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Juan Carlos Florez Columna

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Las ilusiones rotas del 91

La constituyente sirvió para avalar el verdadero cambio que impulsó el gobierno de aquel entonces: la importación a Colombia, sin mayor debate público, del modelo extremista privatizador impuesto en Chile por la dictadura de Pinochet.

Juan Carlos Flórez
26 de junio de 2021

La historia contemporánea siempre es alterada en su interpretación y escritura por los recuerdos de los protagonistas de los acontecimientos, quienes intentan moldearla al tenor de sus intereses y sesgos, de los cuales ningún humano está libre. Esto salta a la vista este año, con los balances que se hacen de la constitución del 91, sobre la cual muchos de sus participantes escriben de manera edulcorada, pseudoidílica, que “la constitución habría sido un parteaguas en nuestra historia, que habría impulsado una democratización y que fue resultado de un movimiento juvenil”.

Ninguna de esas afirmaciones se compadece por completo con la realidad de las cosas. Por tanto, los invito a que diseccionemos esos hechos que han sido objeto de una operación de maquillaje que es necesario evidenciar. De lo contrario, tendremos una hagiografía sobre aquel proceso y no unas interpretaciones más ajustadas a lo que realmente tuvo lugar tras bambalinas, que es donde realmente se cocinaron las más importantes decisiones, tanto previas al proceso constituyente como en el curso de este.

La constitución del 91 no fue un parteaguas en nuestra historia. Justo cuando ella tenía lugar y en los años subsiguientes, ocurrió la más grande orgía de violencia desde los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Los paramilitares se tomaron a sangre y fuego, con la complicidad o el auxilio de agentes decisivos públicos y privados, extensas regiones del país. Las guerrillas crecieron gracias a los gigantescos recursos que obtuvieron principalmente del narcotráfico, pero también de otras muchas actividades criminales. Y el estado terminó involucrado en espantosos delitos, entre los que están los mal llamados falsos positivos. Y este recuento es importante hacerlo, porque durante el proceso constituyente, citando al tratadista italiano Norberto Bobbio, se repetía una y otra vez que una constitución era el equivalente de un tratado de paz. Pero de la tal paz casi que nada hubo a lo largo de los siguientes 30 años. Las grandes agrupaciones armadas ilegales no participaron en la constituyente y las nuevas –paramilitares– no tenían el más mínimo deseo de firmar la paz con nadie. De manera que en el asunto crucial que nos ata al pasado –la guerra– y a una estructura política y social en grado sumo retrógrada, la constitución fue letra muerta.

Lo mismo podría decirse de la clase política tradicional. El grueso de esta no participó en el proceso constituyente. Como bien lo expresó un sagaz observador cartagenero, al preguntársele en aquel entonces porqué ninguno de los grandes clanes políticos había participado en la elección de la constituyente: “Es que aquí –dijo señalando al sótano del centro de convenciones en el que se realizaban las deliberaciones– no hay contratos”. Luego, cuando se volvió a votar para congreso, los clanes mafiosos de la política reaparecieron con toda su fuerza y en sus manos quedó el eventual desarrollo de la constitución, cuyos mejores logros, como la tutela, fueron descuartizados por esos voraces dueños del gran negociado que es la política criolla. ¿Y qué pasó con los ardorosos jóvenes que marcharon en algunas ciudades a favor de una nueva constitución?

Aquellos jóvenes eran una minoría de estudiantes de clase media y media alta, con un sincero deseo de cambio político. Pero sus ilusiones fueron hipotecadas, de manera astuta, por el gobierno de aquel entonces, que movió sus hilos en la Corte Suprema para que esta avalase la convocatoria de una constituyente que no tenía sustento legal, pero que emocionaba a las clases medias, no asustaba a las clases altas y contaba con el beneplácito de los grandes medios. (Sentencia n.º 138 del 9 de octubre de 1990). La mejor comprobación de este aserto es que esos jóvenes no estuvieron en las listas de los partidos y movimientos que eligieron la constituyente. Sus esperanzas fueron usadas para darle una pátina de renovación al régimen político, pero las reformas de fondo siguieron congeladas y así seguimos hasta el sol de hoy

.En cambio, la constituyente sirvió para avalar el verdadero cambio que impulsó el gobierno de aquel entonces: la importación a Colombia, sin mayor debate público, del modelo extremista privatizador impuesto en Chilepor la dictadura de Pinochet, con la bendición de una secta de economistas de extrema derecha, acaudillada por el nobel Friedman en la Universidad de Chicago. Esto nunca se menciona en los panegíricos y hagiografías que se escriben sobre el 91.Y justo este último aspecto es uno de los que está en el origen del inmenso descontento que hoy estremece a Colombia, la desigualdad que gatilló ese modelo extremista privatizador. Y eso también es herencia de la constitución del 91.