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Las puertas cerradas

Es absurdo que los funcionarios europeos puedan someter a personas, por el sólo hecho de tener una nacionalidad extranjera, a trámites absurdos y humillaciones asquerosas.

Semana
22 de mayo de 2008

Si alguien todavía tiene dudas sobre la gravedad del problema de la inmigración en Europa, debería leer la pasada edición dominical del El País de Madrid. Como para darse una idea. El diario le dedica varias páginas a un informe que acaba de ser revelado en Bruselas sobre la situación de los inmigrantes ilegales en el viejo continente.

Es aterrador. No sólo por la crudeza de lo que cuenta, sino por el trasfondo que devela: la inmigración es el más complejo asunto que se vive en el continente y está convirtiendo a Europa en un territorio de barbarie.

El estudio, encargado por el Parlamento Europeo, indica que hay más de 20.000 detenidos que no tienen sus papeles en regla y que esperan a ser deportados. Algunos de ellos han pasado más de tres años —cuando la ley dice que no pueden ser más de 40 días— en situaciones peores que las de los delincuentes presos en las cárceles. Y en algunos lugares, como España, Malta, Chipre Italia o Grecia, en condiciones inhumanas: sin posibilidades de vistas, hacinados en celdas sin sábanas o camas, sin recibir alimentación o elementos de higiene. Los centros de detención de extranjeros a repatriar evocan, inevitable y tristemente, los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial.

El diario recuerda que esta situación, al menos en España, no es escandalosa. Y la razón es que los ciudadanos no necesariamente la desaprueban. Al 31% les parece que hay ya demasiados inmigrantes y el 26% piensa que es el problema más grave del país y que el gobierno debe tomar medidas. Como ya ocurre en Francia, donde la ambigua política de “identidad nacional” —que implementó el gobierno de Nicolas Sarkozy— se ha puesto en marcha.

Un amiga que trabaja como profesora en una universidad de París me contó hace poco una historia que lo ilustra bien el clima que se vive. Un domingo en la tarde paseaba en su bicicleta por las calles vacías de la ciudad y, sin quererlo, se pasó en rojo un semáforo. De inmediato un policía la detuvo y le pidió sus papeles. Al enterarse de que era colombiana la llevó a la comisaría. Mi amiga —que es empleada del Estado francés— estuvo tres horas explicando su situación migratoria, que siempre ha estado en orden. Al final la dejaron ir, pero el policía que la había detenido le lanzó una última mirada amenazante y le dijo: “¡Qué lástima, esta semana ya había mandado tres colombianos de vuelta a su país!”. Mi amiga insiste en que esos mismos policías reciben una bonificación por el número de ilegales que logran deportar.

Otro amigo que trabaja en Madrid me relató, horrorizado, una escena que le tocó presenciar. Se encontraba renovando sus papeles y en la su misma fila había una mujer cuyo padre estaba enfermo en su país de origen. Sus documentos de residencia estaban en trámite y ella pedía un permiso especial, de unos cuantos días, para poder visitar a su papá agonizante. La funcionaria que la atendía le respondió que esas autorizaciones sólo se otorgaban cuando la persona ya estuviera muerta. Así que debía regresar, a los pocos días, cuando su padre ya hubiera fallecido, para solicitar la autorización.

Es cierto que muchos viajan a Europa para delinquir. Nadie puede tampoco negar que estos países tienen derecho a cuidar sus fronteras y a negar la entrada a personas sospechosas. Pero es absurdo que sus funcionarios puedan someter a personas, por el sólo hecho de tener una nacionalidad extranjera, a trámites absurdos y humillaciones asquerosas. Dice el editorial de El País: “Si esto sigue así, un cierto número de europeos se arriesga a sustituir los antiguos miedos al judío o al bolchevique por el rechazo al extranjero: unas veces porque no se integran, otras simplemente porque piensan que está de más”.

No es posible que en un mundo, en teoría cada vez más globalizado, las puertas estén cada vez más cerradas.

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