
Opinión
Entre la descertificación y el silencio: Colombia en la cuerda floja de la geopolítica
En el escenario internacional, la postura del gobierno afecta la credibilidad de Colombia como socio confiable.
La reciente descertificación antidrogas de Estados Unidos a Colombia no es un trámite técnico ni una disputa estadística: es un parte de guerra diplomático que revela las fisuras de la política exterior del gobierno de Gustavo Petro y anuncia un viraje inevitable en las relaciones bilaterales. Washington declaró que Bogotá “ha fallado demostrablemente” en el cumplimiento de sus compromisos internacionales contra el narcotráfico, ubicando al país en una categoría de vigilancia que evoca los días más tensos de los años noventa. Las cifras son contundentes. De acuerdo con la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), Colombia cerró 2023 con 253.000 hectáreas de cultivos de coca, una cifra histórica, mientras las incautaciones con cifras récord —cercanas a 900 toneladas— no logran compensar el crecimiento sostenido de la producción. Este panorama amenaza un intercambio comercial superior a 14.000 millones de dólares anuales, una cooperación militar cercana a 450 millones de dólares, según documentos oficiales y la Ley de Apropiaciones de EE. UU., y el valioso estatus de socio global de la OTAN, lo que coloca al próximo gobierno frente a la necesidad de reconstruir confianza y lograr mejores resultados.
En este contexto, el presidente Petro ha optado por desconocer la existencia del Cartel de los Soles, pese a las sanciones de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) de los Estados Unidos, las acusaciones de la DEA y los reportes de la ONU que documentan redes criminales en la frontera colombo-venezolana. Según Transparencia Venezuela, este entramado generó más de 8.200 millones de dólares en 2024 y canaliza cerca del 24 % de la cocaína mundial, en coordinación con disidencias de las FARC, facciones del ELN, la segunda Marquetalia y carteles mexicanos. Frente a esta evidencia, la negativa presidencial no suena a prudencia diplomática, sino a ambigüedad estratégica que confunde autonomía con poder real.
Esa ambigüedad debilita tanto dentro como fuera. En el plano interno, envía un mensaje inquietante a las Fuerzas Militares y a las comunidades que habitan los 2.200 kilómetros de frontera. Minimizar una amenaza documentada erosiona la moral institucional y limita la capacidad de la Fuerza Pública para actuar con respaldo político y legal, mientras la llamada “paz total” avanza entre disidencias fortalecidas, secuestros en aumento y economías ilícitas que encuentran oxígeno en la falta de decisiones claras. La contradicción entre un Congreso que reconoce el peligro y un Ejecutivo que lo niega fractura la narrativa del Estado, debilita la gobernabilidad y entrega a la oposición un argumento demoledor en plena antesala electoral.
En el escenario internacional, la postura del gobierno afecta la credibilidad de Colombia como socio confiable. Aquí resulta inevitable recordar a Hans Morgenthau, jurista alemán-estadounidense y uno de los padres fundadores del realismo clásico en las relaciones internacionales. En su obra Politics Among Nations (1948), Morgenthau sostiene que la política mundial es, ante todo, una lucha por el poder y la seguridad, y que los Estados deben orientar su acción exterior en función de intereses definidos en términos de poder, no de aspiraciones morales o discursos ideológicos. La diplomacia de Petro parece apostar a una autonomía retórica frente a Washington mientras depende de su cooperación financiera y militar, una incoherencia que, según la lógica de Morgenthau, reduce la capacidad de Colombia para defender sus verdaderos intereses.
Entre la advertencia de Morgenthau y las lecciones de otros teóricos, se impone una reflexión práctica. Colombia no solo necesita equilibrio entre poder y legitimidad, sino también una estrategia que conecte esa teoría con las urgencias de su geografía: el control del territorio, la vigilancia de sus fronteras, el fortalecimiento institucional, la credibilidad económica y la cohesión interna. Las doctrinas sirven para iluminar el camino, pero es la capacidad de traducirlas en políticas concretas lo que define la supervivencia de los Estados en entornos de alta presión.
Este debate se enlaza con la mirada del politólogo argentino ya fallecido Carlos Escudé, creador del concepto del realismo periférico en su obra: fundamentos para la nueva política exterior argentina (1992). Escudé advertía que los Estados no centrales deben reconocer las asimetrías del sistema internacional y alinearse con las potencias núcleo para maximizar los beneficios y minimizar los costos. En otras palabras, las naciones periféricas logran mayor autonomía real cuando negocian desde la convergencia pragmática y no desde la confrontación simbólica, porque su poder relativo no les permite sostener rupturas prolongadas sin pagar altos costos económicos y de seguridad.
La teoría de Escudé tiene una trascendencia hemisférica evidente. No nos llamemos a engaños, en América Latina, donde los márgenes de maniobra están condicionados por la dependencia comercial, la geografía del narcotráfico y la proyección militar de los Estados Unidos, el realismo periférico ofrece una guía para evitar lo que el autor llamaba “el espejismo de la soberanía absoluta”. Para Colombia, país que combina un alto grado de interdependencia económica con la condición de socio estratégico en materia de seguridad, esta doctrina subraya la necesidad de priorizar los intereses vitales —seguridad, control del territorio, estabilidad económica, salud, educación, infraestructura, la vigilancia de las fronteras, entre otros— por encima de gestos ideológicos que pueden otorgar visibilidad de la política interna, pero debilitan su posición en el sistema internacional. La soberanía y la estatura del Estado no se ceden, se preservan y se hacen respetar con resultados. Amén de lo anterior, las relaciones multilaterales no son una prohibición, son alternativas.
