
Opinión
El imperativo de la evolución
La transformación educativa no puede seguir siendo un anexo romántico en la agenda pública.
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Colombia enfrenta una encrucijada silenciosa que amenaza con hipotecar su futuro más que cualquier desajuste fiscal: la desconexión entre nuestro sistema educativo y la velocidad de la realidad contemporánea. Sin desconocer la valía de nuestros docentes, que a menudo hacen proezas con lo que tienen, ni la solidez de programas que han construido país, tenemos que aceptar que el problema es que esas fortalezas operan dentro de una estructura anacrónica, diseñada para las certezas de la era industrial, mientras el mundo transita hacia una economía algorítmica.
Seguimos aferrados a mallas curriculares rígidas y carreras de cinco años que, en el contexto tecnológico actual, son una eternidad. Estudiar hoy ciertas áreas digitales bajo esquemas tradicionales implica el riesgo de graduarse con conocimientos obsoletos. La innovación avanza más rápido que la academia tradicional, y los títulos terminan certificando un pasado que no necesariamente garantiza futuro.
A este desfase se suma la irrupción de realidades que no piden permiso. La Inteligencia Artificial, por ejemplo, no llegó para amenazar el intelecto, sino para redefinirlo. El reto ya no es solo enseñar a responder, sino enseñar a preguntar. Ahora se trata de discernir información y orquestar soluciones en colaboración con la máquina. Ignorar esto es condenar al estudiante a la irrelevancia. La misma ceguera ocurre frente al ecosistema de criptoactivos y la tecnología blockchain: al obviarlos en el ámbito académico, formamos ciudadanos incapaces de entender la nueva economía descentralizada que ya opera.
Por eso urge elevar el nivel del debate. La transformación educativa no puede seguir siendo un anexo romántico en la agenda pública. La dirigencia política debe entender algo elemental: cualquier programa de gobierno que ignore este cambio de paradigma no solo nace incompleto, sino irresponsable.
Esta no es una discusión ideológica. Adaptar la educación a las nuevas realidades es, ante todo, una prioridad de Estado. Necesitamos modelos flexibles y adopción tecnológica valiente que potencie la creatividad humana. El país demanda una visión que deje de mirar el pasado y se atreva a diseñar la educación para el mundo que ya es.
Porque cuando esta generación de estudiantes intente entrar al mundo laboral, lo que importará no será haber preservado la tradición, sino haber tenido el coraje de prepararlos para afrontarlo. Y si la respuesta es no, habremos cometido el más imperdonable de los crímenes: dejarlos indefensos ante el futuro que vimos llegar.
