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Hablo de un psicópata. Pero todos lo son, o lo parecen. Son payasos malvados, payasos malignos, cuyo placer estriba en hacer daño. No es casualidad que los niños lloren cuando ven a un payaso.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
14 de septiembre de 2019

Payasos son todos los que nos gobiernan: basta con verlos. El norteamericano Donald Trump con su copete engominado y pintado de amarillo, el británico Boris Johnson con su desordenada peluca color rubio pollito de muñeco de resorte, la argentina Cristina Kirchner inflada de bótox desde las cejas hasta los dedos de los pies, el ruso Vladímir Putin que un día caza ante las cámaras osos siberianos y al otro rescata submarinos hundidos. Sin hablar de los payasos profesionales de la televisión que han llegado al poder en países tan distintos como Guatemala, donde Jimmy Morales ahora termina su gobierno recordado como el peor que haya tenido ese país desgraciado, como todos los nuestros, o Ucrania, que no contenta con estar envuelta en una guerra civil fomentada por Rusia elige como presidente al comediante Volodímir Zelenski, o Italia, donde gobierna entre bambalinas Beppe Grillo, el cómico fundador del partido Cinco Estrellas que a veces se alía con la derecha y a veces con la izquierda. Y sin mencionar a los involuntariamente chistosos, como nuestro propio presidente Iván Duque, marioneta de un psicópata disfrazado de arriero antioqueño que se llama Álvaro Uribe.

Hablo de un psicópata. Pero todos lo son, o lo parecen. Son payasos malvados, payasos malignos, cuyo placer estriba en hacer daño. No es casualidad que los niños lloren cuando ven a un payaso. Su payasería disfraza su maldad egoísta: su psicopatía. La idea no es nueva: se remonta a Platón y a su descripción del tirano, que llega al poder haciendo daño y para hacer daño. El payaso primer ministro británico Boris Johnson, por ejemplo, quiere el brexit, la ruptura de su país con Europa, a toda costa y caiga quien caiga, a sabiendas de que es dañino para el Reino Unido y para la Unión Europea, y que a su vez el debilitamiento de la Unión Europea y su disolución en los viejos nacionalismos enfrentados es malo para el mundo. El israelí Netanyahu sabe que su pretensión más electoral que política de anexar un tercio de lo poco que queda de la Palestina árabe no solo es criminal, sino peligrosa para Israel. Vladímir Putin conoce el efecto búmeran de sus guerras de aplastamiento en Chechenia y Abjasia, y de su invasión de Ucrania, y a su vez los jefes nacionalistas chechenos y abjasios… Los dirigentes independentistas de Cataluña –el saltarín Puigdemont, el siniestro Torra– saben que sus tentativas por salir de España son perjudiciales no solo para España, sino sobre todo para la propia Cataluña, y de rebote para la Unión Europea a la cual dicen querer pertenecer a condición de que se expulse a España, sino también, y en consecuencia, para la paz del mundo. Pero ¿qué va a importar la paz del mundo si un nacionalista catalán adquiere el privilegio de tener su propio paisito independiente para nombrar embajadores y ministros de guerra? Donald Trump sabe perfectamente que el cambio climático existe y es peligroso para la humanidad en su conjunto, pero sabe también que para sus inmediatos intereses personales y electorales es conveniente negar que exista, y sirve más llamarlo un cuento chino (“a chinese hoax”). Y aquí: el malvado Álvaro Uribe entiende el peligro para Colombia de volver a la guerra, pero es ahí donde están sus posibilidades de conservar el poder y de paso resguardarse de las persecuciones judiciales heredadas de su comportamiento de hacendado paramilitar, de gobernador de las Convivir y de presidente de los “falsos positivos” en la guerra anterior.

Los psicópatas son inteligentes: saben perfectamente lo que hacen. Saben que son así: son como el famoso alacrán venenoso que convenció a una rana de que le ayudara a cruzar un río, disfrazándose de protector inofensivo; y la picó en la mitad, ahogándose los dos. Se disculpó alegando: “Está en mi naturaleza”.

Y en esas manos, o en esas pinzas, estamos, desde los tiempos de Platón.

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