nuestros hijos, pero además para apoyarnos económicamente. Incluso, durante algún tiempo tuvimos que hacer rifas para que algunos pudieran comer. La gente no recibió una ayuda del Estado colombiano, ni la más miserable. Después de mucho tiempo y muchas luchas se condenó a la Nación a indemnizar, en una forma vergonzosa y lastimera. El caso de Pilar Navarrete es muy diciente. Quedó viuda con cuatro niñas y, muchos, muchos años después le vinieron a pagar. A ellas les dieron seis millones de pesos a cada niña y seis para ella. Eso no alcanza sino para pagar unos meses de arriendo atrasado. Ni siquiera para comprar un lotecito, o para la educación.

A raíz de estas cosas empezamos a reunirnos. Un tipo que nos ayudó e impulsó mucho en eso fue el doctor Eduardo Umaña Mendoza. Estuvimos trabajando con mucho entusiasmo, hasta cuando decidió convertirse en el apoderado de los del M-19 para conseguir el indulto. Para mi eso era inaceptable, entonces le dije “si usted es el defensor de las víctimas no puede ser el defensor de quienes dieron origen a la toma y desencadenaron todo esto”. Y hasta ahí llegó mi amistad con él. Después lo mataron y por un tiempo quedamos actuando solos.

En 1999 después de mucha insistencia se hizo la exhumación de los cuerpos de la fosa común del Cementerio del Sur donde, por años, se dijo que estaban los cadáveres de los empleados de la cafetería. Decían que no habían desaparecido sino que estaban muertos y enterrados como N.N en esa fosa. Durante muchos años peleamos para que se autorizara la exhumación y, si los encontrábamos, pudiéramos enterrar a nuestros hijos como Dios manda. Pero nos tomaron del pelo y solo catorce años después finalmente nos llamaron a todos los familiares de los desaparecidos para hacernos las pruebas de ADN y cotejarlas con los restos. Los exámenes dieron negativo. Mi hijo no estaba ahí.

Tras justicia

Penalmente se podía demandar la comisión del delito. Por eso, en noviembre pasado, con motivo de los 19 años de la toma, pusimos una denuncia penal contra los militares responsables del manejo de la toma, y acusamos al ex presidente Betancur ante la Cámara de Representantes a ver si esta si decide hacerle un juicio. No como la de hace veinte años que decidió archivar el proceso sin más ni más. Lo otro que se ha fallado es una cuestión de carácter puramente administrativo, que es una indemnización por la desaparición, pero el Estado está en la obligación de entregarnos, por lo menos, el cadáver de nuestros hijos.

Nunca hemos parado de tocar puertas. Hace unos años, entre el desconsuelo y la rabia de ver que nadie nos tomaba en serio, decidí poner la denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. Es una denuncia por violación a los derechos humanos, en atención a que Colombia hace parte de la organización y ha ratificado los convenios existentes para que la organización pueda exigir a los gobiernos afiliados el respeto a esos principios. Existe una norma que dice que la Organización puede enjuiciar a los gobiernos afiliados que violen los principios que se han comprometido a defender. Y estamos esperando que lo haga. No hemos recibido todavía un pronunciamiento de la Comisión, y espero alcanzar a estar vivo cuando se produzca porque me interesa mucho”.