
Opinión
Fractura nacional
El proceso contra Uribe divide, todavía más, a la sociedad colombiana en el peor momento posible.
No son frecuentes los procesos penales que generen hondas conmociones sociales. Sin embargo, cuando suceden, esos impactos suelen ser devastadores y, con el paso del tiempo, puede tornarse evidente que se cometió una grave injusticia.
En el año 399 a. C., Sócrates fue condenado a muerte por la asamblea del pueblo, en teoría, por corromper a la juventud y negar la existencia de los dioses. Otra era la realidad, como lo demostró Platón en la Apología, que escribió en su memoria. En su condición de filósofo, era políticamente inocuo, aunque no lo veían así las élites sociales cuyos conocimientos cuestionaba y a las que aterraba que los jóvenes de la aristocracia fueran sus seguidores.
Es un caso parecido al de Jesús de Galilea, un predicador religioso que antagonizaba directamente con el Sanedrín, que era la autoridad religiosa, y visto —además— con enorme desconfianza por la autoridad civil. Su juicio, como lo documentaron sus seguidores, fue una farsa. Poncio Pilatos, que representaba el poder imperial de Roma, “se lavó las manos”, como bien se recuerda.
En 1431, Juana de Arco, una joven campesina francesa, que bajo los criterios actuales habría sido tenida por alienada mental, fue convertida en símbolo político en el contexto de la guerra por la unificación de las monarquías francesa e inglesa. Fue condenada a la hoguera por las fuerzas invasoras de su país. Hoy, es santa de la Iglesia católica y heroína de Francia.
Otro ejemplo notable de injusticia derivado de la manipulación política del poder judicial es el de Alfred Dreyfus, capitán del ejército de Francia, condenado, en 1894, al destierro por entregar secretos militares a Alemania. Jugó en su contra el ser judío y que las pruebas habían sido manipuladas por los militares para ocultar al verdadero culpable. En 1906, fue demostrada su inocencia luego de una intensa presión mediática.
Es obvio que recuerdo estos casos de injusticia judicial en el contexto del que se adelanta contra Álvaro Uribe Vélez. En mi columna anterior (’Cuestión de principios’), me abstuve de opinar sobre la sentencia, que aún no había sido divulgada, y antes de la audiencia en que el fallo fue presentado por la jueza. La lectura de los segmentos de la sentencia conocidos en días posteriores y, sobre todo, sus palabras, decisiones y gestos en la audiencia de difusión del fallo, aniquilaron mi confianza en su rectitud. Sus muestras de agresividad contra Uribe, las indebidas acusaciones y la falta de respeto a su familia, las endebles razones expuestas para privarlo de la libertad a pesar de que goza, por ahora, de la presunción de inocencia, explican mi cambio de actitud.
Incluso lo que podría parecer trivial tiene importancia: la expedición de una sentencia gigantesca es una falta de respeto con la ciudadanía. La ley dispone que los procesos penales sean públicos, justamente porque considera que todos debemos conocer las decisiones, tanto para reforzar nuestro acatamiento a las normas, como para que podamos criticarlas. Ese texto farragoso dificulta el ejercicio de la defensa e impone a los jueces superiores una carga excesiva. ¿Cuántas páginas fueron necesarias para convertir a los responsables de crímenes de lesa humanidad en “padres de la patria”? Esta es cuestión ajena al debate judicial, pero influye en las pasiones que se han desatado.
Era inevitable que la decisión de la jueza Heredia polarizara, todavía más, el escenario político. Para unos, finalmente ha caído el responsable de numerosos crímenes; para otros, el expresidente ha sido condenado no por lo que —supuestamente— hizo, sino por lo que representa: es suyo el mérito de haber doblegado a los sectores violentos que amenazaban la existencia de la República. En la facultad de Derecho nos enseñaron que “lo que no está en el expediente, no está en el mundo”. No es posible que así suceda cuando el evento judicial sacude las emociones de buena parte de la gente.
No se trata, ahora ni nunca, de arrasar con el Estado de derecho. Por el contrario. El proceso debe seguir su curso ante el Tribunal de Bogotá. Los actores políticos de las distintas tendencias deberían expresar su respaldo a las siguientes posiciones: 1) Respeto a las decisiones de los jueces; 2) rechazo a la injerencia de gobiernos extranjeros que desconocen la autonomía de la justicia colombiana; 3) petición de una vigilancia especial de la Procuraduría hasta que el proceso concluya, y 4) requerimiento a la Corte Interamericana de Derechos Humanos para que esté disponible con el fin de evitar violaciones de los derechos humanos del procesado y las supuestas víctimas.
Quiero recordar en este momento crítico el sentido del símbolo de la Justicia: una mujer vendada que, en una mano, empuña una espada y, en la otra, sostiene una balanza. Que no pueda ver es garantía de imparcialidad; el arma, que es de doble filo, representa su poder para resolver el conflicto, mientas que la balanza evoca su compromiso con la equidad. El fallo que tantos celebran, o lamentan, se aleja de estos valores.
Epígrafe. Platón pone en boca de Sócrates este paradigma: “Cuatro características corresponden al juez: escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente”.
