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Hay otro modo de sanear el fisco

El ministro Santos conoce la experiencia Clinton. Pero no basta con saber o con querer si el sistema político no está al servicio del interés público.

Semana
30 de octubre de 2000

El presidente Clinton acaba de anunciar un excedente de 200.000 millones de dólares para este año fiscal. Y la campaña Bush-Gore es, en esencia, un debate acerca de qué hacer con el enorme superávit proyectado para el próximo cuatrienio: 1.500 billones de dólares ‘adicionales’ (como decir dos ‘millones’ de veces el dichoso Plan Colombia) para subsidiar a los pobres, pagar la deuda, o devolverles impuestos a los ricos.

Y sin embargo, hasta hace ocho años, Estados Unidos venía arrastrando un déficit fiscal cercano al 3 por ciento de su Producto Interno Bruto. Reagan bajó los impuestos y disparó el gasto militar, de modo que el fisco fue aumentando su saldo en rojo: en 1991, el servicio de la deuda absorbió casi un tercio del presupuesto norteamericano.

Reagan —Dios lo bendiga— hizo cosas muy distintas de Gaviria, de Samper y de Pastrana. Pero no importa: estos tres presidentes se las arreglaron para que la situación fiscal de Colombia en 2001 sea casi idéntica a la de Estados Unidos en el 91. Y por eso vale la pena ver qué hizo Clinton para salir del lío.

Clinton en realidad no es el autor único, ni acaso principal, del milagro norteamericano. Otros se lo atribuyen a Alan Greenspan y muchos otros al señor Bill Gates. Como quiera que sea, la mezcla de visión política, buen manejo monetario y nueva tecnología resolvió la agobiante crisis fiscal por la vía más eficaz e inteligente: poner la economía a crecer para que aumenten los recaudos del Estado. El Producto Bruto de Estados Unidos creció en 40 por ciento durante estos ocho años, y los ingresos netos del Tesoro (gracias a ello y al peso decreciente de la deuda) mejoraron en un 52 por ciento.

Nada de rezos para que llegue otra bonanza petrolera, de acuerdos con el Fondo Monetario Internacional, de reformas tributarias a pedazos o recortes del gasto a machetazos. Nada o poco de recesión autoinflingida que agranda el hueco en vez de corregirlo. Y poco o nada, sobre todo, de simplismos ideológicos acerca del tamaño grande o chico del Estado.

No importa si el gasto lo hace el gobierno o el sector privado. Importa si es un gasto de inversión o de consumo. Importa si la inversión es productiva o es ineficiente. E importa si amortiza o no amortiza los intereses o el llamado “precio sombra” de los fondos.

Con lunares, con bemoles y con retrocesos (una peor distribución del ingreso, especialmente) ese fue el curso básico de la economía norteamericana durante la última década. Atención obsesiva a la educación (“un país donde todos, a los 8 años, pueden leer, a los 12 naveguen en Internet y a los 18 puedan ir a la universidad”), impulso fenomenal a la tecnología (autopista informática, e-comercio sin impuestos, genoma humano…) e infraestructura futurista de comunicaciones, transporte y energía, se sumaron a la reingeniería extensiva del sector público en los planos local y nacional, para casi triplicar el ritmo de aumento en la productividad y elevar en dos tercios el coeficiente de inversión total.

Juan Manuel Santos conoce bien esta experiencia, que por demás inspira su fundación ‘Buen Gobierno’. Pero no basta con saber o con querer, si el sistema político no está al servicio del interés público. Aquí cada fuerza viva es un grupito de vivos, cada dirigente (o casi) es un intrigante y cada congresista (o casi) es un tramitador de intereses muy privados.

Por eso la reforma tributaria de Pastrana es una nueva colcha de retazos, que además no generaría sino 3,6 de los 11 billones que hacen falta. Por eso cada congresista (o casi) cobrará su peaje y meterá su tijera. Por eso la fusión y supresión de entidades será otra vez más tilín que paletas.

Por eso el pobre Ministro no puede pensar siquiera en el mediano plazo. Tiene que saltar matones, salir de afugias, subir impuestos y cortar gastos. Es decir, tiene que agravar la recesión, lo cual seguirá achicando la base tributaria y mermando los ingresos futuros del Estado. Para tapar el hueco se agranda el hueco: es el costo de no tener sentido de lo público o no poder actuar desde lo público.

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