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Ha sido un inmenso honor y privilegio escribir esta columna, tener un lugar para expresar mi opinión sobre los temas que consideré claves durante estos cortos meses.

Juan Ricardo Ortega, Juan Ricardo Ortega
4 de julio de 2020

El derecho a la palabra, a opinar con plena libertad es reciente. Por siglos nuestra especie ha sido brutal contra quienes contradicen o incomodan a los poderosos; tan solo a finales del siglo XVIII las revoluciones en Estados Unidos y Francia proclamaron la importancia del derecho universal a tener una voz y hacerla valer en público, aunque desde sus inicios fue un derecho a medias para las minorías, las mujeres o los opositores. Aun con sus imperfecciones, el derecho a opinar y a una prensa libre es una de las innovaciones institucionales más importantes en la evolución del Estado moderno. Sabemos de la importancia de los pesos y contrapesos en el Estado, de la trascendencia de un sistema judicial independiente, de un Parlamento que represente al pueblo, y un límite claro en la Constitución y en la ley para el ejercicio del poder, pero solo en aquellos lugares donde los medios de comunicación masiva son verdaderamente libres es posible concretar el potencial de diversidad y desarrollo que ofrece la democracia. Solo con una prensa que exponga los abusos en la política, en la banca y en las corporaciones, las desigualdades y los excesos en lo público es posible vivir sin miedo, sin la necesidad de padrinos o favores, y fortalecer realmente las instituciones democráticas. Las sociedades florecen solo cuando se masifica el libre flujo de opiniones diversas, que polinizan el ingenio y desatan la capacidad de innovación de sus integrantes.

Acumular fortunas y poder a través de monopolios, carteles, y la explotación del débil es fácil y frecuente; coordinar una sociedad para que en su conjunto cree valor, innove, y resuelva problemas individuales y colectivos es, en cambio, dificilísimo; según Douglas North, en Violence and Social Orders, a lo sumo 25 naciones lo han logrado a lo largo de la historia. En todos esos casos, el papel de los medios de comunicación independientes, voceros de la injusticia y el abuso de los vulnerables, como contrapoder –y no como espejo del ego de los poderosos– es una constante.

Colombia necesita, hoy más que nunca, fortalecer sus medios de comunicación. Necesitamos voces objetivas y equilibradas que desnuden el evidente fracaso de la guerra contra las drogas, el insoportable atraso del casi 80 por ciento de nuestro territorio, el inaceptable acoso sexual y la violencia que sufren mujeres y niñas, y la corrupción sistémica de nuestras instituciones. Sí, Álvaro Gómez tenía razón, el sistema de alianzas entre contratistas, Gobiernos locales, políticos y miembros del sistema judicial es el responsable de la inaceptable calidad de lo público y de la prosperidad del narcotráfico. Y aunque la evidencia abunda y es pública, solo a través del riguroso y sagaz lente de la prensa logramos visibilizar lo importante. Personas como Alejandro Gaviria, Carolina Sanín, Ricardo Silva, Juan Esteban Constaín, Piedad Bonnett o Juanita León son un maravilloso ejemplo: iluminan, nos hacen reflexionar, nos deleitan con su prosa.

En esta columna quisiera hacer un homenaje a todas aquellas personas que ejercen el oficio del periodismo en el ámbito local, pues, aunque algunos son invisibles, con su trabajo valiente y constante han defendido valores esenciales en las más remotas regiones: la libertad, la transparencia, la honestidad y la importancia de la información para la toma de decisiones. Contra la tendencia a utilizar el miedo para manipular a las masas y silenciar sus voces, todas estas personas, en los ámbitos local y nacional, prestan un servicio civil que es el cimiento de un servicio público de calidad para todos, al señalar la imperiosa necesidad de un sistema judicial eficiente y efectivo, el juego limpio en la política y multiplicar las voces que no tienen eco, pero sí mucho que contar.

Ha sido un inmenso honor y privilegio escribir esta columna, tener un lugar para expresar mi opinión sobre los temas que consideré claves durante estos cortos meses.

Por la importancia y trascendencia de esta labor, quisiera expresar también todo mi reconocimiento y gratitud hacia SEMANA y su gran equipo de periodistas, particularmente a Felipe López, pues con su visión y claridad hizo de esta revista uno de esos escasos faros de luz nacionales. Para mí, ha sido un inmenso honor y privilegio escribir esta columna, tener un lugar para expresar mi opinión sobre los temas que consideré claves durante estos cortos meses. Lamento tener que dejarla, a pesar del inmenso esfuerzo que es para mí escribirla. A los lectores mis sinceras disculpas por los errores y la falta de gracia de mi prosa; escribir es un exigente arte que requiere largos años de continua lectura y escritura.

Lamento profundamente no haberme esforzado más para escribir mejor desde joven; el sistema educativo colombiano es débil en esta materia; solo masificando la lectura y el arduo ejercicio de escribir podremos salir del maniqueísmo que la política de la división, de los resentimientos y las rabias nos ha inyectado por falta de información. Y en ese proceso es fundamental una prensa libre de miedo y de presión, que nos ayude a construir el camino para un futuro incluyente, en el que el abuso de los lenguajes violentos, intimidantes, decimonónicos y polarizantes, en el que el cinismo y el ataque a ideas sin argumentos ceda el paso a un lenguaje basado en la tolerancia, el perdón y la construcción conjunta de un mejor mañana. Infinitas gracias, SEMANA, por haberme permitido tener este espacio, y a mis lectores por su tiempo y comentarios.

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