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LAS CHARLAS DE LA PAZ

Antonio Caballero
20 de julio de 1998

Las Farc exigen el despeje de cinco regiones para conversar de paz, y tanto Horacio Serpa como Andrés Pastrana (no sé cuál de los dos habrá ganado las elecciones cuando esto se publique) aceptan al instante: que no se vaya a decir de ellos que no desean la paz. Me permito discrepar del nuevo presidente electo, sea el que sea: pero el problema no se resuelve con conversaciones.
A la paz en Colombia no se llega conversando, aunque las conversaciones sean necesarias también; ni se llega tampoco a fuerza de echar más bala, puesto que bala es lo que sobra. Porque la guerra, o las guerras, que vivimos no las están haciendo de un lado los unos y del otro los otros, del uno los militares y los policías y los paramilitares y del otro los guerrilleros y los milicianos urbanos. Sino que esas guerras se están haciendo por sí solas, a través de todos ellos, que son meros agentes. Las están haciendo las estructuras del país. Para formularlo de modo lacaniano ("el sujeto no habla, sino que es hablado"): los violentos no promueven la violencia, sino que son movidos por ella.
La violencia, o sea _repito_ las estructuras del país. La realidad de lo que hay, densa y terca. Es decir (simplificando), la ausencia de justicia en todos los órdenes, desde el económico hasta el jurídico, y sus obvias consecuencias: la desesperación, la impunidad, y el miedo. Agravado todo ello por la ineptitud irresponsable de quienes manejan los instrumentos y los recursos del Estado, que deberían ponerlos al servicio de la justicia, y no lo hacen. Aquí hay guerra, o guerras, porque, ante la ausencia de justicia y gracias a la impunidad, la violencia es la única forma de relación posible entre los distintos agentes sociales. Y, por consiguiente, la violencia se ha convertido también en la única garantía, no sólo de la vida misma sino, de la producción (y, secundariamente, en la principal fuente de empleo).
Decía hace unos días el general Manuel José Bonett, con toda la razón, que no se necesita aquí tener el carisma del Che Guevara para reclutar en 24 horas 50 muchachos que se vayan a la guerrilla en cualquier barrio marginado de cualquier ciudad grande o intermedia. También él, si tuviera con qué pagarles el sueldo, se podría llevar otros 50 como soldados profesionales del Ejército. Eso, que ya era cierto hace 20 años (Jaime Bateman, el fundador del M-19, decía: "Usted qué prefiere, hermano: vender Marlboro en las esquinas, o venirse al monte"), lo es mucho más hoy, cuando la marginación urbana ha crecido desmesuradamente como resultado de la emigración del campo provocada por la violencia. La violencia se alimenta de sí misma.
Y la alimenta Colombia. Porque aquí tenemos una diferencia fundamental con las guerras centroamericanas, tan parecidas en su forma a las nuestras. Allá, uno de los dos bandos era alimentado por el gobierno de Estados Unidos: el ejército salvadoreño o el guatemalteco, o la 'contra' nicaragüense (o antes, claro, Somoza). Ese gobierno podía, en consecuencia, y lo hizo cuando quiso, parar la guerra a voluntad, mediante el simple expediente de cortar el chorro de dinero (y es por eso que ahora quiere intervenir en Colombia de la misma manera, aumentando su 'ayuda': para poder controlar la guerra). Pero aquí no ocurre así: Colombia mantiene con sus propios recursos a los dos bandos: con impuestos al uno, con secuestros al otro (y el dinero del narcotráfico, que circula en los dos, aunque viene en fin de cuentas del bolsillo de los consumidores norteamericanos no es una subvención directa de su gobierno, así que éste no puede manejarlo). Y por esa misma razón _que la guerra se hace con recursos locales_ no hay posibilidad de que tengan influencia sobre ella otras intervenciones externas: la de Felipe González de que hablaba hace unos días María Emma Mejía, o la de José María Aznar que proponía Gustavo Bell. La guerra la hacemos los colombianos, la padecemos los colombianos, y la pagamos los colombianos.
O la rentabilizamos también. La guerra, para muchos, sigue siendo un excelente negocio. Y para muchos más, un negocio en todo caso mejor que el de la paz. Mientras a los grandes terratenientes colombianos _narcos o no_ les salga más barato pagar paramilitares que pagar buenos salarios a los trabajadores del campo; y mientras a los ricos de las ciudades _narcos o no_ les salga más barato pagar guardaespaldas y celadores que generar empleos; y mientras a las guerrillas _narcas o no_ les rinda más el boleteo o el secuestro que la explotación agrícola; y mientras el Estado siga estando en manos de los que lo utilizan como botín, y no como generador y guardián de la justicia _desde la jurídica hasta la económica_ da lo mismo que haya charlas de paz o que no las haya, que participen en ellas los españoles o los gringos o los tibetanos: seguirá la guerra.

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