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El Niño Dios es Juan Manuel

–A ver –suspiré con paciencia de profesor–: el Niño Dios manda a Papa Noel, del mismo modo en que el presidente Santos manda al ministro de Defensa: el Divino manda, el gordo obedece.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
23 de diciembre de 2017

Parece frase de ginecobstetra, pero siempre he tratado de cuidar al niño que llevo dentro, especialmente por estas épocas navideñas: en mi casa soy el primero en desempolvar el árbol, desempacar el pesebre y animar a mis hijas a que escriban su carta al Niño Dios, hombro a hombro conmigo. Porque yo también

disfruto redactando la mía, no lo puedo negar, aunque este año no tenía claro qué pedir: ¿una lipo pagada con dineros del erario, como la del contralor de Antoquia? ¿Exprimidores y traperos para no envidiar los bienes de la Farc? ¿O un buen fajo de petros venezolanos, para comprarme lo que se me dé la gana? Me decanté, al final, por un carné del Polo Democrático porque la verdad es que amo al Polo, o a la Pola, para ser incluyentes: desde que Alirio Uribe, representante de la colectividad, entuteló al Distrito para que su logo incluyera al género femenino, sueño con sumarme a esa cruzada: no soy hipócrita (ni hipócrito), y como periodista (y periodisto), evitaré convertirme en un vulgar machista. O machisto.

Sopesaba mentalmente mi listado de regalos, pues, cuando mi hija mayor me sorprendió:

–¿Se la escribimos al Niño Dios o mejor a Papá Noel?

El simple planteamiento me resultaba insultante: ¿en qué momento se dejaron permear por esa deplorable y publicitaria cultura gringa, que las induce a creer en un ajeno anciano de barba blanca y no en el Divino Niño de mi infancia?

–Al Niño Dios –le dije, exaltado–: él es el que trae los regalos.

–¿Y entonces qué hace Papá Noel?

–No sé –improvisé–: es un gordito ahí, que le ayuda en Estados Unidos…

–¿Pero quién manda a quién? –se metió la menor.

–Pues el Niño Dios…

–¿Aunque sea más chiquito?

–Sí: es como Santos y el ministro de Defensa…

–¿Cómo así? –preguntó la más grande.

–A ver –suspiré con paciencia de profesor–: el Niño Dios manda a Papa Noel, del mismo modo en que el presidente Santos manda al ministro de Defensa: el Divino manda, el gordo obedece.

Busqué entonces una revista y, para reforzar el simil, les mostré retratos del ministro Villegas y del presidente Santos. Pero el ejercicio no fue lo suficientemente ilustrativo.

–No tiene barba –dijo la mayor, decepcionada, cuando detalló la papada ministerial.

–Ni está vestido de rojo –la respaldó la otra–: ni siquiera tiene paquetes.

–Es que está de civil. Y el paquete –les expliqué– suele ser él mismo; aunque también podría ser Santos, el presidente, que es este –les dije, mientras lo señalaba.

–¿Y dices que él, este señor Santos, es como el Niño Dios?

–Claro: se siente Todopoderoso, pone tutelas, hace de todo.

–¿Y también es pobre?

–Claro que sí: esta casi tan quebrado como el país que dirige.

Y acto seguido les expliqué que es un despojado, un incomprendido: que carece de popularidad, y que los días de su gobierno se arrastran débiles y tristes hasta su final.

–¿Y dónde duerme? –interrumpió la mayor.

–En su pesebre de Anapoima –aclaré.

–¿Y cómo se calienta?

–Bueno: se acuesta sobre la paja que él mismo echa; y tiene a algunos ministros que lo llenan de calor con su vaho.

Uno de ellos, paradójicamente, es Papá Noel Villegas: el ministro de Defensa que, en plenas épocas navideñas, lanzó un oportuno llamado al amor. Al amor bien entendido. Señaló en Noticias Uno que a los líderes sociales los estaban matando, entre otras razones, por líos de faldas: ya van más de 120 líderes sociales que han tenido sistemáticos líos de falda, todos de consecuencias fatales. En cualquier momento el ministro declarará como líder social a Teófilo Gutiérrez.

Volvimos, pues, a la redacción de la carta, mientras yo reflexionaba sobre el país: qué país, dios mío. Qué cantidad de convulsiones. 2017 fue el año en que nos convertimos en el primer país del mundo que le deja al papa un ojo morado; el primero en que cae por corrupto el fiscal anticorrupción.

Y el primero que consigue desarmar una guerrilla y no sabe qué diablos hacer con ella. Los líderes de la derecha ven el vaso medio vacío; el presidente Santos ve el vaso medio lleno. Jesús Santrich ni siquiera ve el vaso. Y el ministro de Defensa se lo toma con la esperanza de que contenga masato o cualquier brevaje sustancioso.

Mi hija menor me sacó de tan hondas reflexiones.

–Toma –me dijo–: mi carta al Niño Dios.

–Pero es un papel en blanco –me sorprendí.

–Sí: no le pienso pedir nada.

–Y yo tampoco –agregó la mayor.

–¿Por qué? –reaccioné sorprendido.

–Porque al final nos da lástima: si el Niño Dios es como el presidente que nos dices, ya tiene suficiente con que casi nadie lo quiera.

Pero cuando me disponía a felicitarlas ante el gesto sideral de su nobleza, mi mujer apareció en la escena: descontaminó la fábula de mis símiles políticos, las sentó pacientemente a que escribieran, ahora sí, sus cartas al Niño Dios, y las indujo a que no pidieran objetos físicos (2 muñecas, por ejemplo, o 16 curules), sino buenos deseos para los demás.

No tuve más remedio que sumarme y desearles a todos una feliz Navidad, mientras me sentía como un idiota. O un idioto. n

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