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El imperio del delito

Mafia, genocidio, lesa humanidad: también esa desvalorización de los significados es un delito, aunque en los códigos no esté tipificado como tal.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
30 de julio de 2016

No creo que haya estadísticas al respecto: pero calculo, a ojo, que unos nueve de cada diez colombianos viven (¿vivimos?) del delito. Esto incluye a los delincuentes propiamente dichos –asesinos, ladrones, etcétera– y a todo su entorno: los jueces que los juzgan, los abogados que los defienden, los fiscales que los acusan, los policías que los capturan, los testigos falsos que colaboran en los juicios, los guardianes de prisión que los dejan escapar.

Los legisladores que desde el Congreso hacen las leyes con el precavido hueco de la trampa, y los catedráticos que desde las facultades de derecho enseñan a aplicar la trampa antes que la ley. 

Un paréntesis: tales facultades pueden ser, además, ilegales ellas mismas, y depender de universidades creadas mediante el robo a sus estudiantes o mantenidas gracias al asesinato de sus rectores y propietarios. Sumadas las legítimas y las llamadas ‘de garaje’ hay más de 100 en Colombia, que han otorgado títulos a 230.000 abogados actualmente en activo: casi tantos como soldados en las Fuerzas Militares de este país en guerra. 

Por eso estamos presenciando hoy dos escandalosos casos ejemplares del triunfo del delito: el de un magistrado de la Corte Constitucional, que está a punto de no ser juzgado por sus delitos porque el senador que instruye su caso encontró  en la acusación un error de trámite; y el del procurador general de la Nación encargado de vigilar y castigar el fraude de los funcionarios que lleva casi cuatro años ocupando fraudulentamente el cargo para el cual fue ilegalmente reelegido. 

Tanto el magistrado acusado como el senador instructor como el procurador aferrado a su cargo son abogados. 

En suma: aquí viven directa o indirectamente del delito (en el sentido en que habitualmente se habla de los empleos directos e indirectos creados por una empresa) todos los que trabajan en el empeño de que el majestuoso y costoso aparato de la justicia no funcione. Y entre los indirectos incluyo a los comentaristas que denunciamos en la prensa que el tal majestuoso aparato está corroído por el delito y por eso no funciona. 

Oigan las informaciones de radio, lean las noticias de prensa. Antes solo existían las mafias criminales de la droga, y ellas fueron las responsables del primer gran embate contra el recto funcionamiento de la justicia, asesinando y amedrentando jueces, magistrados, senadores y procuradores. Ahora su ejemplo ha cundido, y han
aparecido nuevas mafias que controlan toda suerte de actividades que antes no eran tenidas por delictivas: mafias del papel higiénico, mafias de la minería, mafias del hueco del Bronx, mafias de los sanandresitos, mafias de la salud –de los medicamentos, de las clínicas, de las ambulancias, de los tratamientos para hemofílicos–, mafias de la fabricación de títulos de doctor que sirven para llegar a operar en un quirófano de cirugía estética o a desempeñar la Alcaldía de Bogotá.

Y a la vez las mafias de antes han ganado respetabilidad: están dejando de llamarse mafias a secas para llamarse estructuras del crimen organizado. A su lado siguen floreciendo, como es natural, los eternos crímenes sin organizar, los delitos privados e individuales del odio o de la necesidad; pero también se inventan otros, más bien desvalorizando el significado de un delito ya existente que tipificando uno nuevo: el crimen de lesa humanidad si el muerto es un político importante, o el feminicidio si la víctima es una mujer. 

El genocidio, que fue definido a raíz del Holocausto judío por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial como el exterminio masivo de un grupo étnico, se ha devaluado aquí hasta referirse al asesinato de más de dos personas. 

Mafia, genocidio, lesa humanidad: también esa desvalorización de los significados es un delito contra el idioma, aunque en los códigos no esté tipificado como tal. Ah, y también el abuso de la expresión “como tal” como muletilla verbal: cuántos crímenes… Empezando por el de la inversión del sentido que ha sufrido en nuestro hablar cotidiano la propia palabra crimen: se dice “el crimen de Jaime Garzón”, como si el criminal fuera la víctima. 

Un último ejemplo, referido justamente al asesinato del humorista Jaime Garzón. El acusado de haber ordenado el crimen, el entonces subdirector del DAS José Miguel Narváez, va a quedar en libertad sin responder por él gracias a que sale por pena cumplida de otra condena por un delito mucho menos grave, el de las escuchas ilegales. No es ya un caso de delito novedoso, ni de delito que esconde otro delito, como tantas veces sucede en Colombia: es el caso aberrante de un delito que garantiza la impunidad para otro.

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