Desde una óptica geoestratégica y de seguridad, desconocer la existencia de una red criminal con proyección transfronteriza como lo es el cartel de los Soles, fractura el concepto de la seguridad hemisférica y reduce la capacidad de disuasión del Estado colombiano. La doctrina de planeamiento estratégico exige formular hipótesis de conflicto y escenarios de riesgo con enemigos potenciales claramente descritos para orientar la estrategia, la inteligencia, las reglas de enfrentamiento, la interdicción y en términos generales el apresto operacional, con énfasis en la maniobra. Si la amenaza no se nombra, no se modela, y si no se modela, no se planea. Es un grave y profundo error pretender articular una estrategia de seguridad y defensa nacional dejando de lado las amenazas potenciales que existen en el escenario. Si ese planeamiento está mal diseñado desde su primer eslabón, toda la cadena se revienta. La inteligencia estratégica tiene la palabra.
En el nivel regional, la ambigüedad dificulta la interoperabilidad con aliados y debilita la alerta temprana frente a flujos ilícitos, armas y financiación criminal que atraviesan la frontera; en el nivel nacional, erosiona el control territorial, desordena las prioridades del empleo de la Fuerza Pública y abre ventanas de oportunidad a actores que explotan vacíos normativos y operacionales. La omisión también empobrece la guerra financiera —el congelamiento de activos, la trazabilidad y listas espejo— e inhibe las operaciones combinadas que dependen de denominadores comunes sobre el adversario. En síntesis, pasar por alto una amenaza operacionalmente verificable no evita tensiones diplomáticas ni mejora la paz: desalinea la estrategia militar general, debilita la seguridad nacional y compromete la gobernabilidad en las zonas más sensibles del país. La frontera con Venezuela habla por sí sola.
Las implicaciones económicas son igualmente severas. La descertificación no solo cuestiona la política antidrogas, sino que amenaza la estabilidad macroeconómica. La relación comercial con Estados Unidos —principal destino de exportaciones colombianas y origen de inversión extranjera— podría enfrentar mayores exigencias de trazabilidad y control, encareciendo operaciones para el sector privado. Las agencias calificadoras ya evalúan el riesgo país con cautela, conscientes de que un deterioro en la cooperación puede traducirse en primas de riesgo más altas y con menor acceso al crédito internacional. Además, la cooperación militar —fundamental en la lucha contra los carteles del narcotráfico y el fortalecimiento operativo de la Fuerza Pública— corre el riesgo de sufrir recortes drásticos y condicionamientos, debilitando la capacidad de interdicción, el control territorial y la seguridad estratégica del Estado.
Todo ello ocurre mientras la normativa internacional —desde la Convención de Palermo hasta las recomendaciones del GAFI (Grupo de Acción Financiera Internacional, organismo intergubernamental que fija estándares globales contra el lavado de activos y la financiación del terrorismo)— exige a los Estados tipificar, sancionar y perseguir a las redes transnacionales. En este punto resulta pertinente traer a colación a Raymond Aron, filósofo y teórico francés que en Paz y guerra entre las naciones (1962) afirmó que “la diplomacia es el arte de conciliar poder y legitimidad”. Sin un reconocimiento político y jurídico del enemigo, Colombia pierde legitimidad para exigir acciones combinadas y poder para influir en la agenda regional.
El próximo gobierno recibirá entonces un tablero complejo que exigirá pragmatismo y visión estratégica. En política exterior, tendrá que restablecer la confianza con Washington, equilibrando la necesidad de cooperación antidrogas con una agenda de desarrollo que preserve la soberanía. Ello implica definir una posición coherente frente al régimen de Nicolás Maduro: ni sumisión ciega a Caracas ni confrontación imprudente, sino una diplomacia de contención que combine canales técnicos con presión multilateral.
En seguridad, el reto será muy complejo, una nueva caracterización de la fenomenología criminal del país por regiones es una tarea mandatoria, la recuperación de las capacidades estratégicas es una necesidad imperiosa, el fortalecimiento del proceso militar de toma de decisiones bajo las exigencias tecnológicas del siglo XXI se suma a las tareas inmediatas, retomar el control efectivo del territorio, fortalecer la inteligencia y reforzar las finanzas del sector Defensa, hacen parte de un paquete de tareas que en la medida de lo urgente deben realizarse. Hay que aclarar que no hay fórmulas mágicas ni recetas preestablecidas para solucionar de tajo la complejidad del orden interno nacional. Pero se puede, se debe y se tiene.
Finalmente, más allá de nombres y partidos, Colombia necesita una política exterior de Estado que supere ideologías y cálculos coyunturales. El interés nacional exige alinear objetivos internos con la realidad del sistema internacional, reconociendo que la posición periférica del país obliga a actuar con pragmatismo y claridad. Negar lo evidente no es estrategia; es una apuesta costosa que encarece la paz, debilita la economía y limita la voz del país en los foros donde se cuestiona su futuro. Como recordaba Morgenthau, “el interés definido en términos de poder es la brújula de la política internacional”. Hoy esa brújula apunta hacia un imperativo ineludible: reconocer la amenaza, reconstruir la cooperación y recuperar la credibilidad y la confianza. Solo así Colombia podrá abandonar la cuerda floja y caminar con firmeza hacia una política exterior que defienda su soberanía con hechos, no con silencios.