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Memorias colombianas

Pasó tres años en una cárcel española. Tuvo suerte. Cada mes me llegan media docena cartas de colombianos presos en los Estados Unidos que no saldrán nunca

Antonio Caballero
30 de septiembre de 2002

La otra tarde, en la plaza de toros de Madrid, se me acercó un aficionado y me regaló un libro de memorias: las suyas: las de un colombiano que, después de dar muchas vueltas, acabó, como tantos, en el narcotráfico: el único recurso que nos ha dejado la división internacional del trabajo, y por el cual nos castiga la división internacional de la justicia. A éste, que se llama Manolo Delgado Martínez, lo castigaron. Pasó tres años preso en la cárcel española de Soto del Real. Tuvo suerte. Cada mes me llegan media docena de cartas de colombianos presos por narcotráfico en los Estados Unidos, que no saldrán nunca.

Es un libro sin pretensiones literarias. Se limita a contar una vida colombiana del último medio siglo. Delgado, que nació en el barrio San Cristóbal de Bogotá, vio de niño una película sobre el matador de toros Palomo Linares, y quedó "tan conmovido y maravillado" que decidió hacerse torero. Entrenó y aprendió, pero no lo consiguió nunca. Lo engañaron los empresarios, los ganaderos, sus compañeros de profesión. Cuando se hizo miembro del sindicato de toreros, que reclamaba oportunidades para los colombianos, lo metieron preso. Viajó al Ecuador, donde no consiguió ni una sola novillada. De pasada dejó embarazada a la novia, de modo que tuvo que buscar un trabajo serio para mantener a la familia. Se convirtió en empresario taurino.

Tampoco le fue bien. Lo engañaban los alcaldes de los pueblos, los comandantes de la policía, los gerentes de las licoreras, los políticos que le exigían parte de la taquilla. Hasta las reinas de belleza de los pueblos, que querían ir a los toros gratis. Para mantener su empresa taurina hizo de todo: montó una fábrica de habas tostadas, una empresita de zapatos para dama, una imprenta de talonarios de boletería, una distribuidora de pizzas. Organizó campeonatos de microfútbol interbarrios, pegó carteles, vendió gaseosas, se hizo instalador de cortinas, montó conciertos de rock con monaguillos de misa, se ganó un concurso de baile pero no le dieron el premio. Y no dejó nunca de apoderar novilleros modestos y de organizar modestos espectáculos taurino-musicales en modestísimas plazas portátiles de pueblo. En Calarcá, en Anaime, en Santa Rosa de Viterbo, en Supía, en Chaparral. Lo arruinaban los impuestos municipales, el trago para los políticos, la comida de los músicos, los 'sobres' de los periodistas. Lo perseguía la lluvia. La frase que con más frecuencia figura en las memorias de Delgado es "cayó un aguacero torrencial". Una vez, en Bucaramanga, consiguió que no lloviera encendiendo una vela en la mitad del ruedo. Pero entonces no llegaron los toros a la plaza, así que tuvo que apagar la vela para que se soltara a llover y se suspendiera el festejo. Otra tarde, en Manizales, tampoco llovió. Pero ese día el terremoto devastó el Eje Cafetero, y la gente no fue a los toros. Y a esas alturas Delgado iba ya por su cuarto hijo.

Así siguió, según cuenta, "de viaje en viaje, de plaza en plaza y de deuda en deuda", ahorcado por la suerte. Entonces aceptó la propuesta de "un conocido" para viajar a España con dos docenas de bolas de cocaína en el estómago. Se las tragó, empujándolas con mucha gelatina de limón. No tuvo problemas en el avión ni en el aeropuerto. Pero cuando trató de expulsar las bolas no quisieron salir. Se despertó en el hospital, lleno de tubos y de sondas y con dos guardias civiles al lado de la cama. Le dijeron:

-Ya está mejor ¿verdad? A partir de este momento queda detenido por tráfico de estupefacientes.

Y sin embargo ya digo que Manolo Delgado tuvo suerte. Si lo hubieran cogido preso los norteamericanos y no los españoles, seguiría preso. Salvo que estuviera además acusado de genocidio, como el jefe de las AUC Carlos Castaño. En ese caso, claro, la justicia norteamericana le hubiera encontrado atenuantes.

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