
Opinión
El libro de Andrés Arias
Solicito a las autoridades competentes que le otorguen a Andrés Arias una beca de creación por diez años para que se dedique a escribir. Talentos como el suyo se lo merecen.
Recomiendo vivamente Los Gritos, el libro de Andrés Arias que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica. Hace dos años, Andrés empezó a enviarme cuentos basados en El jefe supremo, el libro sobre el general Gustavo Rojas Pinilla que Silvia Galvis y yo publicamos en 1988. Quedé admirado de su capacidad para pasar del carril de la historia al carril de la ficción y viceversa. Sus muy amenos relatos atrapan al lector. Solicito a las autoridades competentes que le otorguen a Andrés Arias unabeca de creación por diez años para que se dedique a escribir. Talentos como el suyo se lo merecen. Para la muestra, un botón: “Carlos Emilio Campos Torres ‘Campitos’ era ya el más famoso comediante del país. Su público era la gente del común. Nadie como Campitos para reírse de la realidad nacional, nadie como Campitos para remedar las voces y los gestos de los poderosos. Cuando el gobierno del Jefe Supremo, del Generalísimo, del Salvador de la Nación, de Gurropín –sí, de quien, finalmente, es el protagonista de este libro–, que había comenzado entre cánticos y júbilo, mostró fracturas, es decir, cuando empezaron a rumorar que la familia presidencial se estaba haciendo rica con la plata de los colombianos, y el rumor se convirtió en un grito, y cuando se estableció que el mandatario no se quería bajar del gobierno, que se haría reelegir a como diera lugar para quedarse en la presidencia hasta el fin de los tiempos, y cuando la censura lo invadió todo y los colombianos se sintieron absolutamente ciegos y perdidos, y cuando, tras la masacre de la plaza de toros, quedó claro que al que protestara o hablara mal del presidente lo matarían sin mayor porqué, fue entonces cuando el trabajo de Campitos tomó una sola dirección. El Generalísimo se convirtió en el centro de sus burlas. Cuando por primera vez, en un ensayo, Campitos se puso la vestimenta militar e intentó asumir la postura del General y remedó su voz, declaremos sin exagerar que algo mágico sucedió. Desde ese momento quedó claro que no se trataba de una imitación, eran la misma persona. El país amó a Campitos porque era un segundo General, igualito. Con una diferencia: esta versión, mientras decía verdades inmensas, hacía reír; el original, en cambio, ya comenzaba a provocar algo parecido a la náusea. Campitos llevaba un buen tiempo recorriendo el país con una obra cuyo título era una abierta declaración. La familia presidencial, se llamaba. Campitos hablaba en voz alta, como pronunciando un discurso en el que prometía dinero para grandes obras, y al mismo tiempo, en voz baja, les decía a su hija y a su yerno, invisibles, que se cogieran el veinticinco por ciento de todo. No había poste ni pared en la ciudad que no tuviera encima un cartel promocional de la obra La familia presidencial. Toda la temporada estaba vendida. La compañía había llegado dos días atrás y ya ensayaban en el Teatro Paraíso. Fue en el momento en que Campitos, el viernes, a eso de las seis de la tarde, se paró en la puerta a fumarse un cigarrillo, cuando un niño se le acercó y le puso un sobre en la mano. Él lo abrió. Una nota decía: ‘Si presentan esa porquería titulada La familia presidencial, que irrespeta al Jefe Supremo, volamos con dinamita el teatro con toda la gente adentro’.
Estaba a menos de veinte horas de estrenar y no tenía nada. Llegó al hotel, se duchó, se cambió, pidió un café, una máquina de escribir y papel. En cuestión de tres horas, Campitos, sacándose de nadie sabe dónde una trama completa y mil chistes –mucho más divertidos y picantes que los de La familia presidencial–, dictó una nueva obra. Se llamó Don Próspero Baquero. Don Próspero era un remedo del dictador, y esta vez Campitos lo ponía a visitar las tierras y los ganados de los que se había hecho –o se haría– dueño. El público asistente al Teatro Paraíso sólo terminó sabiendo que no vería La familia presidencial cuando Campitos salió a escena. Campitos, vestido como el General –no: quien hablaba era el General–, dijo, palabras más, palabras menos, dizque serísimo, que ni él ni ninguno de sus parientes estaban para actuar en teatro. Les quedaba poco tiempo en el poder y la prioridad era hacer dinero, llevarse lo más que pudieran, alzarse con el país. Añadió que a él lo iba a remplazar en la obra un amigo que se llamaba Don Próspero, un viejo con una única obsesión: moverse por Colombia, señalando fincas y lotes de ganado. Don Próspero, explicaba Campitos, ponía aquí el dedo o la mano y decía: ‘Mío, mío’. Los dueños de las tierras, continuaba diciendo, siempre le preguntaban amablemente: ‘¿Sí tiene con qué pagarlo?’, y él, infaltablemente, les respondía con la misma frase: ‘Colombia, que es bien bruta, paga’. A continuación, Campitos pidió disculpas por el cambio de última hora, hizo mil venias y dio la bienvenida al loco mundo de Don Próspero Baquero. El público habría aplaudido como nunca”.