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Vergüenza

Los ecuatorianos creen que los asesinatos de sus colegas tienen que ver con la anarquía que hoy reina en esa zona de frontera luego de que las Farc se desarmaron, pero no entienden cómo, en momentos en que se habla de posconflicto en Colombia, surge un hampón tan sanguinario como Guacho.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
5 de mayo de 2018

En memoria de los tres periodistas ecuatorianos asesinados hace unas semanas en la frontera colombiana, el jueves pasado se realizó en Quito un encuentro entre periodistas colombianos y ecuatorianos propiciado por la Universidad Andina en el que sentí vergüenza de ser colombiana.

Los colegas ecuatorianos de una manera respetuosa pero contundente intentaron explicar lo difícil que resulta tenernos de vecinos. Y no los culpo por su reproche: hemos sido por años el país de los carteles de la droga, un negocio ilegal pero lucrativo que ha permeado la sociedad y que además ha nutrido un conflicto de más de 40 años. Por si esto fuera poco, los hemos llenado de desplazados producto de una guerra que se extendió al Ecuador cuando las Fuerzas colombianas bombardearon un campamento de las Farc que estaba ubicado en territorio ecuatoriano.

Para colmo, ahora, cuando las cosas deberían empezar a mejorar tras el desarme de las Farc, los ecuatorianos sienten el golpe de la violencia de manera descarnada y a la fuerza han tenido que empezar a aceptar que las Farc no eran el único problema que tenían en la frontera colombiana y que el narcotráfico, ese mal que muchos ecuatorianos pensaban que era solo colombiano, también se había ido asentando en su país de manera silenciosa. (Así lo advirtió de manera franca Marco Arauz, el director adjunto del diario El Comercio. Que el narcotráfico entró a Ecuador y que infortunadamente llegó para quedarse).

Por lo que les escuché a mis colegas ecuatorianos, a ellos les resulta cada vez más difícil comprender lo que sucede en Colombia con la implementación del acuerdo de paz con las Farc, y a raíz de los hechos violentos que han sacudido a esa frontera en los últimos meses, varios de los periodistas más influyentes tienen la impresión de que las cosas están peor que antes. Están convencidos –y no les falta razón– de que los asesinatos de sus colegas tienen que ver con la anarquía que hoy reina en esa zona de frontera luego de que las Farc se desarmaron, pero no entienden cómo, en momentos en que se habla de posconflicto en Colombia, surge un hampón tan sanguinario como Guacho.

Para tranquilidad de mis colegas ecuatorianos: muchos periodistas colombianos tampoco sabemos para dónde vamos ni por qué el Estado ha sido incapaz de hacer presencia en las zonas en donde ya no están las Farc. Es más, tampoco entendemos cómo es que Guacho todavía sigue libre, haciendo de las suyas por el río Mataje.

Hoy el futuro del acuerdo de paz es incierto y por muchas razones: al grave hecho de que la implementación del acuerdo ha sido un desastre, se le suma la incertidumbre de no saber quién va a ser el próximo presidente y la decisión de la DEA de intervenir en pleno proceso electoral para notificarle al país que además de la extradición de Santrich va por la de Iván Márquez. Lo que sí se puede aseverar es que si el acuerdo de paz fracasa en Colombia, Ecuador va a sentir en carne propia los estertores de ese fracaso.

Sin embargo, lo que más me impactó del encuentro fue que advertí en las intervenciones de los colegas ecuatorianos esa misma sensación de desconcierto y de asombro que alguna vez tuvo el periodismo y la sociedad colombiana antes de que cayeran en la banalización de la muerte y de las masacres; les envidié esa capacidad de indignación que les vi en sus ojos y que percibí en el tono de sus voces y me dio pena contarles que en mi país las muertes ya no causan ni indignación ni desconcierto.

Me costó trabajo confesarles que en Colombia la guerra nos acostumbró a que el asesinato de la mañana lo entierra el de por la tarde, y que los medios, los políticos y la clase dirigente perdieron la capacidad de establecer la diferencia entre la guerra y la paz.

Y sí: los envidié y los sigo envidiando. 

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