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LOS CENTAUROS INDOMABLES

Semana
12 de agosto de 1985

Soy hombre que se emociona fácilmente. Más fácilmente de lo que a veces quisiera y de lo que me aconsejan mis amigos para evitar que me utilicen los oportunistas. Me conmueven hasta las lágrimas los melodramas de la televisión, el himno nacional, las novelas cursis de la señora Pardo Bazán, los discursos de Churchill en los momentos más penosos de la guerra, los tullidos que piden limosna en la puerta de una iglesia, la sonrisa del Papa en medio de las muchedumbres delirantes, los animales de Jack London que mueren congelados en las estepas blancas de Alaska. La verdad, para decirlo en una sola palabra, es que lloro más que los guaduales.
Pero, lo confieso con humildad y un poco de rubor, no hay nada que me estremezca más--hasta las raíces mismas del alma y del pelo--que la victoria de un ciclista colombiano. Sobre todo si es en el exterior. Se me erizan los vellos cuando veo a uno de esos muchachos que pedalea sobre su máquina, moviéndose con el andar atravesado de un pato.
El escenario es digno de Shakespeare por su insuperable sensibilidad para describir las grandezas y pequeñeces del espíritu humano: la multitud que coaciona al campeón, el entusiasta e imprudente que se cruza por la carretera arrojando agua, las banderas nacionales que flamean como un candelazo al viento, el locutor que grita desde la escotilla de un transmóvil, el policía que controla a los espectadores mirando por el rabo del ojo el paso de la caravana, la mamá del valiente rutero que gimotea al otro lado de la linea mientras le recomienda a su mijito que se cuide mucho y se encomiende a la Virgen de Chiquinquirá.
Los ciclistas colombianos, mitad hombre y mitad bicicleta, son la versión moderna del centauro casi tan indomables como los que descendieron de la llanura a pelear contra los españoles, y con la ventaja para ellos de que ya no corren el riesgo de quedar incluidos en los versos lamentables del señor Núñez.
He oído, en numerosas ocasiones y en diversos sitios, la intolerable teoria según la cual el ciclismo es una de las peores demostraciones del tropicalismo que nos agobia. Vayamos por partes, como diría Jack el Destripador. En primer lugar, hay que decir que el país es así. Eso es lo mejor que produce la tierra. Es sangre de nuestra propia sangre.
Es la medula de nuestros huesos.
Yo no sé si todavía queda alguien lo suficientemente majadero para creer que Colombia se puede convertir en una potencia mundial del automovilismo, cuando aqui el carro más barato vale lo que se gana un salario mínimo en cien meses.
La bicicleta, en cambio, sustituyó a la mula en las breñas de Antioquia, en las colinas verdes de Boyacá, en las calles empinadas de Bogotá. Los estudiantes pobres y los campesinos indigentes, condenados a morirse de hambre, a terminar convertidos en malos mecánicos o a volverse atracadores para sobrevivir, prefirieron emplearse de mensajeros de farmacia en pueblos y ciudades. Y yo quiero ver quién es el macho que se le mide a las calles de Manizales, con una caja de Mejoral al hombro sin una bicicleta.
El ciclista, con su gorra de trapo que siempre le queda chiquita, se ha vuelto ya una parte de nuestra cultura. De lo mejor que tenemos en el fondo del corazón.
Este es un país que vive bailando en la cuerda floja de la derrota: cuando parece que hemos logrado la paz, empiezan los disparos; cuando parece que tenemos la banca más sólida del mundo, se roban la plata; cuando parece que ya llegan los préstamos, nos cae encima el Fondo Monetario; cuando estamos empezando a ganar la guerra de los narcóticos, asesinan al Ministro de Justicia.
Los pedalistas, por el contrario, no se dejan vencer sin resistencia. Uno los observa en plena competencia, jadeantes y sudorosos, extenuados, flaquitos al lado de unos europeos rubios y rollizos, y de repente sacan fuerzas de ese boyacense invencible que llevan dentro, ponen el alma en las pantorrillas y llegan primeros al premio de montaña.
Son ellos los que nos enseñan cada día el valor de la lucha. La vida, como toda etapa, es un combate sin cuartel contra la adversidad, contra el derrotismo, contra los kilómetros que nos quedan por recorrer. ¿Quién no ha tenido su propio Hinault en este mundo? Lo importante es enfrentarlo y, si acaso no se le puede vencer, dejar el sudor en los intentos. Para los ciclistas parece escrito el viejo lema de los espartanos: regresar de la lucha con el escudo o bajo el escudo.
Pero no se vuelve sin el escudo.
El país no sabe lo que le está debiendo a estos Herreras, Parras o Rodríguez. No sólo les adeuda unos ratos de alegría y de júbilo: les debe una lección.
Aquella según la cual nosotros también podemos ganar. Como decía el general Torrijos, que tenía una sabiduría elemental y montaraz, "no es que los monos sean más grandes sino que nosotros estamos arrodillados".
Se me ocurre una reflexión final: si estos muchachos pobres, malnutridos cuando eran niños, alimentados a duras penas con papa y plátano, que cuando desayunaban no podían almorzar y cuando almorzaban no podian comer, son capaces de doblegar a unos seres criados con complejos de vitaminas y cereales, ello demuestra una verdad sombria pero irrefutable: que la comida no sirve absolutamente para nada...--

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