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¿Cuándo parará esta masacre?

Recuerdo, como si fuera ayer, cuando en la década de los ochenta se asesinaban los líderes sociales (sindicalistas, defensores de derechos humanos, maestros, indígenas, campesinos) y militantes de la Unión Patriótica a granel.

Javier Gómez, Javier Gómez
9 de julio de 2018

Eran muertes que se registraban como una estadística más y, sin despelucarse, las autoridades gubernamentales y de seguridad siempre tenían un culpable: las Fuerzas Oscuras. 

Esos asesinatos ocurrieron en una época de altísima tensión por la presencia de una guerrilla fuerte (Farc-M-19-EPL-Quintin lame-ELN, etc), vivíamos los últimos latidos del estatuto de seguridad y el gobierno conservador de Betancur se proponía buscar la paz; sin embargo, esa apuesta no contaba con las Fuerzas Militares (los enemigos agazapados de la paz) y de Policía que, en connivencia con el narcotráfico, persiguieron y asesinaron a diestra y siniestra todo lo que oliera a izquierda o movimientos sociales; matanza que además se registraba en el contexto de un Estado de Sitio que por décadas lo permitió todo, hasta la desaparición forzada.  

En muchos casos las causas de los crímenes de hoy contra los líderes sociales siguen teniendo el mismo origen, sin embargo corroborar ese origen de los asesinatos posterga la posibilidad de identificar a los autores materiales e intelectuales cuando las autoridades –civiles y militares- irresponsablemente dicen que los matan por líos de faldas, narcotráfico o riñas producto de un ajuste de cuentas.  

Cada quien hace justicia por su propia mano, se repiten los hechos y es tan poco el interés por esta realidad, que las autoridades ni siquiera saben, con exactitud, cuántos líderes sociales y defensores de derechos humanos han sido asesinados, las causas del por qué los matan y quiénes están detrás de esta sistemática masacre.   

Dicen que son más de 300 los líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinados desde el año 2016 y que en los primeros siete meses del presente año van cerca de 50, siete de ellos en la última semana. La masacre no para. Como dice el padre De Roux: “En otros países a estos líderes sociales los condecorarían como héroes nacionales. Aquí los matan”.

Un efecto de esta barbarie se hizo evidente en la desesperación de quien vive la muerte, como si esta hubiera tocado a la puerta de la humilde profesora Magda Deyanira Ballestas, cuando escuchó al otro lado del teléfono a un bárbaro diciéndole que “se tiene que ir de donde vive porque de lo contrario la vamos a asesinar”, y ella, aterrada e inocente, le reclamaba el por qué la amenazaba y por qué se tenía que ir de su tierra. Dos días después, con sus corotos a cuestas, el impotente Estado la escoltó y la sacó de su pueblo.

Escuchar el audio de la amenaza que circula profusamente por las redes sociales es escalofriante y estimula una sensación de impotencia irremediable; produce rabia que un país hipócrita que premia a los soldados por sus batallas (entre colombianos) como héroes de la patria, permita que amenacen o maten al humilde hombre o mujer, que se la juega por el bienestar de su gente; no puede ser que eso nos defina como sociedad, una sociedad que resuelve sus diferencias con la eliminación física del otro o desplazándolo, como viene ocurriendo impunemente.

Es esa Colombia profunda la que no conocemos en los grandes centros urbanos en donde los criminales imponen la ley y el orden. No hay autoridad que valga. El plan pistola como lógica para imponer el miedo y el terror como estrategia de control, manda.

No se puede hablar de optimismo entre los colombianos como lo reflejan algunas encuestas focalizadas en las ciudades importantes, si el país continúa durmiendo con el asesinato de nuestros líderes sociales y defensores de derechos humanos. “Sí, muchachos, la vida del mundo hay que tomarla como la tarea propia y salir a defenderla. Es nuestra misión”, decía Ernesto Sábato en su texto Antes del Fin, un testimonio vital de su legado.

@jairotevi

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