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En contra del voto obligatorio

La dificultad más seria que plantea el abstencionismo es saber si en realidad representa un problema para la democracia o más bien es una consecuencia natural de la libertad que la inspira y ella promueve.

Semana
12 de julio de 2012

Jorge Gómez Pinilla publicó el pasado lunes una audaz columna en la que propone la implementación del voto obligatorio como solución, entre otras cosas, al problema de la corrupción y el clientelismo de los congresistas. Aunque el escrito abunda en argumentos interesantes que ante todo agradezco porque terminaron por estimular la escritura de esta réplica, por principio desconfío de las “fórmulas mágicas” o panaceas cuando se trata de solucionar problemas políticos tan complejos como los que plantea la democracia.

La dificultad más seria que plantea el abstencionismo es saber si en realidad representa un problema para la democracia o más bien es una consecuencia natural de la libertad que la inspira y ella promueve. Varios estudios apuntan a que el abstencionismo es una característica estructural de toda democracia electoral y por lo tanto la cacareada “crisis democrática” que se deduce de él solo sería el resultado de una mala lectura del fenómeno. Rudy Andeweg, por ejemplo, sostiene que “el estudio empírico comparado de las democracias occidentales muestra que el interés de los ciudadanos por la política no baja, que el abstencionismo varía en función de los tipos de escrutinio pero no baja de manera significativa para las elecciones legislativas nacionales y que la desconfianza solo se expresa hacia los partidos políticos o el personal político pero no con respecto a la Constitución o la democracia”.

El argumento más poderoso para oponerse al sufragio obligatorio es que se trata de una medida antidemocrática ya que anula la libertad de abstenerse como opción política legítima de quienes no creen en la democracia. Cuando la democracia hace del voto una obligación en lugar de un derecho, cae en el juego del totalitarismo porque se impone ante el ciudadano como "el mejor gobierno", el único válido, cancelando cualquier posibilidad de disentir de él. Esto es filosóficamente grave si se tiene en cuenta que el valor supremo que informa la "democracia liberal" es justamente la libertad.

Pero hay más razones, de índole operativa, que hablan en contra de las bondades del sufragio imperativo. No está demostrado que el voto obligatorio mejore la democracia. En los países que lo tienen el abstencionismo disminuye pero ello no se traduce automáticamente en un aumento de la calidad en la participación ciudadana. El caso de la Unión Europea, con cinco países donde el voto es obligatorio (Bélgica, Chipre, Grecia, Luxemburgo e Italia), es tal vez el que a primera vista luce mejor. Sin embargo, Italia y Grecia hoy no son exactamente modelos de calidad democrática en Europa. Si miramos Latinoamérica el panorama es peor: Argentina, Bolivia, Cuba y Ecuador, entre otros países, tienen sufragio obligatorio y el estado de postración de sus democracias no es algo que pueda refutarse seriamente.

En definitiva, no digo que el voto obligatorio sea necesariamente malo y en consecuencia una medida a descartar de plano. Apenas señalo que el costo filosófico totalitarista de su implementación, sumado a los efectos inciertos de su aplicación sobre la calidad de la participación, lo hacen una herramienta que hay que evaluar con mucho cuidado. La propuesta de Jorge Gómez en este sentido es prudente porque busca someter el mecanismo a prueba en las próximas elecciones parlamentarias para luego ponderar su efectividad. Sin embargo, también es una invitación a realizar estudios rigurosos sobre el abstencionismo, su naturaleza y las fórmulas más idóneas (con seguridad educativas antes que coercitivas) para combatirlo, si es que es menester hacerlo.

Lo que más preocupa de la eventual adopción del voto obligatorio en Colombia es que debido a la precariedad de nuestra democracia termine por aumentar el clientelismo. Se podrían generar incentivos mayores para la venta del voto en quienes comenzarían a ir las urnas por obligación y no en uso voluntario de un derecho. También podría ocurrir, como en Ecuador en 1997, que el sufragio forzoso conduzca a que los ciudadanos voten todavía más irracionalmente que cuando es optativo.

Sea como fuere, es un error reducir la “crisis de la representación” al tópico del abstencionismo. La calidad de la participación, las creencias y la confianza ciudadana, la legitimidad de las instituciones y la fortaleza de los lazos sociales (capital social) son elementos cruciales para el buen funcionamiento de la democracia. También lo es la naturaleza de la relación principal-agente que se establece entre el votante y sus representantes una vez pasadas las elecciones, en especial la obligación que debe existir en cabeza de estos últimos de rendir cuentas ante sus electores y la posibilidad para ellos de exigirles responsabilidad a sus elegidos (accountability). A este último respecto, encuentro mucho más conducente la reforma electoral que presentará en la próxima legislatura el senador John Sudarsky, pero este es un tema que por su trascendencia será objeto de una próxima columna.

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